Érase una vez un lejano país donde no hace mucho tiempo vivía una preciosa niña de pelo negro y ojos rasgados. No era una princesa y no vivía en un castillo, pero tenía todo aquello con lo que cualquier niña hubiera sido feliz: una estupenda casa, unos padres que la querían y un cole con un buen puñado de amigas. Pero Yuna no siempre estaba contenta. Sentía que las cosas no funcionaban a su alrededor de la manera debida. A veces le prohibían cosas sin preocuparse de saber por qué lo hacía y otras no le hacían caso a lo que ella quería. Entonces Yuna gritaba, salía corriendo o se escondía para que todos tuvieran que buscarla. —Yuna, sal de debajo de la mesa, vamos a cenar. —No pienso salir, papá. Estoy harta de que me maltraten. No me gusta que me griten, ni que me peguen. —Yuna, nadie te pega, no exageres. —Tortas y eso no, pero mamá me ha dado así –dijo mientras se marcaba con el puño en el estómago– y yo no había hecho nada. ¡Sólo llamaba a mi amiga Ioko que pasaba por la call