El móvil comienza a sonar justo cuando el tren va a entrar en la curva maldita, donde hace unos años ocurrió la tragedia. Dicen que los cables de la catenaria siguen contando la historia con un gemido quejumbroso de voces agonizantes.
En ese momento, a los viajeros los estremece una extraña vibración del convoy que pasa a toda máquina por aquel punto negro. Las maletas saltan de los compartimentos y caen al suelo de manera estruendosa, los billetes salen volando y los pasajeros se agarran a los asientos hasta hacerse daño en las manos. Un viento frío los recorre trayendo el olor a sangre y gritos desgarradores. Quieren salir pitando, pero ninguno se atreve a ser el primero. Las imágenes del tren convertido en un amasijo de hierros sanguinolentos sobrevuelan las mentes de todos ellos. Yo estoy de pie entre los raíles. Esperando a ese tren precisamente. La curva es extremadamente peligrosa. El teléfono sigue sonando, ¡maldita sea!, nadie lo coge. Piensan que van a morir ese día, en ese momento.
Cuando pasan la curva, el teléfono calla. La máquina responde con alegría. El maquinista feliz pita a la salida. Un silbido de tren que marcha ganando terreno. Una rareza que no pase nada, pero yo espero. Mi paciencia es infinita. Los pasajeros recomponen su figura. Y cuando lleguen a la estación cogerán sus maletas y se irán satisfechos a su lugar de destino. Nadie, nunca, comentará la experiencia. Esta permanecerá en el más absoluto de los secretos.