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Mostrando entradas de 2019

Nunca me abandones

La adolescencia de María es un tren con el traqueteo de los del pasado. Un tren que, con sus silbidos envueltos en hollín, deja atrás los ondulados campos castellanos y serpentea por las montañas inabarcables del País Vasco. De mañana, su padre la lleva a la estación. Le coloca la maleta en el estante superior del compartimento y, mirando el billete, le indica el sitio donde tiene que sentarse; junto a la ventana. —No me dejes —le dice ella. —Nunca. Ya sabes lo mucho que te quiero —le contesta revolviéndole el pelo. La atrae hacia sí y la abraza a la vez que le pregunta: «¿Lista para tu aventura?» María hace un gesto afirmativo con la cabeza gacha. La gente se arremolina en el andén para despedir a los que se van; raudos cargan bultos y maletas, los últimos abrazos y besos, otros dicen adiós con la mano. Con el sonido estridente del pitido, el tren se pone en marcha y la figura del padre se empequeñece hasta quedar reducida a un punto inexistente. A ella le invade una sensación ex

Hubo un tiempo

Hubo un tiempo, en el que creí que Dios era un ojo atrapado en un triángulo equilátero. En ese tiempo pasado, pensaba que el ratoncito Pérez vendría con nocturnidad, a llevarse mi recién caído diente de leche, como el mío no se lo llevó dejé de creer en él. Llegaron después los años de catecismo, para hacer la primera comunión, durante los que supuse que había un cielo diáfano y feliz para los buenos y un infierno ardiendo en un fuego perpetuo para los malos.  Durante mi infancia estuve convencida de que los Reyes Magos de Oriente dejaban regalos a los niños buenos por Navidad, a mí no me traían nada, ni siquiera carbón. ¡Qué descarados! También me contaban que las cigüeñas traían a los bebés, pero en mi casa, mamá se acostaba y después nacía un hermano sin que cigüeña alguna intermediase. Los mayores mentían mucho, lo que era un pecado venial, tal vez por eso se acercaban al confesonario donde el cura los escuchaba a través de una rejilla y los perdonaba si cumplían una penitencia.

Mi número de la suerte

El tres apareció en mi vida en una concatenación de hechos que convirtieron mi frustración en alegría. La señal mágica más contundente que me ha ocurrido en toda mi existencia. Estaba claro que en el aire pululaban los números de la suerte y ese me tocó a mí. Había encontrado un trabajo en la ciudad, una amiga me dejaba su apartamento a cambio de que se lo cuidara porque se iba a Camerún con una ONG, y yo, ¡por fin!, podía emanciparme. ¡Qué momento! Trabajo y piso que me aseguraba la independencia a coste cero. ¡No me lo podía creer! Llamé a todos los amigos para celebrarlo con pizzas y bebidas que pedimos al restaurante del bajo y el apartamento se llenó de música y jolgorio hasta el amanecer. Caí rendida nada más acostarme. La alarma sonó a las siete para recordarme que a las ocho tenía que estar en mi puesto de trabajo. En la nebulosa del sueño, recuerdo que saqué el brazo, la apagué y seguí durmiendo. Me desperté con una sensación extraña, no sabía dónde me encontraba. Necesitab

Un ramito de violetas

Ya sabes, Julián, lo brutos que son los del pueblo. Te llevaron a las bodegas, dispuestos a seguir la farra que habían empezado en los bares: «Veréis qué pronto le quitamos esos aires de señorito de ciudad», decían.  Era noche cerrada, cuando volvíamos. Tus andares, haciendo eses, te retrasaron del grupo y nadie se dio cuenta de que me quedé contigo, para acompañarte. Por nada del mundo quería que los padres de tus alumnos te vieran en aquel estado. Es que yo ya me había fijado en ti, ¿sabes? Tan alto y despistado; con esa mirada tan bonita de miope que me embobaba. En el reducido habitáculo de la bodega, logré abrir un espacio para estar a tu lado con el corazón latiéndome a mil. ¡Cómo me gustabas!  Nos detuvimos en la zona de El mirador. Te hacía bien el aire fresco. Y allí, invisibles, en la oscuridad que sonorizó nuestros gemidos, ocurrió lo nuestro. ¡Las veces que te lo he contado! Cuando te preguntaba si te acordabas, siempre me contestabas: «Que sí, mujer». Siempre, menos la pri

El gran disfraz

—¿Cómo está, señora Marilla? —¿¡Pero tú quién eres!? — Soy «Catrina», la gran «Catrina». La noche de la fiesta mi cabeza se pone fosforescente e irradia luz por todo mi cuerpo. ¡Huy! ¡La fiesta! Se me olvidaba que he venido a invitarla. —Para fiestas estoy yo, y de disfraces. Un respeto, niña. Lárgate y déjame tranquila. —Que es muy divertida. Y No hacemos daño a nadie, ¿eh? Algún susto... Un susurro en el oído de alguien en particular. ¡Jijiji! Cosa de nada. Salimos de nuestras tumbas y recorremos las calles en tropel. Al oír el chocar de esqueletos, la gente huye espantada. Les aterra sentir que la muerte les pisa los talones y... —Con que un susurro en el oído... ¡Ajá! Me has dado una idea estupenda. Mira por dónde, me voy a animar. —¡Cómo me alegro, señora Marilla! Puede ir disfrazada de «Garbancera» que ese no lo ha cogido nadie. —¿Pero qué dices, chiquilla? ¿Te parece poco disfraz el que llevo puesto? Se lo debo a la mujer de mi hijo. Mira mis cejas, artificiales; las p

Los juguetes viejos

A mis años, ya no participo en sus juegos, pero me gusta mirar por el ojo de la cerradura. La primera vez, pura casualidad, iba a acostarme cuando creí escuchar un suspiro proveniente del cuarto de los juguetes. Decidí echar un vistazo. Ahora, noche tras noche, mi ojo fisgón encara la puerta. El soldadito de plomo, mutilado de guerra, sigue profundamente enamorado de la bailarina que con tanta delicadeza mueve los brazos al girar sobre un solo pie. A su vez, ella, lanza suspiros de amor por Ken, con el que no tiene nada que hacer porque es el novio florero de la famosa Barbie. La modelo mejor pagada del mundo, adicta a la dietas para adelgazar y a la cirugía estética para mantener la piel tersa y los pechos firmes a los sesenta años, también tiene su lado oscuro. Está colada por Tarzán y no para de hacerle seductoras caídas de pestañas. Antes se había encaprichado con el Dinosaurio al que intentaba seducir con sus encantos, pero un día, cuando se despertó, él ya no estaba allí.

JL y el gallo del corral

 Un mañana llena de sol y nubes espumosas, vieron aparecer por la calle que cruza el pueblo a un buen mozo, guapetón, trajeado a la manera de la capital, con una maleta en la mano. Dedujeron que habría llegado en el autobús que venía de la ciudad. Tenía que ser JL, el esperado novio de su hermana. Todos los hermanos salieron atropelladamente a la calle para recibirlo, más bien, para analizarlo con curiosidad. ¡La primera boda de la familia! Al verlos, JL se dijo para calmarse: «Bueno, la familia va en el lote, la puedes aceptar o no». Habían acordado casarse por esas fechas por algo tan emotivo como decisivo. Al cabo de seis meses iban a ser padres.   Así entró en la casa el cuñao a quien acaeció una historia digna de un relato, cuya memoria perdura aún en todos ellos como un hecho jocoso cuando, en realidad, fue duro y lamentable por culpa del gallo del corral.   El gallo hinchaba el pecho orgulloso, agitaba las alas y lanzaba su canto estentóreo: «kikirikiii». Pendenciero y escanda

Pasión por las aventuras

A veces me admira la capacidad que tuve a los ocho años para comprender el papel que se esperaba de mí en la vida y escapar de él. Era una niña en una sociedad rural acostumbrada a que cada uno respondiera a la presión de sus iguales. ¿De dónde saqué el valor para saltarme las normas y actuar como ellos ? Lo hice y no me arrepiento. Me encanta esa niña de ocho años que sin ella no hubiera llegado a ser la mujer que soy hoy. Y no era que quisiera ser chico, no, simple y llanamente no entendía por qué tenían que ponerme tantos límites por ser chica, cuando era mucho más divertido hacer otras cosas.  Así que respiré y empecé a andar despacio, pasito a pasito, por aquella montaña de paja, la más grande de todas. La de Félix, el tierras , porque era el más rico del pueblo. Los hombres habían acabado la cosecha, el trigo ya estaba guardado en los silos, la trilladora en la nave, tan solo quedaba en la era el colosal montón de paja.  Muy bien, tú puedes. Deja atrás a todos esos chavales que a

La vuelta a casa

La adolescencia había quedado atrás  En esa casa nueva  No reconoces el orden de las cosas  Ni la lógica áspera de la sangre  El silencio tenso se impone  Sabes de situaciones  En los que basta solo una palabra  Para encender el fuego  El desamor es ese tiempo  En el que vuelves a casa  Como la niña que se fue  Tras largos años de ausencia  Te preguntas cómo tratarlos  Si son unos extraños  Sientes el frío del rechazo  Para ellos eres una extraña también  

Un nuevo amanecer

Todo fluye, todo cambia, todo se transforma, nada permanece. (Heráclito) Innecesario ya el cobijo de tu dueño  la naturaleza, firme acreedor,  viene a cobrarse lo que es suyo.  La tarde cae  muy pronto te fundirás en la tierra  de la que saliste  para revivir un nuevo renacer. 

El afinador de pianos

La tienda de pianos estaba enfrente de nuestra casa y, por extraño que parezca, era uno de los lugares más silenciosos del barrio. La campanilla de la puerta sonó cuando mi madre y yo entramos. El señor Carrión, con su sempiterno guardapolvo negro sin abotonar a causa de la obesidad, se apresuró a dejar unas partituras en el mostrador y levantó su mirada acuosa por encima de las gafas. Se aclaró la garganta con un carraspeo para preguntarnos con voz atiplada: «¿En qué puedo ayudarlas?» De toda la vida vecinos, nunca habíamos entrado en contacto hasta ese día que mi madre le alquiló un piano para que yo pudiera dar clases particulares. Y salí convertida en empleada por horas. Él necesitaba una persona en la tienda y yo dinero para mis gastos. Con el caminar torpe de alguien que no está acostumbrado a moverse mucho nos acompañó hasta la puerta. Aunque hombre de pocas palabras, el aparente descuido en el vestir y su hablar pausado reforzaban su aspecto bonachón. Nos despidió con una lev

¿Dónde está Amina?

Hammed y su hijo de doce años, Abdel, viajaron a Marruecos para celebrar el Ramadán en su pueblo con parientes y amigos. Al regresar volvieron con el abuelo. Ocuparía la cama de la hija mayor, Amina. Esta, encantada, dormiría en la alfombra del salón. La presencia del abuelo los había alegrado a todos. Y Amina notaba que su padre parecía más feliz. —Papá, las notas para la firma. Mira, tres notables y los demás sobresalientes. La tutora me dice que podré empezar Bachiller el próximo curso y que por las buenas notas me darán una beca para materiales y comedor. Así no tendrás que preocuparte. —Ya podía estudiar tu hermano la mitad que tú, hija. Con dar patadas al balón ya tiene bastante. En cuanto tenga unos años más lo llevo conmigo a la carnicería halal. — Me esfuerzo para ser profesora y poder volver a nuestro país a enseñar a los niños. —¿Te gustaría volver al país? — ¿Por qué no? —El tío Mounir quiere una foto tuya. Como hace tanto tiempo que no te ve. —Pues me hago un s

Blanca y su gran familia

La noticia me la dio una llamada intempestiva que me sacó de la cama con un susto de infarto. Para entonces la ciudad era un hervidero de dimes y diretes sobre la muerte en extrañas circunstancias del poderoso señor marqués de Mendoza. La gran preocupación de la familia, reunida en la biblioteca de su casa torre, era cómo decírselo a la joven Blanca que se quedaba viuda con 27 años. Envueltos en ese olor peculiar que liberan los libros viejos, consideraban que había que tener mucho tacto puesto que ahora el bienestar de todos estaba en sus manos. El Marqués la había nombrado heredera única con la condición de que no volviera a casarse. El tío abuelo que vivía con el Gato de Cheshire, sujetándose su amplia sonrisa mientras miraba de soslayo, propuso que lo mejor sería ocultárselo. La tía Elisenda, a la que llamaban Sombrero Loco porque de joven fue cabaretera, era partidaria de que hiciera un viaje de ensueño. La Marquesa, hermana del finado, sin quitarse la mantilla de encaje de s

La llamaban loca

Antes de abrir la puerta del despacho del doctor Zulueta se detuvo un instante para ajustarse el nudo de la corbata. Se sentía satisfecho. —Doctor, venía para llevarme a mi esposa. —Si hace apenas dos meses que la ingresó con un cuadro agudo de ansiedad. —Y que no hablaba, ¿se acuerda? —El doctor asintió —. La culpa de todo la tuvo el gato. —¿El gato? En el informe de ingreso no mencionó ningún gato. —Me contó que anochecía cuando lo vio cerca de nuestra casa. La siguió. Se le enredaba entre las piernas y ella le acariciaba el lomo con su pie descalzo. Tenía que ver cómo respondía zalamero a las carantoñas con su ronroneo. Mi esposa cambió, doctor, no era la misma. Su llanto desesperado llenó la casa durante tres días. Después, el silencio. Me miraba con ojos de espanto. La mujer que más he querido... Ahora participa en juegos de mesa, sonríe y habla. Puede volver a casa. —Me queda una duda, ¿qué vio o qué sintió una mujer tan serena y cariñosa en el momento que rompió en aqu

El reloj de la estación

Existen situaciones tan incomprensibles en la vida de los grandes personajes que a uno lo dejan perplejo. Era la persona más rica de España y uno de los multimillonarios más poderosos del planeta. Un potentado de la industria textil que había creado una marca con la que revolucionó el mundo de la moda. Dudé en ponerle un nombre para que pareciese el personaje principal de la historia que me estaba inventando; preferí dejarle en el anonimato. En su situación podía vivir una vida de ensueño. Pero no, sus intenciones siempre eran sibilinas. Aquel día me ordenó que lo llevase a un pueblecito de alta montaña. «Treinta casas y más de la mitad deshabitadas», me chivó el señor Google regodeándose. Tras curvas y curvas flanqueadas de frondoso arbolado y luz primaveral, en medio de un enclave natural privilegiado, encontramos la pequeña aldea. Creí que empezaba a entenderlo. Seguro que quería perderse en aquel paraje para liberarse de la vida ajetreada que llevaba. Volvió a sorprenderme. A

El abuelo

El día que cumplió ocho años, el abuelo le regaló un gatito gris jaspeado, precioso. —Mira lo que te he traído, María. Toma, es para ti. Aprenderás a cuidarlo. La niña estaba exultante. Lo cogió con mucho cuidado. «¡Qué suave!» El minino abrió los ojos y la mirada azul que posó en la pequeña tenía el brillo de la grata acogida. La enterneció tanto que su corazón generoso se expandió lleno de felicidad. «Te llamarás Dido», le dijo. Y le asignó un sitio junto al hogar, cerca del fogón donde borboteaba el puchero. —Abuelo, este será su espacio. —Me parece bien —asintió el abuelo con el rostro confiado, orgulloso de su pequeña. Al minino le gustaba lo mullido que era su ropón y hecho una bola dormía haciéndose invisible con las paredes ahumadas; solo le delataban los ojos que abría al notar una presencia. Era esa enigmática manera de hacerse visible lo que le daba a su mirada un poder mágico. Enseguida perdía ese halo de misterio. Saltaba al pavimento de losas de barro irregula

Los días perdidos de la abuela

Ese día Sofía se levantó muy temprano. Los nietos la habían invitado a la celebración de su 90 cumpleaños y por nada del mundo iba a perdérselo. Con las ganas que tenía de volver a sentir a su alrededor el bullicio y alboroto de la familia. En aquel barrio había calles con poco tráfico, setos bajos, flores y mucho silencio. Demasiado. El vestido de raso negro con manga francesa ya había perdido el olor a alcanfor. Se ahuecó el pelo corto y ralo con sus manos de abuela y dio unos pasos. Se sintió etérea a pesar de los kilos de más. Le hizo un guiño al espejo que tenía en la caja y este le devolvió un destello de complicidad. Sonrió. Tras la deliciosa tarta de cumpleaños, pura ambrosía, la nieta mayor se acercó al sillón de la abuela que presidía la mesa. La calidez de su mirada los envolvía a todos y sentían su acogida con alegría. —Tu regalo, abuela —le dijo a modo de isagoge—. En este libro hemos recogido las incidencias de la familia. Ya verás qué divertido. — Los días perd

Y dices que me quieres

Cuando estalló todo, Adela sintió que tamibién ella se hacía añicos. Tras el bochornoso episodio, se agachó para recoger los platos rotos. Desparramados por el suelo de la cocina parecían una hueste a la deriva. Entre los trozos, barrió despojos de pasión y apiló minucias de insultos que, como una lluvia ácida, contaminaban el universo de su vida. La cuchara en un giro rocambolesco había volado a esconderse tras la pata de la mesa; y el tenedor, obediente arlequín, desde la esquina la señalaba como el lapidario dedo índice de su amo cabreado. Su sola presencia la irritaba, pero además, esa postura de señalarla como el dedo índice acusador de su dueño le llegaba hasta muy adentro como si le horadase el cerebro y eso la ponía frenética. Todo terminó en la bolsa de basura. Una esquirla se le había clavado en sus felices años de enamoramiento. Logró aprehender un extremo entre las yemas de los dedos índice y pulgar y tiró con suavidad hasta sacarla entera. Después, se chupó la sangre

El cine de mis días

Cuando papá murió en el accidente ferroviario ocurrido en Álava en 1982, a mamá le adjudicaron la cafetería de la estación y el apartamento que estaba encima. Allí vivimos, en pleno centro de la ciudad de Vitoria, junto al tramo de vías que la cruza sin estar soterrado. En aquel pequeño habitáculo yo pasaba las horas entre ruidos de trenes, siempre esperándola. Al fallecer mamá me quedé sola asomándome a la adolescencia y un montón de porqués sin respuestas. Los servicios sociales de la Diputación declararon mi situación de desprotección y me llevaron a un piso de acogida donde vivía con otras chicas en situación similar a la mía. Una tarde lluviosa, me metí en los cines Azul que la profesora de inglés nos había recomendado para ver clásicos en versión original. La película se titulaba: «Matar a un ruiseñor». Desde el principio vi en Atticus al padre que no había conocido. ¡Cuánto lo necesitaba! No pude contener las lágrimas. Siempre iba a su lado una niña maravillosa. Me parecía