#cienciaficción
En aquel entonces no parecía haber límites para mi trabajo. Era esbelta, bonita y ágil como un insecto. La fotografía espacial a la que me dedicaba llenaba mi tiempo. Con puntualidad alemana enviaba las imágenes a los científicos de la estación DLR que dejaban los sensores acústicos abiertos para que oyera los aplausos con los que las recibían. Y sin pérdida de tiempo se concentraban en el trabajo para lograr el mapa tridimensional más completo de los realizados hasta ese momento del planeta Tierra. Supongo que para mentes tan cuadriculadas puede llegar a ser sencillo el tener una idea tan compleja y plasmarla. Lo mío era mucho más simple: transmitir momentos.
Llevaba tres años trabajando sola cuando un encuentro cambió el rumbo de mi vida. Recuerdo que había fotografiado unas pequeñas islas justo antes del atardecer. El mar empezó a agitarse y contemplé los apasionantes compases de tango entre las olas encrespadas y los acantilados vertiginosos. Ellas les lanzaban besos de espuma y ellos disfrutaban dejándose envolver en aquel abrazo salado. De pronto me pareció que yo, un ser solitario, estaba abandonada por todo el mundo en aquel espacio que orbitaba alrededor de la Tierra. No pude menos que preguntarme si tales asaltos de romanticismo surgían en mí por la influencia de alguna tormenta espacial o más bien porque añoraba ser la protagonista de aquel galanteo. Me dejé llevar por el vaivén del mar y había empezado a realizar unos pasos de danza cuando escuché una voz metálica:
̶ Mademoiselle, ¿me concede el honor de bailar conmigo?
¡Uf! ¡¿Qué era aquello?! Un vuelco me dejó en suspensión, al borde de sufrir un cortocircuito. Yo, que tenía respuestas para casi todo, me quedé muda. Mis ojos ambarinos se rozaron con los suyos con esa sensibilidad que tenemos en ellos para captar una belleza extraordinaria. Era hermoso y fuerte, parecía resuelto, de ojos color cobalto como las aguas profundas de un océano. Pestañeé y hasta creo que me sonrojé cuando caí en la cuenta de que estaba mandando un escáner de mí a esa carpeta de archivos que nunca enviamos.
̶ Soy TanDEM-X, estaba observándote. Me gustas, ¿sabes? —dijo en respuesta a mis pensamientos. «Seguro que utiliza diodos láser para leer la mente», cavilé.
̶ ¡Ah! Del grupo –X, como yo —le respondí—. Me llamo TerraSAR-X. Llevo en este vacío helado desde octubre de 2007. Siempre he creído que estaba sola por eso lo voy llenando con mis fantasías.
(En realidad quería decirle que era el ser más fascinante que había visto en mi vida y que hiciera el favor de enamorarse de mí antes de darse media vuelta)
̶ Acabo de llegar —contestó. Y su actitud me confirmó que era telepático porque se fue acercando tanto, tanto, que estuvimos a punto de fundirnos. Intenté decir algo ingenioso, pero solo sonreí hecha un manojo de cables.
Alguien había abierto el play musical y sonaba una preciosa melodía, una de esas piezas mágicas exclusivas de algún país encantado. El bello Danubio azul. Nunca podré olvidarlo porque empezamos a bailar con movimientos tan brillantes que hasta los abismos se quedaron pasmados, y no solo de frío. Desde ese momento algo retador se instaló entre nosotros: bailar pegados.
Fuimos dos almas gemelas recorriendo el espacio a ritmo de vals. Fotografiábamos la misma zona con una diferencia de tan solo unos segundos y no nos importaba repetir parajes porque sabíamos que un lugar tiene muchas visiones, solo está esperando a que alguien las encuentre. Fue arrebatador. A medida que nos robábamos el espacio para estar más cerca, la pasión aumentaba y con ella la intensidad del peligro. Para contenerla, nos acercábamos con disciplina circense, pero después nos movíamos a un ritmo electrizante. En los giros yo lo vigilaba, sabía que él hacía lo mismo conmigo, aunque de eso no hablábamos. Arriesgamos más y el vals espacial podía hacernos chocar en tan solo tres segundos. Era la adrenalina que nos cargaba las pilas. En un momento en que toda su energía me acariciaba con deseo, pese al pánico, pese al miedo, de pie los dos en medio de aquel espacio inmenso, tuvimos el primer intercambio eléctrico. Hubo chispas, un fulgor de fuegos de artificio que nos enrojeció. Fue mágico. Paramos justo al borde del precipicio.
Nuestra unión, tan única como rentable, dejó a los jefes maravillados. La agencia calificó de «sorprendentes» las espectaculares imágenes que enviamos. Y nos permitieron trabajar con aquellos arrebatos de amor que nos llevaron a bailar un chotis sobre la misma baldosa. Así lo quisimos, aunque fuese el último compás de baile. Flotamos a dúo con una fragilidad ingrávida que marcaba un solo punto en el universo. Para entonces teníamos asumido que el más mínimo error supondría la destrucción instantánea. Desapareceríamos los dos a la vez. ¿Acaso podíamos pensar en otra mejor forma de marcharse?
Algo se confabuló para salvarnos y el rastro visible que dejamos fue el del éxito, jamás un fallo ni la tragedia.
Llevaba tres años trabajando sola cuando un encuentro cambió el rumbo de mi vida. Recuerdo que había fotografiado unas pequeñas islas justo antes del atardecer. El mar empezó a agitarse y contemplé los apasionantes compases de tango entre las olas encrespadas y los acantilados vertiginosos. Ellas les lanzaban besos de espuma y ellos disfrutaban dejándose envolver en aquel abrazo salado. De pronto me pareció que yo, un ser solitario, estaba abandonada por todo el mundo en aquel espacio que orbitaba alrededor de la Tierra. No pude menos que preguntarme si tales asaltos de romanticismo surgían en mí por la influencia de alguna tormenta espacial o más bien porque añoraba ser la protagonista de aquel galanteo. Me dejé llevar por el vaivén del mar y había empezado a realizar unos pasos de danza cuando escuché una voz metálica:
̶ Mademoiselle, ¿me concede el honor de bailar conmigo?
¡Uf! ¡¿Qué era aquello?! Un vuelco me dejó en suspensión, al borde de sufrir un cortocircuito. Yo, que tenía respuestas para casi todo, me quedé muda. Mis ojos ambarinos se rozaron con los suyos con esa sensibilidad que tenemos en ellos para captar una belleza extraordinaria. Era hermoso y fuerte, parecía resuelto, de ojos color cobalto como las aguas profundas de un océano. Pestañeé y hasta creo que me sonrojé cuando caí en la cuenta de que estaba mandando un escáner de mí a esa carpeta de archivos que nunca enviamos.
̶ Soy TanDEM-X, estaba observándote. Me gustas, ¿sabes? —dijo en respuesta a mis pensamientos. «Seguro que utiliza diodos láser para leer la mente», cavilé.
̶ ¡Ah! Del grupo –X, como yo —le respondí—. Me llamo TerraSAR-X. Llevo en este vacío helado desde octubre de 2007. Siempre he creído que estaba sola por eso lo voy llenando con mis fantasías.
(En realidad quería decirle que era el ser más fascinante que había visto en mi vida y que hiciera el favor de enamorarse de mí antes de darse media vuelta)
̶ Acabo de llegar —contestó. Y su actitud me confirmó que era telepático porque se fue acercando tanto, tanto, que estuvimos a punto de fundirnos. Intenté decir algo ingenioso, pero solo sonreí hecha un manojo de cables.
Alguien había abierto el play musical y sonaba una preciosa melodía, una de esas piezas mágicas exclusivas de algún país encantado. El bello Danubio azul. Nunca podré olvidarlo porque empezamos a bailar con movimientos tan brillantes que hasta los abismos se quedaron pasmados, y no solo de frío. Desde ese momento algo retador se instaló entre nosotros: bailar pegados.
Fuimos dos almas gemelas recorriendo el espacio a ritmo de vals. Fotografiábamos la misma zona con una diferencia de tan solo unos segundos y no nos importaba repetir parajes porque sabíamos que un lugar tiene muchas visiones, solo está esperando a que alguien las encuentre. Fue arrebatador. A medida que nos robábamos el espacio para estar más cerca, la pasión aumentaba y con ella la intensidad del peligro. Para contenerla, nos acercábamos con disciplina circense, pero después nos movíamos a un ritmo electrizante. En los giros yo lo vigilaba, sabía que él hacía lo mismo conmigo, aunque de eso no hablábamos. Arriesgamos más y el vals espacial podía hacernos chocar en tan solo tres segundos. Era la adrenalina que nos cargaba las pilas. En un momento en que toda su energía me acariciaba con deseo, pese al pánico, pese al miedo, de pie los dos en medio de aquel espacio inmenso, tuvimos el primer intercambio eléctrico. Hubo chispas, un fulgor de fuegos de artificio que nos enrojeció. Fue mágico. Paramos justo al borde del precipicio.
Nuestra unión, tan única como rentable, dejó a los jefes maravillados. La agencia calificó de «sorprendentes» las espectaculares imágenes que enviamos. Y nos permitieron trabajar con aquellos arrebatos de amor que nos llevaron a bailar un chotis sobre la misma baldosa. Así lo quisimos, aunque fuese el último compás de baile. Flotamos a dúo con una fragilidad ingrávida que marcaba un solo punto en el universo. Para entonces teníamos asumido que el más mínimo error supondría la destrucción instantánea. Desapareceríamos los dos a la vez. ¿Acaso podíamos pensar en otra mejor forma de marcharse?
Algo se confabuló para salvarnos y el rastro visible que dejamos fue el del éxito, jamás un fallo ni la tragedia.