17 enero 2019

El viaje de mi vida

Me llamo Josefa, Pepa para los amigos. Aunque, más bien, creo que debería llamarme Pandora porque nací con un oscuro secreto acompañado de las instrucciones de no abrirlo bajo ningún concepto. Mi curiosidad me llevó a descubrirlo, primero para mí y después se lo mostré a mis padres. No lo entendieron. Desde entonces la convivencia con ellos se hizo insoportable. Tuve que abandonar la casa

Deambulé por el mundo dando tumbos. Fueron años borrosos a imagen de mi figura desdibujada y sin contornos. Luché como una leona para rasgar ese velo fijado con las clavijas de un supuesto orden natural y los restos de cada batalla perdida se quedaron prendidos en mi alma desgastada por tanta decepción. Un día estalló la tormenta que se venía fraguando en mi interior y arrasó los diques de contención que con tanto esfuerzo había levantado. No puedo expresar la desesperación con la que me acerqué a aquel puente. El viento me zarandeaba, el abismo me tentaba. Aplastada por el destino cruel que me obligaba a ir contra corriente, deseé poner fin a mis días. Un sudor frío me recorría la espalda, mientras en mi cabeza se agigantaba el ser grotesco y ridículo que pretendía ir erguido en tacones cuando calzaba el 43. Ese ser que me miraba sin la más mínima consideración me empujaba a terminar con aquello de una vez. Me sentía derrotada. Acabada.

En ese momento, la joven que vivía cautiva en mí, con aire sombrío y mirada asustada, apretó los puños hasta clavarse las uñas para imponerse con un grito desgarrador que quedó flotando en el aire: ¡Noooo! Me senté en el pretil y me encogí sobre mí misma para que el precipicio no me atrajera con tanta brutalidad. No sé cuánto tiempo estuve allí. Mucho. Fue complicado. Terrible.

Ya anochecía cuando fui consciente de mi rebeldía absurda. Intentaba que me comprendiera un mundo despiadado y había olvidado romper mis miedos, vivir la vida que siempre había querido sin andar por ella de puntillas y, sobre todo, aprender a quererme. Al constatarlo me sentí menos apesadumbrada. Aspiré el aire fresco del crepúsculo y la amenaza del puente se fue alejando de mi cabeza. Logré vislumbrar la manera en la que podría vivir al margen de tanta contradicción. Siempre me había gustado confeccionar mi propia ropa. Sería diseñadora. En mis manos los volúmenes de las telas cobrarían una vida libre de prejuicios y corsés al adaptarse a la individualidad de cada persona que pasara por mi taller.

Así nació Pepa que enterró definitivamente a José.

© María Pilar 

Este relato quedó segundo en el concurso de R.C.
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