La noticia me la dio una llamada intempestiva que me sacó de la cama con un susto de infarto. Para entonces la ciudad era un hervidero de dimes y diretes sobre la muerte en extrañas circunstancias del poderoso señor marqués de Mendoza.
La gran preocupación de la familia, reunida en la biblioteca de su casa torre, era cómo decírselo a la joven Blanca que se quedaba viuda con 27 años. Envueltos en ese olor peculiar que liberan los libros viejos, consideraban que había que tener mucho tacto puesto que ahora el bienestar de todos estaba en sus manos. El Marqués la había nombrado heredera única con la condición de que no volviera a casarse.
El tío abuelo que vivía con el Gato de Cheshire, sujetándose su amplia sonrisa mientras miraba de soslayo, propuso que lo mejor sería ocultárselo. La tía Elisenda, a la que llamaban Sombrero Loco porque de joven fue cabaretera, era partidaria de que hiciera un viaje de ensueño. La Marquesa, hermana del finado, sin quitarse la mantilla de encaje de su misa diaria, con astucia sugirió llamar al padre Francisco del tribunal de la Rota. En anulaciones matrimoniales era muy eficaz. De repente, todos miraron con cara de sobresalto hacia uno de los sillones chéster de donde provenían los tres golpes de bastón en el suelo que imponían silencio. La tía abuela Lucía permanecía allí sentada, pero de espaldas; hacía años que no se hablaban. La Sota, que así la llamaban por su insolencia, despertaba antipatías de las que parecía sentirse orgullosa.
«Alguien tiene que hacer el trabajo sucio sin trampas ni paparruchas», se dijo. Con el frufrú del vestido de raso negro que le llegaba a los tobillos, los golpes de bastón al andar y los anteojos de mango de nácar en la punta de la nariz aguileña, se acercó al parterre donde en esos momentos holgazaneaba Blanca con el aire sofisticado de las niñas bien. Enamorada se entregaba a aquella espera con desespero juvenil. Los días inundados de luz, como aquel, le ayudaban a sobrellevarlo. Bajo la pérgola de las buganvillas, descalza y con un ligero vestido blanco, disfrutaba plácidamente de la suave caricia de la brisa. Así era más fácil dejarse llevar en el balancín por la corriente del tiempo.
—Blanca, querida, ¿sabes dónde está tu marido? —le preguntó Lucía al colarse de rondón en el lugar que ella elegía para ensimismarse.
—Pues claro tía, de mi marido lo sé todo —le respondió con una agradable sonrisa que se le fue congelando ante la terrible mirada de mal agüero. En voz más baja añadió—: Oficialmente se encuentra en Francia supervisando nuestras sociedades financieras, pero realmente está en Panamá para impedir que las empresas offshore de la familia salgan en los papeles.
—¡Ja, ja, ja!, Blanquita —dijo girando una mano sarmentosa al ritmo de las palabras y utilizando esa voz grave con la que hacía creer al interlocutor que poseía poderes ocultos de adivinación—. Tu marido, mi querida niña, habitual del prostíbulo más famoso de esta ciudad, ha ingresado de urgencia en el hospital unido a una ramera de la que no ha logrado separarse ni después de muerto. Ya ves, el abuso de Viagra y alcohol le ha llevado a la muerte más dulce que jamás hubiera imaginado.
—¡¿Queeeeeé?! ¡Idiota! —gritó Blanca que saltó como un resorte de la mecedora congestionada por la vergüenza a la que la exponía.
Una paloma que se pasaba el día zureando levantó el vuelo y las nubes se interpusieron rasgando la luz violeta del cenador. Blanca cayó en un ataque de nervios. Con rabia estampó contra el suelo la taza del té que le habían servido, la tetera de fina porcelana y con la bandeja de plata arrastró el mantel volcando lo que quedaba. Recorría la glorieta como gata enjaulada mientras gritaba embravecida por el dolor: «¡Cerdo! ¡Lo sabía! ¡Sabía que me estaba engañando! ¡Hijo de la gran…!» Se tiraba del cabello como si en sus rizos dorados estuviera enredado el eco del engaño, pataleaba, se arañaba los brazos, tenía cortes en los pies y los criados la tuvieron que sujetar para que no se lesionase la cara.
—Mi querida niña —siguió hablando La Sota segura de que en semejantes situaciones el oído no se pierde—, los pequeños detalles desde que tomó la pastilla hasta que la ramera, que estaba encima, alcanzó el móvil de la mesilla para llamar a urgencias, te los puedes imaginar.
—¡Que le corten el pene! ¡Que se lo corten! —repetía una y otra vez llorando de manera incontrolada porque la crisis le había consumido todas sus fuerzas.
—El desamor que nace de tus entrañas como hembra herida es una vieja historia en las mujeres de esta familia —prosiguió la voz neutra de Lucía incapaz de expresar piedad—. Siempre habrá alguien que te señale y recuerde con sarcasmo su muerte. Pero ahora es imprescindible que te prepares para ir a la capilla a recibir las condolencias. Es allí donde va a estar tu marido de cuerpo... no del todo presente. Su priapismo post mortem así lo exige. La gente sencilla te compadecerá al verte de luto y ojerosa. Tu personaje dejará atrás a tu sombra y comenzará a andar en solitario. Serás la Reina de Corazones.
© María Pilar
La gran preocupación de la familia, reunida en la biblioteca de su casa torre, era cómo decírselo a la joven Blanca que se quedaba viuda con 27 años. Envueltos en ese olor peculiar que liberan los libros viejos, consideraban que había que tener mucho tacto puesto que ahora el bienestar de todos estaba en sus manos. El Marqués la había nombrado heredera única con la condición de que no volviera a casarse.
El tío abuelo que vivía con el Gato de Cheshire, sujetándose su amplia sonrisa mientras miraba de soslayo, propuso que lo mejor sería ocultárselo. La tía Elisenda, a la que llamaban Sombrero Loco porque de joven fue cabaretera, era partidaria de que hiciera un viaje de ensueño. La Marquesa, hermana del finado, sin quitarse la mantilla de encaje de su misa diaria, con astucia sugirió llamar al padre Francisco del tribunal de la Rota. En anulaciones matrimoniales era muy eficaz. De repente, todos miraron con cara de sobresalto hacia uno de los sillones chéster de donde provenían los tres golpes de bastón en el suelo que imponían silencio. La tía abuela Lucía permanecía allí sentada, pero de espaldas; hacía años que no se hablaban. La Sota, que así la llamaban por su insolencia, despertaba antipatías de las que parecía sentirse orgullosa.
«Alguien tiene que hacer el trabajo sucio sin trampas ni paparruchas», se dijo. Con el frufrú del vestido de raso negro que le llegaba a los tobillos, los golpes de bastón al andar y los anteojos de mango de nácar en la punta de la nariz aguileña, se acercó al parterre donde en esos momentos holgazaneaba Blanca con el aire sofisticado de las niñas bien. Enamorada se entregaba a aquella espera con desespero juvenil. Los días inundados de luz, como aquel, le ayudaban a sobrellevarlo. Bajo la pérgola de las buganvillas, descalza y con un ligero vestido blanco, disfrutaba plácidamente de la suave caricia de la brisa. Así era más fácil dejarse llevar en el balancín por la corriente del tiempo.
—Blanca, querida, ¿sabes dónde está tu marido? —le preguntó Lucía al colarse de rondón en el lugar que ella elegía para ensimismarse.
—Pues claro tía, de mi marido lo sé todo —le respondió con una agradable sonrisa que se le fue congelando ante la terrible mirada de mal agüero. En voz más baja añadió—: Oficialmente se encuentra en Francia supervisando nuestras sociedades financieras, pero realmente está en Panamá para impedir que las empresas offshore de la familia salgan en los papeles.
—¡Ja, ja, ja!, Blanquita —dijo girando una mano sarmentosa al ritmo de las palabras y utilizando esa voz grave con la que hacía creer al interlocutor que poseía poderes ocultos de adivinación—. Tu marido, mi querida niña, habitual del prostíbulo más famoso de esta ciudad, ha ingresado de urgencia en el hospital unido a una ramera de la que no ha logrado separarse ni después de muerto. Ya ves, el abuso de Viagra y alcohol le ha llevado a la muerte más dulce que jamás hubiera imaginado.
—¡¿Queeeeeé?! ¡Idiota! —gritó Blanca que saltó como un resorte de la mecedora congestionada por la vergüenza a la que la exponía.
Una paloma que se pasaba el día zureando levantó el vuelo y las nubes se interpusieron rasgando la luz violeta del cenador. Blanca cayó en un ataque de nervios. Con rabia estampó contra el suelo la taza del té que le habían servido, la tetera de fina porcelana y con la bandeja de plata arrastró el mantel volcando lo que quedaba. Recorría la glorieta como gata enjaulada mientras gritaba embravecida por el dolor: «¡Cerdo! ¡Lo sabía! ¡Sabía que me estaba engañando! ¡Hijo de la gran…!» Se tiraba del cabello como si en sus rizos dorados estuviera enredado el eco del engaño, pataleaba, se arañaba los brazos, tenía cortes en los pies y los criados la tuvieron que sujetar para que no se lesionase la cara.
—Mi querida niña —siguió hablando La Sota segura de que en semejantes situaciones el oído no se pierde—, los pequeños detalles desde que tomó la pastilla hasta que la ramera, que estaba encima, alcanzó el móvil de la mesilla para llamar a urgencias, te los puedes imaginar.
—¡Que le corten el pene! ¡Que se lo corten! —repetía una y otra vez llorando de manera incontrolada porque la crisis le había consumido todas sus fuerzas.
—El desamor que nace de tus entrañas como hembra herida es una vieja historia en las mujeres de esta familia —prosiguió la voz neutra de Lucía incapaz de expresar piedad—. Siempre habrá alguien que te señale y recuerde con sarcasmo su muerte. Pero ahora es imprescindible que te prepares para ir a la capilla a recibir las condolencias. Es allí donde va a estar tu marido de cuerpo... no del todo presente. Su priapismo post mortem así lo exige. La gente sencilla te compadecerá al verte de luto y ojerosa. Tu personaje dejará atrás a tu sombra y comenzará a andar en solitario. Serás la Reina de Corazones.
© María Pilar