24 abril 2020

2020: Sin primavera

Mi plaza, que es lo único que veo desde mi ventana, es hermosa sin ser perfecta. A la vista ofrece rasgos irregulares que le dan una personalidad propia. El sol se cuela entre las hojas de los árboles que lucen un verde primaveral y seguro que les hace cosquillas para sacarles esos reflejos imperceptibles y transparencias de luz que hacen palpitar a la vida. No, no lo consigue porque está herida por el silencio. De ahí ese sentimiento inmóvil y la expresión contenida. Y es que, a pesar de la belleza que la viste estos días, está quieta, parece reflexiva; seguramente piensa que le falta la risa y el llanto, el placer y el dolor de los que la vivían.

Esa vida cuajada de trinos que sale de su vegetación exuberante, le hace añorar, aún más, la presencia de los niños que pisaban su césped cuando se les iba el balón, el jolgorio de los bares y terrazas hoy cerrados, los ancianos sentados en sus bancos, las tiendas, los paseantes y a todos los que formaban parte de su sentir y pensar. Ya se han caído las delicadas flores de los prunos y ni nos hemos enterado. Un matrimonio con unos niños están pintando arcoíris que van pegando en los cristales de las ventanas, otras personas solitarias miran desde sus terrazas como yo. Tal vez les suba una congoja al ver la primavera pasar.

El mensajero anunciador se adelanta un minuto y toca una trompeta a las 7,59 de la tarde. Con la música del Resistiré la gente emocionada empieza a aplaudir como un reloj adelantado. Una emoción, un escalofrío, una canción por los que se han ido y por los que están salvando vidas. Aplausos sentidos, atronadores, resuenan como un conjuro en esta plaza del silencio para aunar esfuerzos y romper los muros que nos separan desde ese día aciago que quedará escrito donde nunca ha de habitar el olvido.

© María Pilar
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19 abril 2020

La hechicera

Aquella mañana, mientras Eulalia desayunaba en la cocina de su caserío pensaba que, por fin, tenían acorralada a la hechicera. El pueblo entero de Eguílaz estaba dispuesto a atestiguar en su contra y eso, en parte, era mérito suyo como le reconoció el padre Joseba Lejarreta cuando fue a confesarse. Con aire distinguido y el pelo blanco sedoso, dibujó una sonrisa complacida.
No sabía que esto solo era el preludio de lo que estaba por venir.

El reloj de la iglesia daba las doce campanadas cuando la luna llena paralizada allá arriba congelaba la noche. «¡La hora de las brujas!», se dijo Eulalia al santiguarse. Inquieta notó que alguien empujaba suavemente la ventana de su cocina. De repente, un gato negro encrespado fijó en ella sus pupilas verdes, lanzó un maullido terrorífico y le saltó encima propinándole un zarpazo en la cara. Se retorció de dolor, pero no se rindió. El grito que pegó, esencia del susto que la aterraba, huyó como un poseso golpeando puertas y ventanas de vecinos que permanecieron cerradas.
Lacerada, apretó los dientes, cogió el atizador y corrió enloquecida tras aquella bruja metamorfoseada que saltaba de un lado a otro produciendo un estropicio en la cacharrería de la cocina. Desde lo alto de un armario, la miraba con la línea de sus pupilas centelleando como luceros rasgados. Eulalia, temblando, no tanto por el dolor físico como por el espanto que aquel animal le inspiraba, lanzó por los aires el atizador y logró endiñarle un leñazo. Al marcharse bufando dejó el olor fétido de la orina que se esparcía por el armario marcando el territorio.

En aquellos tiempos sin confinamiento, las mujeres socializaban en la tienda del pueblo. Ese día, rodeaban muy alteradas a Eulalia que con agitación nerviosa contaba el insólito acontecimiento del que había sido víctima.
—Al anochecer se transforma en un terrible gato negro —les dijo en un susurro que estrechó aún más el cerco de las mujeres en torno a ella—. Pero le aticé un buen golpe en la pata derecha delantera —añadió con una vivacidad exagerada tras la que pretendía ocultar el terror supersticioso que sentía.
La misteriosa hechicera, una mujer madura de gran belleza, se acercaba sigilosa. Al oír parte de la conversación tosió de manera fingida; todas se callaron. Llevaba vendada la mano derecha.

Un ruido extraño despertó sobresaltada a Eulalia. Las cortinas se movían por la brisa que entraba por la ventana y el crepúsculo aportaba su misterio a la habitación. Se incorporó sobre las almohadas, alerta, escuchando. No ocurrió nada. Ya estaba pensando que había sido un mal sueño cuando aquella matraca irrumpió de nuevo en el silencio de la noche.
—¡Madre del amor hermoso! —musitó sin apenas aliento.
Venía de algún lugar de la casa. Taca-tacataca-taca. ¡¿Qué era eso?! Con el corazón en un puño salió de la cama. Sintió el frío helado que le subía por los pies al tocar las baldosas del suelo, apretó las manos temblorosas sobre el pecho y empezó a andar intentando ver en la oscuridad. Taca-tacataca-taca. El sonido salía de la alcoba de su madre. Estaba cerrada, como siempre. Escuchó aterrorizada. Taca-tacataca-taca. Lo había oído de niña. ¡Era la máquina de coser! Y después, el chillido prolongado y agonizante de un hombre. Petrificada por el espanto se quedó con la mirada gélida fija en la puerta. Con los pelos como escarpias, acelerada, logró abrir el pestillo. En el olor del cuarto en penumbra reconoció a su madre, la máquina cubierta de polvo guardaba la ausencia de su dueña, la caja de costura y el acerico con los alfileres; todo estaba igual, pero parecía envuelto en una atmósfera hostil. Recordó a la ama cosiendo por la noche en aquella casucha que vivían las dos. El señor Gonzalo Amez, el más rico patrimonio de la zona, las sacó de pobres al casarse con ella, una adolescente. Estaba nerviosa, sola y muy asustada. Los sueños se le rompieron en mil pedazos. El alarido del hombre le corroía las entrañas, pero se llevó una mano a la boca para no dejarlo salir. Solo dijo haber escuchado el golpe seco al caer desplomado en su despacho con la taza de té vacía. «Un infarto», aseguró el doctor.

Por primera vez aquella mujer erguida frente a todo se doblegaba sobre sí misma con el gesto descompuesto, vencida. Sus ojos azules cargados de arrugas se humedecieron. Los cerró para detener las lágrimas que querían salir. Cuando los abrió de nuevo tragó el nudo de emociones que no se permitía derramar y, de manera atropellada, volvió sobre sus pasos para encender velas blancas al San Cipriano que tenía encima de la cómoda. Empezó a mover los labios en un murmullo de rezos al santo especialista en deshacer maleficios hasta que agotada cayó en un sopor. Una vela prendió la cortina, ardieron vigas de madera y muebles. El crepitar del fuego mitigó sus alaridos y en el momento que envuelta en humo huía de la habitación, rodó por las escaleras. Su memoria cargada de espíritus empezó a borrarse.
La gente se fue congregando en silencio ante la casa. En su mirada de horror las llamas. Algunos lloraban. Se santiguaban. Suplicantes miraban al cielo. Un olor fétido se impuso al del humo y quedó flotando en el ambiente durante largo tiempo. El temor que tenían a los poderes de la hechicera les hizo volver a sus casas con pasos inquietos.
© María Pilar
(900 palabras)
ama = mamá
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