03 agosto 2021

Un pueblo para volver

El tiempo de pandemia se ha ido deslizando con desesperante lentitud. Por fin, con la pauta completa de la vacuna, la idea de volver al lugar en el que nací me entusiasmaba a la vez que sentía nervios. Siempre produce impresión el encontrarte con personas a las que no has visto desde hace mucho tiempo.  

El pueblo es como uno de esos barcos amarrados entre suaves lomas, con esa luz especial que tanto añoramos los que vivimos en el norte del país. En compañía de Ana Mary, el hilo que me mantiene apegada a mis orígenes, recorremos el amplio y solitario paseo sombreado con plátanos y nos metemos en las viejas calles de la infancia. Mi vista las transita libremente confrontando recuerdos con la impresión de que la vida discurre como siempre, inalterada. La brisa nos trae aromas de plantas aromáticas y escuchamos el canto del hermoso pavo real en un jardín antes de pasar por la casa de los pájaros. De repente, algunos cambios me conectan con la modernidad del momento. Llamo modernidad a la apuesta de los jóvenes por instalar su hogar en el campo del que emigraron sus abuelos. Seguramente anhelan el espacio al aire libre, contacto con la naturaleza y también un coste de vida más económico. 

 Las suyas no son casas con soportales y patios interiores como las tradicionales, sino que tienen amplios porches y jardines con vallas alrededor. Están ubicadas en la parte alta del pueblo junto a sombras de casas que un día fueron y puertas selladas que esconden entre paredes de adobe la verdad de los que las habitaron. ¡Es tan misterioso y desolador ver casas cerradas que resisten con heroicidad el inclemente paso del tiempo! En algún momento, sus antiguos moradores se marcharon y nadie vino a reemplazarlos. Lo que les empujó fue una vida de sufrimiento y no la belleza natural con la que mis ojos de turista miran el enclave del pueblo. El lugar no era bueno para la vida de esas personas y emigraron buscando un futuro mejor. Cuántas veces habían levantado la cabeza de los campos de cultivo para ver el paso del tren que cruzaba la vega acercándoles vidas de ensueño. El lugar exalta la imaginación. Aporta historias, añoranza de una vida que ya pasó. Puedes escuchar los ecos de los que se fueron soportando con dignidad el desarraigo. 

 En aquellos días, la zona alta de la calle Mayor y sus callejuelas adyacentes se fueron deshabitando y en estos tiempos, han empezado tímidamente a ocuparse con esa nueva construcción, más moderna y funcional. Normalmente, después de recoger la mala cosecha de un verano precedido de una sequía intensa, el hijo mayor, la esperanza de la familia, se iba del pueblo; muchas veces, la familia entera. Todos, cargados con bultos lo atravesaban a pie, cabizbajos, hasta la parada del coche de línea que estaba enfrente de la Cantina de Simeón. De allí, se asomaban los que tomaban el orujo mañanero para mirar en silencio aquella comitiva, como si se tratase de un entierro. También, algunos carros tirados por mulas, abarrotados de enseres entre los que asomaban caras de niños de mirar asustado, se fueron y no volvieron nunca más. La gente comentaba se ha ido tal familia, decían el apodo porque todas lo tenían, y eso era todo. ¡Cuántas historias yacen subterráneas en torno a aquella emigración de los sesenta! 

 Cuando llegaba la luna grande de octubre, pegaba de lleno sobre la higuera del corral hasta la pared de mi dormitorio donde se proyectaba una rama oscura que se movía levemente. Yo, una niña de pocos años, observaba perpleja el espectáculo. Para entonces, la higuera ya no tenía dueño que recogiese los higos en cestas de mimbre. Tan solo los pájaros los picoteaban y reventados se estampaban en el suelo dejando un cerco de almíbar que brillaba al sol. 

 En lo más alto, cerca del camino de la Yesera, nos encontramos con el hoy abuelo Pedro Navas. Ha regresado a la casa en la que nació. Y allí vive. Él puede hablar de aquel tiempo tan extraño cuando admirados contemplaban la primera cosechadora que, a su vez, sería la que los empujase a emigrar. Del pueblo lo sabe todo, parece un libro abierto. Su contar me atrae con una curiosidad inquietante porque oyéndole descubro que me lleva a un mundo en el que yo ya he estado. Comenta sobre personas que creo recordar, pero mi mente ha perdido sus nombres y le oigo nombres que no puedo ubicar ni ponerles cara. Lo que daría por escucharle horas y horas para poder ir cubriendo los vacíos de mi memoria. 

 ©María Pilar
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02 agosto 2021

Cómo aprendí a andar en bici

En estos días de tiempo sin tiempo por la pandemia, recojo la alegría y el bullicio de aquellos momentos inmensos. Bonitos recuerdos de una época que dibuja sonrisas, mientras tejíamos sueños. Yo era una niña y, en aquella sociedad rural a la que pertenecía, se esperaba que me comportase como tal con mis zapatitos nuevos y vestido de domingo. ¿De dónde me venía la fuerza para saltarme las normas con el riesgo de acarrear consecuencias? Era así, rebelde sin causa y no me arrepiento. No eran hazañas que quedaran reseñadas en las crónicas del pueblo, aunque alguna me llevó directamente a la casa del médico del pueblo con el miedo que le teníamos entonces. Las cicatrices en mi cuerpo son las señales de victoria de aquellas heridas del pasado. De todas formas me encanta esa niña traviesa de siete años, sin ella no hubiera llegado a la mujer que soy hoy. 
  
Siempre recordaré cómo aprendí a andar en bici. Mi primo, tres años mayor que yo, había dejado su bici nueva, junto a la última casa del pueblo. Era de color rojo y sin la barra que diferenciaba la bici de chico. Seguramente no la quería acercar al pilón donde bebían las mulas para que no se le manchase. Allí estaban los chicos cogiendo renacuajos entre gritos y salpicaduras y los iban metiendo en un bote. Estuve al acecho. Cuando me dio la espalda, me acerqué  y la agarré del manillar. Lo más difícil fue sujetarme con los pies en los pedales. Tras varios intentos fallidos, conseguí coordinar las piernas mientras miraba al frente. ¡Yuju! Empecé a rodar sola sin sentarme en el sillín porque de lo contrario no me llegaban los pies a los pedales. El viento me daba en la cara y viví un momento de libertad único. Regresaba feliz, con las mejillas arreboladas y algún rasguño en las piernas, cuando lo vi. Las huellas de sus zapatos relucientes en el polvo de la calle marcaban un ir y venir nervioso. Mascullaba algo entre dientes. De repente, me miró con ojos altaneros y los labios prietos llenos de reproche. Dejé la bici tirada en la carretera y salí corriendo. 

Desde entonces he vivido muchas experiencias, ninguna me ha asombrado tanto como el hecho de que mi primo, pasados los cuarenta, abandonara el buen gusto en el vestir con ropas bastante caras, olvidara sus Ray-Ban, y se bajase del pedestal donde su ego se hinchaba como un pavo real rodeado de bellezas a la captura del soltero de oro. 
Ahora, en tiempos de Covid, guardo silencio. Asustada, trato de imaginarme su vida al otro lado del mundo. En una de las zonas más pobres de Bolivia, sin agua corriente ni móvil. 

 ©María Pilar
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