El tiempo de pandemia se ha ido deslizando con desesperante lentitud. Por fin, con la pauta completa de la vacuna, la idea de volver al lugar en el que nací me entusiasmaba a la vez que sentía nervios. Siempre produce impresión el encontrarte con personas a las que no has visto desde hace mucho tiempo.
El pueblo es como uno de esos barcos amarrados entre suaves lomas, con esa luz especial que tanto añoramos los que vivimos en el norte del país. En compañía de Ana Mary, el hilo que me mantiene apegada a mis orígenes, recorremos el amplio y solitario paseo sombreado con plátanos y nos metemos en las viejas calles de la infancia. Mi vista las transita libremente confrontando recuerdos con la impresión de que la vida discurre como siempre, inalterada. La brisa nos trae aromas de plantas aromáticas y escuchamos el canto del hermoso pavo real en un jardín antes de pasar por la casa de los pájaros. De repente, algunos cambios me conectan con la modernidad del momento. Llamo modernidad a la apuesta de los jóvenes por instalar su hogar en el campo del que emigraron sus abuelos. Seguramente anhelan el espacio al aire libre, contacto con la naturaleza y también un coste de vida más económico.
Las suyas no son casas con soportales y patios interiores como las tradicionales, sino que tienen amplios porches y jardines con vallas alrededor. Están ubicadas en la parte alta del pueblo junto a sombras de casas que un día fueron y puertas selladas que esconden entre paredes de adobe la verdad de los que las habitaron. ¡Es tan misterioso y desolador ver casas cerradas que resisten con heroicidad el inclemente paso del tiempo! En algún momento, sus antiguos moradores se marcharon y nadie vino a reemplazarlos. Lo que les empujó fue una vida de sufrimiento y no la belleza natural con la que mis ojos de turista miran el enclave del pueblo. El lugar no era bueno para la vida de esas personas y emigraron buscando un futuro mejor. Cuántas veces habían levantado la cabeza de los campos de cultivo para ver el paso del tren que cruzaba la vega acercándoles vidas de ensueño. El lugar exalta la imaginación. Aporta historias, añoranza de una vida que ya pasó. Puedes escuchar los ecos de los que se fueron soportando con dignidad el desarraigo.
En aquellos días, la zona alta de la calle Mayor y sus callejuelas adyacentes se fueron deshabitando y en estos tiempos, han empezado tímidamente a ocuparse con esa nueva construcción, más moderna y funcional. Normalmente, después de recoger la mala cosecha de un verano precedido de una sequía intensa, el hijo mayor, la esperanza de la familia, se iba del pueblo; muchas veces, la familia entera. Todos, cargados con bultos lo atravesaban a pie, cabizbajos, hasta la parada del coche de línea que estaba enfrente de la Cantina de Simeón. De allí, se asomaban los que tomaban el orujo mañanero para mirar en silencio aquella comitiva, como si se tratase de un entierro. También, algunos carros tirados por mulas, abarrotados de enseres entre los que asomaban caras de niños de mirar asustado, se fueron y no volvieron nunca más. La gente comentaba se ha ido tal familia, decían el apodo porque todas lo tenían, y eso era todo. ¡Cuántas historias yacen subterráneas en torno a aquella emigración de los sesenta!
Cuando llegaba la luna grande de octubre, pegaba de lleno sobre la higuera del corral hasta la pared de mi dormitorio donde se proyectaba una rama oscura que se movía levemente. Yo, una niña de pocos años, observaba perpleja el espectáculo. Para entonces, la higuera ya no tenía dueño que recogiese los higos en cestas de mimbre. Tan solo los pájaros los picoteaban y reventados se estampaban en el suelo dejando un cerco de almíbar que brillaba al sol.
En lo más alto, cerca del camino de la Yesera, nos encontramos con el hoy abuelo Pedro Navas. Ha regresado a la casa en la que nació. Y allí vive. Él puede hablar de aquel tiempo tan extraño cuando admirados contemplaban la primera cosechadora que, a su vez, sería la que los empujase a emigrar. Del pueblo lo sabe todo, parece un libro abierto. Su contar me atrae con una curiosidad inquietante porque oyéndole descubro que me lleva a un mundo en el que yo ya he estado. Comenta sobre personas que creo recordar, pero mi mente ha perdido sus nombres y le oigo nombres que no puedo ubicar ni ponerles cara. Lo que daría por escucharle horas y horas para poder ir cubriendo los vacíos de mi memoria.
He disfrutado mucho leyéndote, María Pilar. Vivo en un pueblo chiquito donde todos nos conocemos por el apodo. Mi abuela me contaba historias parecidas. Lo vaciado debe volver a llenarse, todo es renovable en este mundo. Te felicito, me encantó.
ResponderEliminarMil besitos para ti ♥
Gracias, Auroratris. Lo vaciado vuelve a llenarse, así es. Los abuelos tienen que estar perplejos, pero orgullosos. Estoy segura.
EliminarBesos 😘😘😘
Me conmovió tu historia muy bella y real. Te mando un beso
ResponderEliminarGracias, Citu.
EliminarUn besote!
Buen relato de lo qué fue y ya no será.
ResponderEliminarAhora es otro mundo con otras gentes y suerte que con ello el pueblo puede continuar.
Besos.
Gracias, Alfred.
EliminarBesos.
me da paz leerte
ResponderEliminarsaludos desde mi dia
Gracias por dejarme tu comentario, Mucha.
EliminarSaludos y feliz día.
Pilar, hago mío tu relato. Yo también regreso al pueblo, paseo por los recuerdos y escucho las voces de los que se fueron. Lo cierto es que recogemos la fortaleza, la ilusión y los sueños que aquí se quedaron. De alguna manera renovamos el alma y la tierra y las gentes se alegran de nuestra vuelta.
ResponderEliminarMi felicitación por la profundidad, la magia y el cariño que has puesto en las letras, amiga.
Mi abrazo entrañable y admirado.
Gracias, Mª Jesús por tu entrañable comentario. Siempre digo que lo que escribimos no cobra vida hasta que sea leído e interpretado por un lector que lo enriquece y completa.
EliminarTodo mi cariño en este abrazo. María Pilar.
Woow, se siente el cariño en cada frase. Me has hecho ensoñar.
ResponderEliminarBesitos de anís.
Y yo siento la cercanía de tus palabras.
EliminarBesos mis, preciosa.
Algunas nos quedamos y siempre añoramos el retorno de los que os fuisteis, aunque sea con una breve visita.
ResponderEliminarMi paso por ahí ha sido una inyección de ánimo. He vuelto feliz. ligera de lastre, me siento flotar.
EliminarUn fuerte abrazo.
QUE HERMOSO RELATO MARÍA PILAR, EN LOS VIEJOS PUEBLOS VIVEN LOS DUENDES DE NUESTRA INFANCIA, Y LO HAS RELATADO CON TANTA EMOCIÓN QUE LLEGA AL CORAZÓN.
ResponderEliminarMARIAROSA
¡Cómo me gusta eso de los duendes de la infancia!
EliminarGracias infinitas, Rosa, por dejarme un mensaje tan hermoso.
Magnífico relato. Toda profundamente la fibra, dejando variopintas sensaciones.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me alegra que te haya llegado, Chema.
EliminarUn abrazo.
En los pueblos, la vida es otra. Y si no que les pregunten a los habitantes de Puerto Hurraco.
ResponderEliminarPara bien o para mal, en los pequeños pueblos todo se vive con más intensidad.
EliminarMind blowing blog
ResponderEliminarThanks, Rajani. I'm glad you like it.
ResponderEliminarUna reflexión acerca de por qué son abandonados los pueblos provincianos. Por cierto, yo sigo a un bloguero que se encarga de visitar y documentar pueblos abamdonados de España.
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