¡El espantapájaros! Recuerdos de infancia, aplausos infantiles, miradas temerosas. Los lugareños cachiporra en mano, hartos de que los intrusos visitantes alados les devorasen las frutas, decidieron declararles la guerra y no cejar hasta acabar con ellos o que pactasen una retirada en desbandada. El revoloteo, gorjeo y trinos, exasperaba aún más a los del bastón que enfurecidos arreciaban contra las alegres aves cantarinas. Éstas, cual imán, se sentían atraídas más y más por las rojas y carnosas cerezas. Reunidos en asamblea pequeños gorriones, negros tordos, coloridos petirrojos, cantarines canarios, camuflados mirlos y vencejos revoloteando, decidieron copiar el mimetismo del lugar y pasar desapercibidos ante el ojo humano. Con la tranquilidad y el silencio, los lugareños dormitaban la siesta, lo que era aprovechado por las ágiles y astutas aves para hacerse con el fruto. Al límite de su paciencia, los hombres crearon, cual dioses supremos, un ser a su imagen y semejanza, un ser
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