El día que cumplió ocho años, el abuelo le regaló un gatito gris jaspeado, precioso.
—Mira lo que te he traído, María. Toma, es para ti. Aprenderás a cuidarlo.
La niña estaba exultante. Lo cogió con mucho cuidado. «¡Qué suave!» El minino abrió los ojos y la mirada azul que posó en la pequeña tenía el brillo de la grata acogida. La enterneció tanto que su corazón generoso se expandió lleno de felicidad. «Te llamarás Dido», le dijo. Y le asignó un sitio junto al hogar, cerca del fogón donde borboteaba el puchero.
—Abuelo, este será su espacio.
—Me parece bien —asintió el abuelo con el rostro confiado, orgulloso de su pequeña.
Al minino le gustaba lo mullido que era su ropón y hecho una bola dormía haciéndose invisible con las paredes ahumadas; solo le delataban los ojos que abría al notar una presencia. Era esa enigmática manera de hacerse visible lo que le daba a su mirada un poder mágico. Enseguida perdía ese halo de misterio. Saltaba al pavimento de losas de barro irregulares y no paraba de jugar aunque fuera con su sombra. Cuando la niña se sentaba a la mesa para comer el tazón de sopa de leche que le preparaba el abuelo, daba un brinco para acomodarse en sus piernas. Los finos hilos de los bigotes de felino le intrigaban a la pequeña. «Demasiado largos para su carita tan linda», pensaba.
Atizó las brasas como hacía el abuelo. Las paredes de la vieja cocina salieron del gris para colorearse del rojo del atardecer que no tardó en reflejarse en sus mejillas. También el gatito mimado lo agradeció remolón. Le acercó el atizador encendido a los bigotes. «Solo un poquito», se dijo. Algún pelo del bigote chisporroteó y se enrolló como fina seda. Dido, al sentir el peligro, saltó del hogar a la vez que lanzaba un maullido y huyó aterrorizado dejando chispas a ras de suelo. Logró meterse bajo un armario, en la oscuridad pasó horas enteras erizado todo él, dando resoplidos, lavándose la herida con su pequeña lengua y durante horas lo miró todo con peligro sin atreverse a salir. Por la noche desapareció.
El corazón de la pequeña se estremeció. Aprendió con tristeza el poder que tiene el echar en falta a alguien. Por la noche, su sueño se había perdido por los inusitados vericuetos nocturnos y no encontraba el camino para venir a consolarla. Ella aguardaba encogida entre las mantas sin molestarse en secarse las lágrimas.
Al levantarse, el mundo se le nubló. Se desvaneció. La mirada del abuelo que se posó en la niña tenía la angustia de los gritos que no se dan. La tomó en brazos. Ardía de fiebre. La acostó y le puso paños húmedos en la frente.
Con pasos quedos se acercaba a verla. Lloraba hacia adentro con el corazón anegado y los ojos secos. Su voz dolorida empezó a llenar la casa.
La llamaba.
Surgirían otras voces que no lo creían capacitado para cuidar a la pequeña. «Demasiado mayor», decían. Se la quitarían. Como ya entonces lo intentaron. Tras el fatal accidente en el que murieron su hijo y su nuera. Una historia de dolor que iba para cinco años y permanecía lacerante todos los días de su vida.
María lo oía hablar, desde muy lejos. Aunque no podía abrir los párpados su respiración se iba sosegando. Fue cuando el abuelo salió a recoger tomillo y romero para hacerle infusiones. ¿Pero dónde diablos se había metido Dido? Le parecía inconcebible que desapareciera de sus vidas así, sin más ni más.
Taciturno pisaba la tierra áspera camino del cerro que daba a la era en la que trillaba, junto al arroyo. En la cima había un almendro. Sin hojas parecía seco, pero lo había visto luchar contra las inclemencias del crudo invierno y hacer frente a los vendavales del norte que lo doblegaban. Resurgía fortalecido y cada febrero se vestía en flor y soñaba en silencio.
En el instante que se agachó para recoger tomillo tuvo la impresión de que alguien se había parado cerca y lo estaba mirando. Pero no había nadie. Por alguna razón que se le quedaba oculta intuía que Dido merodeaba en su entorno sin dejarse ver. Pasó un rato intentando descubrir algún movimiento que le confirmara su corazonada; al no percibirlo, optó por poner junto al arroyo el pequeño tazón de leche en el que comía en casa. Y se sentó allí, en el muro de piedra que rodeaba la era, para vigilar.
Un atisbo de sorpresa brilló en los ojos del abuelo y a la vez qué pena sintió al verlo salir cauteloso por un ojo ciego del puente que estaba intransitable. Era un gatito infeliz, maltratado y parecía aterrorizado. «Lo han dejado hecho una lástima», se dijo. Sin atreverse a llegar a él, para no asustarlo, espiaba sus movimientos. Se acercó al cuenco y bebió ansioso la leche, después se relamió. Estaba tan flaco. Y sucio. En dos días había pasado a representar la viva imagen de un gato callejero. Apenas lo llamó por su nombre levantó la cabeza y empezó a ronronear con suavidad. La frente del abuelo se contrajo al descubrir que tenía chamuscadas las vibrisas del lado izquierdo. Quedó pensativo ante el desvalido gatito que esos días había estado quién sabe dónde «Tal vez le volverán a crecer», se dijo conmovido. Emocionado se fue aproximando, despacio. Lo cogió con sus manos rudas de hombre de campo y sintió lo fuerte que le latía el corazón, le acarició la cabeza para tranquilizarlo. Por su instinto increíble, Dido, al sentir el calor de aquellos brazos supo que estaba en su hogar, buscó una postura cómoda y se durmió.
La niña, que ya había abierto los ojos y parecía estar volviendo a la vida, lo recibió con una fascinación difícil de describir. El rubor le subió a la cara, se la tapó con las manos y sus hombros empezaron a sacudirse. Lloraba en silencio. El abuelo empezó a comprender: sabía que no hacía falta una razón para marchase, otra cosa era para seguir con ellos. Dido saltó de los brazos del abuelo a la cama de María y se quedó hablándole con la mirada, en un parpadeo lento.
—Mira lo que te he traído, María. Toma, es para ti. Aprenderás a cuidarlo.
La niña estaba exultante. Lo cogió con mucho cuidado. «¡Qué suave!» El minino abrió los ojos y la mirada azul que posó en la pequeña tenía el brillo de la grata acogida. La enterneció tanto que su corazón generoso se expandió lleno de felicidad. «Te llamarás Dido», le dijo. Y le asignó un sitio junto al hogar, cerca del fogón donde borboteaba el puchero.
—Abuelo, este será su espacio.
—Me parece bien —asintió el abuelo con el rostro confiado, orgulloso de su pequeña.
Al minino le gustaba lo mullido que era su ropón y hecho una bola dormía haciéndose invisible con las paredes ahumadas; solo le delataban los ojos que abría al notar una presencia. Era esa enigmática manera de hacerse visible lo que le daba a su mirada un poder mágico. Enseguida perdía ese halo de misterio. Saltaba al pavimento de losas de barro irregulares y no paraba de jugar aunque fuera con su sombra. Cuando la niña se sentaba a la mesa para comer el tazón de sopa de leche que le preparaba el abuelo, daba un brinco para acomodarse en sus piernas. Los finos hilos de los bigotes de felino le intrigaban a la pequeña. «Demasiado largos para su carita tan linda», pensaba.
Atizó las brasas como hacía el abuelo. Las paredes de la vieja cocina salieron del gris para colorearse del rojo del atardecer que no tardó en reflejarse en sus mejillas. También el gatito mimado lo agradeció remolón. Le acercó el atizador encendido a los bigotes. «Solo un poquito», se dijo. Algún pelo del bigote chisporroteó y se enrolló como fina seda. Dido, al sentir el peligro, saltó del hogar a la vez que lanzaba un maullido y huyó aterrorizado dejando chispas a ras de suelo. Logró meterse bajo un armario, en la oscuridad pasó horas enteras erizado todo él, dando resoplidos, lavándose la herida con su pequeña lengua y durante horas lo miró todo con peligro sin atreverse a salir. Por la noche desapareció.
El corazón de la pequeña se estremeció. Aprendió con tristeza el poder que tiene el echar en falta a alguien. Por la noche, su sueño se había perdido por los inusitados vericuetos nocturnos y no encontraba el camino para venir a consolarla. Ella aguardaba encogida entre las mantas sin molestarse en secarse las lágrimas.
Al levantarse, el mundo se le nubló. Se desvaneció. La mirada del abuelo que se posó en la niña tenía la angustia de los gritos que no se dan. La tomó en brazos. Ardía de fiebre. La acostó y le puso paños húmedos en la frente.
Con pasos quedos se acercaba a verla. Lloraba hacia adentro con el corazón anegado y los ojos secos. Su voz dolorida empezó a llenar la casa.
La llamaba.
Surgirían otras voces que no lo creían capacitado para cuidar a la pequeña. «Demasiado mayor», decían. Se la quitarían. Como ya entonces lo intentaron. Tras el fatal accidente en el que murieron su hijo y su nuera. Una historia de dolor que iba para cinco años y permanecía lacerante todos los días de su vida.
María lo oía hablar, desde muy lejos. Aunque no podía abrir los párpados su respiración se iba sosegando. Fue cuando el abuelo salió a recoger tomillo y romero para hacerle infusiones. ¿Pero dónde diablos se había metido Dido? Le parecía inconcebible que desapareciera de sus vidas así, sin más ni más.
Taciturno pisaba la tierra áspera camino del cerro que daba a la era en la que trillaba, junto al arroyo. En la cima había un almendro. Sin hojas parecía seco, pero lo había visto luchar contra las inclemencias del crudo invierno y hacer frente a los vendavales del norte que lo doblegaban. Resurgía fortalecido y cada febrero se vestía en flor y soñaba en silencio.
En el instante que se agachó para recoger tomillo tuvo la impresión de que alguien se había parado cerca y lo estaba mirando. Pero no había nadie. Por alguna razón que se le quedaba oculta intuía que Dido merodeaba en su entorno sin dejarse ver. Pasó un rato intentando descubrir algún movimiento que le confirmara su corazonada; al no percibirlo, optó por poner junto al arroyo el pequeño tazón de leche en el que comía en casa. Y se sentó allí, en el muro de piedra que rodeaba la era, para vigilar.
Un atisbo de sorpresa brilló en los ojos del abuelo y a la vez qué pena sintió al verlo salir cauteloso por un ojo ciego del puente que estaba intransitable. Era un gatito infeliz, maltratado y parecía aterrorizado. «Lo han dejado hecho una lástima», se dijo. Sin atreverse a llegar a él, para no asustarlo, espiaba sus movimientos. Se acercó al cuenco y bebió ansioso la leche, después se relamió. Estaba tan flaco. Y sucio. En dos días había pasado a representar la viva imagen de un gato callejero. Apenas lo llamó por su nombre levantó la cabeza y empezó a ronronear con suavidad. La frente del abuelo se contrajo al descubrir que tenía chamuscadas las vibrisas del lado izquierdo. Quedó pensativo ante el desvalido gatito que esos días había estado quién sabe dónde «Tal vez le volverán a crecer», se dijo conmovido. Emocionado se fue aproximando, despacio. Lo cogió con sus manos rudas de hombre de campo y sintió lo fuerte que le latía el corazón, le acarició la cabeza para tranquilizarlo. Por su instinto increíble, Dido, al sentir el calor de aquellos brazos supo que estaba en su hogar, buscó una postura cómoda y se durmió.
La niña, que ya había abierto los ojos y parecía estar volviendo a la vida, lo recibió con una fascinación difícil de describir. El rubor le subió a la cara, se la tapó con las manos y sus hombros empezaron a sacudirse. Lloraba en silencio. El abuelo empezó a comprender: sabía que no hacía falta una razón para marchase, otra cosa era para seguir con ellos. Dido saltó de los brazos del abuelo a la cama de María y se quedó hablándole con la mirada, en un parpadeo lento.
«Él ya te ha perdonado», dijo el abuelo, con el tiempo aprenderás a perdonarte tú. Se inclinó hacia ella para besarla. Sus ojos azules brillaban por la emoción.
«Abuelo, tú también lloras?»
Tu pelo, que se me ha metido en el ojo al acercarme.
Espero el encuentro entre la niña y el gatito, pobre.
ResponderEliminar😘
Ahora que el abuelo lo ha encontrado y lo ha traído a casa de nuevo, seguro que el encuentro entre la niña y el gatito será de los más feliz.
EliminarGracias por leerme y dejarme tu comentario, Sor Austringiliana.
Buen post,cariños.
ResponderEliminarGracias, Fiaris. Un abrazo.
EliminarBello y enternecedor cuento Pilar!!!
ResponderEliminarMe ha encantado!!
Cariños para vos!!!
Lau.
Lau, preciosa, cómo me alegro que te haya gustado. Besos.
EliminarQué bonito, María Pilar.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Chema por estar siempre y ser tan grata compañía. No sé cómo lo haces para alargar el tiempo y llegar a tanto. Yo hace tiempo que tuve que optar y elegí el escribir, pero me queda ese pesar de no poder visitaros como quisiera.
EliminarUn abrazo inmenso.
Una historia de simbiosis, los niños son diferentes a los adultos sus sentimientos son limpios y desinteresados. Abrazos
ResponderEliminarQué maravilla de comentario, Ester. Gracias. Abrazo inmenso.
EliminarMe ha tenido con el corazón en vilo de principio a fin.
ResponderEliminarPues me alegro porque era mi intención al escribirlo, pero nunca sabes si llegas a algún lector. Gracias por dejarme tu impresión que para mí es muy válida.
EliminarUy que tierno, me conmovio la historia del gatito. Esperó que encuentre ala niña y este bien
ResponderEliminarSeguro que ya disfrutarán del encuentro. Gracias, Citu por dejarme palabras tan entrañables. Besos.
EliminarQue diferentes son las mentalidades de los críos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola, Alfred, gracias por ese tiempo para leerme y dejarme tan bellas reflexiones.
ResponderEliminarLos críos nos sorprenden cada día, pero ahí están personas como el abuelo enderezando, educando con pautas y comportamientos y todo con mucho cariño.
La educación me parece la clave.
Un abrazo.
¡Hola, María Pilar! Bueno, la verdad es que de los tres personajes, es el abuelo el que me tocado el corazón. Esa historia que esconde, ese miedo a no estar a la altura para cuidar de su nieta. La búsqueda del gato desde luego era algo más que eso para él. Estupendo relato. Un abrazo!
ResponderEliminar¡Hola, David! Claro que la búsqueda del gato es mucho más que eso. Lo fácil hubiera sido suplantarle por otro. El abuelo es un hombre íntegro y si lo hubiera hecho no estaría contento consigo mismo. Le parecería claudicar, en parte, ante los fantasmas que lo acosan. Tiene debilidad por su nieta y para ella ha formado esa familia de tres porque está convencido que es la familia la que te mantiene en pie cuando arrecian los problemas. Él debe saber bastante de todo eso.
EliminarUn abrazo.
El amor entre niños y mascotas, entre niños y abuelos, son de lo más profundo. Lo planteaste estupendamente.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias por tu tiempo para leer y dejarme tu bellísima impresión. Me he quedado pensando en lo que me dices, sí, tienes razón, Sara. No es una relación entre iguales, pero aprenden mucho ambas partes.
EliminarUn abrazo.
Un hermoso y tierno cuento spbre una niña arropada por el amor de su abuelo y la compañía de una mascota.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Josep, por pasarte por aquí y dejarme tu comentario.
EliminarUn abrazo.
Eres buena persona...
ResponderEliminarYo esperaba un ahorcamiento inesperado o un suicidio colectivo, pero no...
A seguir así eh...
No sé si todos los abuelos, pero el que me ha inspirado este cuento merecía el homenaje que le he dado.
EliminarClaro, que él nunca lo sabrá.
¿Por qué será que siempre se nos ocurre lo que deberíamos haber dicho cuando se han ido?
El encuentro tiene que ser muy emotivo.
ResponderEliminarEso espero, Trini. Gracias por pasarte por aquí y dejarme tu impresión.
EliminarQue crueldad suelen tener los niños. Al menos, la pequeña, habrá aprendido a cuidar a su gatito como lo que es un ser vivo que sufre.
ResponderEliminarmariarosa
Así lo creo yo ahora que va a tener una segunda oportunidad.
EliminarUn abrazo.
A great post! I love your blog < 3
ResponderEliminarI am following you and invite you to me
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Have a great day, Karolina.