28 noviembre 2014

Ana Mato, la ministra de las tijeras

El día que miró por la ventana y vio que en su jardín había brotado un jaguar le pareció lo más normal del mundo. Era un día primaveral y el sol incidía en la chapa produciendo destellos de diamante.
—Jaguar y diamantes—susurró y su sonrisa de satisfacción expresó la alegre convicción de lo que aún estaba por llegar.
Se sabía favorecida por la magia y la magia no tiene límites. Los Elfos se divertían haciendo bien su trabajo para tener contento a su dueño y señor, el gran hombre que era su marido.
Los Duendes no se quedaban atrás preparando las fantásticas fiestas para sus hijos. ¡Cómo disfrutaban ellos! y ¡cuánto le gustan a ella las fiestas! 

Esa fantasía grácil y etérea como los globos de colores, le hacía retrotraerse a una infancia feliz de niña rica que tanto había anhelado. El juego de luces y colores que conseguía el gran gnomo con setas alucinógenas, le facilitaba la comunicación con una fluidez desconocida en ella. Y las hadas... Cómo envidiaba la belleza de las hadas y sobre todo la seducción que ejercían con el dulce aroma que dejaban a su paso. Eran el centro de la fiesta cuando envueltas en estrellas de purpurina, desfilaban ofreciéndole las desbordantes y deliciosas tartas de nata batida. —Lentamente se pasó la lengua por las comisuras de los labios degustando golosa el chantilly que le rebasaba—.
Un duende doméstico había dejado encima de la mesa los billetes de avión para ese gran viaje que tanta ilusión le hacía. Viajes y más viajes. Viajar gratis le encantaba. En la chaise longue, las cajas de regalos con los lazos de la firma Luis Vouitton reclamaban su atención. Y es que todos saben que a ella le chiflan los regalos. A los grandes regalos nunca dice que no. Hay que ser agradecida.
Su yo siniestro exigía más y más. Se calzaba el gesto hosco de ministra, la camisa sin cuello, la americana corta y los pantalones de aire formal y con su tez de un moreno terroso y su aspecto de pija remilgada, se presentaba en el Ministerio de Sanidad. Siempre llevaba en su mano el portafolios donde guardaba las enormes tijeras. Y allí se dedicaba a lo que tanto le gustaba hacer de pequeña con sus muñecas recortables. Sabía recortar y recortaba por la salud de los españoles, así no iban tanto a las consultas y las listas de espera bajaban. A la larga se lo agradecerían, que estaban muy mal acostumbrados. Su salud se fortalecería sin tanta medicación. La selección natural salvaría a los más sanos y la gente sería mucho más fuerte.
En su casa era otra cosa claro, porque ¿qué necesidad tenía ella de recortar si en su jardín brotaban jaguares?
© María Pilar
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26 noviembre 2014

Muñeca rota

Nada es lo que parece y se acentúa más y más cada día. Me obliga a que, delante de la gente, le llame papá. Él, se hace el sorprendido y me dice con la más agradable de las sonrisas:
— ¡Ah!, eres tú. ¿Qué quieres hija?
Mamá asegura que tengo el papá más maravilloso de todos. Me quedo mirándola con un profundo silencio que ella interpreta:
—Ves, es tan estupendo que al darnos cuenta nos quedamos sin palabras.
Desde la oscuridad de mi rincón donde me escondo acurrucada, miro por la rendija de la destartalada puerta. Mi corazón me golpea ante el temblor de las telarañas, el crujir de las tablas y la inquietante atmósfera que proyecta la luz del ventanuco. Todo me habla de misterios que el viejo desván custodia. Hoy algo llama especialmente mi atención, es una muñeca ajada y sucia a la que le falta un brazo. Lo demás: cajas y baúles, sacos y materiales indescriptibles por el polvo que los cubre, la acompañan y callan. Aprieto los brazos contra mi pecho y una voz de mi interior le dice que no tenga miedo que yo la protegeré.
De repente, su olor me sobresalta. Su cercanía me hace temblar. El miedo me ahoga. Sonríe y... Quiero morirme. Mis lágrimas resbalan silenciosas. Se enfurece y me hace daño. El pis me moja las piernas y mis dientes castañetean... Más tarde, soy yo la que está en el suelo maltrecha y dolorida como una muñeca de desván.
—Cariño, parece que oigo a un gatito gimiendo arriba, en el desván.
— ¿Si? ¡Qué raro! Voy a echar un vistazo.
© María Pilar


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19 noviembre 2014

¿Cuál es la palabra más bonita del español?

Hay palabras contundentes como noray que hostigadas por los vientos saben a óxido y huelen a mar, y hay palabras dotadas de gran fragilidad como felicidad que cual pompas de jabón todos queremos atrapar. Hay palabras irresistibles como cereza cuando el crujido de su carnosidad estalla en nuestra boca inundándola con su jugo, y hay palabras que nacen en Vitoria como naipe y recorren mundos elegantes y adinerados; también pasan por las manos de los indigentes que jugando matan las tediosas horas de su vida.
Y..., hay palabras a las que tú no eliges sino que son ellas las que te eligen a ti una tarde que decides quedarte en casa porque llueve. Está ante tus ojos y la lees una y otra vez: jacarandá

Es un flechazo a primera vista. 
Sin conocer su significado ya dices: me la quedo. En un primer momento engatusa con su sonoridad y enamora con su ritmo. Después, su tronco fortalecido con constancia y voluntad, su vistosa frondosidad y el atractivo que encierra, hacen que te enamores de ella.
Su sonido permanece en suspensión como esa fragancia dulce que emana de sus flores en primavera. 

Me gusta la graciosa cadeneta que forman sus aes, con la jota que empieza a ritmo de baile y la tilde que marca el paso. Me divierte la jácara que trasciende de sus ramas agitadas como músicas errantes en los labios del viento. Y me seduce esa jarana que tiñe el crepúsculo de azul formando una alfombra de pétalos refugio de enamorados.

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13 noviembre 2014

La tierra enamorada

Cuando el Río fluía, La Tierra se dejaba querer luciendo sus mejores galas. Enamorados los dos cantaban y bailaban. En esa época, amigos no les faltaban. Las Nubes les visitaban con frecuencia, el Sol lucía orgulloso y retardaba su marcha, el Viento los envolvía con sus abrazos cada vez que pasaba. Y la Tierra les regalaba ramos de margaritas y violetas, de rosas y lavanda.
Él lo observaba todo tras los cristales de sus gafas que conferían a su figura una impenetrable mirada. Enfundado en su gabardina y cubierto con txapela vasca, un mutismo le envolvía sin participar en nada ¿Tenía acaso celos de La Tierra enamorada? ¿Presentía lo que estaba por venir?
Un día vio cómo el Río, pletórico en otros tiempos, languidecía y agonizaba. Un veneno químico le destrozaba las entrañas. Las Nubes ahora pasaban silenciosas y alejadas. El Sol no aparecía y los Vientos los azuzaban.
A Él le rompió el corazón al ver La Tierra abandonada. Había perdido el color y había perdido el alma. Era un triste despojo contagiado de bruma grisácea. Obstinado e impertérrito, con su torrente de lágrimas, regó día tras día esa tierra cuarteada. Y, con el frescor de esa humedad, renació un atisbo de esperanza.
© María Pilar

07 noviembre 2014

El veroño se convirtió en un gato rabioso

El pasado 31 de octubre el termómetro marcaba 29 grados. Con falda larga veraniega y camiseta de tirantes salí de casa para intentar captar con mi cámara los colores otoñales. La gama de verdes primaveral se había transformado en un abanico multicolor como corresponde a esta época del año. Los castaños de indias pintaban sus hojas de óxido y los abedules lucían de amarillo dorado, pero a mí lo que más me gustaba era el esplendoroso rojizo de los arces que con gran personalidad destacaba entre el verde tardío de los fresnos y el oscuro perdurable de los pinos.
De repente, un enorme gato negro se me cruzó por el camino. Cuando lo enfoqué fijó sus pupilas verdes en el objetivo, se le erizó el pelo y maulló con furia. Justo cuando apreté el botón del disparo se abalanzó sobre mi, me arañó la cara, se me enganchó en el pelo y me mordió en un hombro. Yo corría, gritaba, pedía ayuda porque me era imposible desprenderme de él. La gente que pasaba huía despavorida. Seguramente pensaban que el gato era mío y yo en esos momento parecía la segunda versión de las brujas de Salem. Casi arrastrándome llegué a casa, abrí la puerta y logré encerrarlo en la terraza. Me miré en el espejo, estaba hecha un cuadro y encima había perdido la cámara.
Sonó el timbre, por la mirilla pude ver que era la vecina cotilla del 5º, se me presentaban nuevas complicaciones. Ante su insistencia opté por abrir la puerta. Y lo primero que me dijo, haciendo la señal de la cruz, fue: ¡Dios nos guarde!, un gato negro cuelga ahorcado en los barrotes de tu terraza.
© María Pilar