17 marzo 2012

Los estragos del tabaco

Ya hacía años que el humo de su tabaco no le envolvía en su nube tóxica. Un día dijo que lo dejaba y lo dejó de manera fulminante sin someterse a programas de autoayuda ni recursos paliativos. Con carácter fuerte y voluntad férrea siempre había comentado: Cuando quiera dejarlo lo dejo. No contaba con la otra parte. Habían sido muchos años de convivencia y el enemigo ya campaba a sus anchas por su organismo.
En el último tiempo pasaba los días tranquilamente sentado en su sofá leyendo con el run-run de la tele haciéndole compañía. A medida que la primavera se había ido acercando a su ventana y el trino de los pájaros lo habían sacado de su letargo invernal, parecía que una sangre renovada le rocorría todo su ser y el espíritu de la vida prendió en su interior. Quería salir, andar, recorrer esos caminos abriendo los brazos para que le prendiese un nuevo renacer.
Se puso en pie con dificultad para caminar el pequeño trecho hasta el comedor. Allí reposaba la bandeja con el desayuno de la mañana sin tocar, la medicina sin abrir y ella, que lo cuidaba, con la impotencia en su mirada. 

No podía tragar, el cuerpo no le obedecía y comenzó a estar asustado, muy asustado. Desde que el cáncer había hecho acto de presencia había intentado tratarlo de tú a tú, pero nunca lo había sentido tan dominante y acaparador con aquel dolor insoportable y el fuego que le quemaba por dentro. 
¡Cuántas veces se había imaginado esta situación! 
Cogió el vaso de la morfina y con gran esfuerzo intentó tragarlo, parte cayó fuera; lo volvió a repetir una y otra vez. 
Apenas producía los efectos deseados. 
Intentó dormir. Le era muy difícil en el último tiempo. Anhelaba un sueño reparador que al despertar le convenciese que todo era una pesadilla.
En la mesa el cuaderno abierto con los manuscritos de sus poesías esperaba pacientemente a que escribiera su final.

11 marzo 2012

Yuna, una historia casi real (Terremoto Japón 2011)

Érase una vez un lejano país donde no hace mucho tiempo vivía una preciosa niña de pelo negro y ojos rasgados. No era una princesa y no vivía en un castillo, pero tenía todo aquello con lo que cualquier niña hubiera sido feliz: una estupenda casa, unos padres que la querían y un cole con un buen puñado de amigas. Pero Yuna no siempre estaba contenta. Sentía que las cosas no funcionaban a su alrededor de la manera debida. A veces le prohibían cosas sin preocuparse de saber por qué lo hacía y otras no le hacían caso a lo que ella quería. Entonces Yuna gritaba, salía corriendo o se escondía para que todos tuvieran que buscarla.
—Yuna, sal de debajo de la mesa, vamos a cenar.
—No pienso salir, papá. Estoy harta de que me maltraten. No me gusta que me griten, ni que me peguen.
—Yuna, nadie te pega, no exageres.
—Tortas y eso no, pero mamá me ha dado así –dijo mientras se marcaba con el puño en el estómago– y yo no había hecho nada. ¡Sólo llamaba a mi amiga Ioko que pasaba por la calle!
—Tenías medio cuerpo fuera de la ventana y mamá se asustó. Te agarró para que no te cayeras. Ahora sal y vamos a cenar.
—¡No pienso salir! ¡No pienso salir! ¡NO PIENSO SALIIIIIRRR!
—Yuna, tranquilízate, no grites. Si gritas rompes el equilibrio de la naturaleza y pueden pasar cosas terribles.
—¿Qué cosas?
—Pues… puedes despertar a los monstruos de la naturaleza.
—¿Qué monstruos? ¿Cómo son esos monstruos?- preguntó muy interesada Yuna, mientras salía de debajo de la mesa.
—Hoy no te lo puedo contar porque tengo que volver a trabajar a la central, pero mañana te prometo que te lo cuento. Ahora a cenar.
Esa noche Yuna se acostó pensando cómo serían los monstruos de la naturaleza y, lo que es peor, los monstruos se despertaron. Cuando estaba más dormida sintió que se movía la cama y al momento su madre apremiándola desde la puerta de su habitación.
—Yuna, deprisa, es un terremoto ¡tenemos que salir de casa!
Mamá salió corriendo con su hermana pequeña en brazos. Yuna le siguió hasta la escalera. En ese momento un nuevo temblor hizo vibrar todo el edificio. A Yuna no le gustaba que le gritaran las personas, tampoco le gustaba que le gritaran los edificios y volvió a esconderse en su habitación.
—Yuna, no te pares, sígueme ¡rápido!—Pero la niña ya no escuchaba a su madre. Se había refugiado bajo su cama tapándose los oídos con las dos manos esperando que todo pasase. Estuvo así mucho tiempo, hasta que la tensión y el miedo la agotaron y se quedó dormida. Cuando dormía soñó que paseaba en barca sobre un mar tranquilo. Las olas la acunaban suavemente mientras el brillo del sol le hacía cerrar los ojos, ¡se estaba bien así! El silencio era absoluto. Demasiado absoluto, como si la vida hubiera desaparecido a su alrededor. El silencio dio paso a un ruido ronco, profundo, como si saliera de las entrañas de la tierra. Miró a un lado y vio como una ola crecía más y más quedándose con toda el agua del océano. La ola tenía cabeza y garras como un dragón. El monstruo del mar se había despertado y se acercaba a su barca. Notó que su aliento le daba en la cara y que olía fatal. Eso la despertó.
Al despertar notó un fuerte olor a gas. Quizás el terremoto haya roto algunas tuberías, pensó Yuna mientras salía a la calle en busca de su madre. Antes de llegar al portal tuvo que sortear un coche empotrado en la escalera. Cuando salió a la calle lo que vio era peor que lo que hubiera podido soñar en sus pesadillas. El paisaje era desolador. Todo estaba destruido. El silencio solo se rompía de vez en cuando por una explosión en algún edificio. Su casa era de las pocas que había logrado permanecer en pie. Deambuló sin rumbo durante varias horas, hasta que unos soldados la recogieron y la llevaron al polideportivo de una ciudad cercana. Ella había estado allí con su equipo de gimnasia rítmica, pero ahora estaba lleno de gente tan desconcertada y perdida como lo estaba ella. Algunos estaban heridos, otros lloraban, pero todos lo hacían bajito, quizá para no molestar o quizá para no despertar de nuevo a los monstruos de la naturaleza. Al poco de llegar Yuna al pabellón empezaron a acercársele algunas personas y le entregaban lo poco que tenían: una manzana, una manta, una botella de agua. Yuna sentía hambre y frío y lo aceptó sin preguntas hasta que llegó una abuelita.
—¿Por qué me das la galleta si es lo único que tienes?
—Eres la hija de Tsubasa, es lo menos que podemos hacer.
—Me han dicho los soldados que sigue en la central. ¡Le odio! Con todo lo que ha pasado y no ha venido a buscarme.
—Tu padre es un héroe, pequeña. Todo lo que ha destruido el terremoto y el tsunami poco a poco se puede volver a reconstruir. Pero para que podamos volver, tu padre y otros valientes tienen que evitar que se escape el monstruo de la central, ¡el peor de todos!
Yuna no preguntó cómo era el monstruo de la central. Ya había conocido demasiados monstruos últimamente. Un pequeño pinzón voló hasta su mano para picotear la galleta. Él también se había quedado solo. Yuna le dio de comer y le calentó en su regazo. El pájaro nunca más se separó de su lado.




De Ana, logopeda y escritora de cuentos.