24 diciembre 2017

Un cuento de Navidad

Sergio va caminando por la Gran Vía de su ciudad, una calle llena de rostros ausentes. Solo y aterido de frío, extravía la mirada por su entorno. No, no brillará un cielo cuajado de estrellas, la potente iluminación navideña lo impedirá. Se detiene ante un contenedor de basura y con el cuerpo invertido rastrea las fauces del abismo. Lo que ve bajo la azulada luz le produce un estremecimiento: Cuento de Navidad de Charles Dickens. Tembloroso, lo coge. Se cubre los ojos con una mano gélida de mugre y las lágrimas ruedan al ritmo de sus espasmos. Es su voz de niño la que le llega desde el cálido hogar familiar:
—Mira mamá, ¡y también un cuento! ¿Me lo lees?
—Es tarde cariño, dormimos y te lo cuento mañana.
El pisar de algunas personas cruje en la nieve helada. Cual sombras en la noche, con grandes bolsas de regalos, pasan raudas mirándolo con desconfianza. Después, el silencio sólo es traspasado por las notas nostálgicas de un piano que desde un bar cercano perpetúa la canción "Oh blanca Navidad". ¡Cuánta nostalgia!
La calle de su ciudad le recuerda tanto a aquella del cuento: «Conozco esta calle, hasta esa casa del codicioso Mr. Scrooge que me ha puesto donde estoy, no se saldrá con la suya, tengo una familia que me espera».
El viento frío azota y los abetos le echan la nieve que les sobra. Aparte de eso, lo único que lleva consigo es una determinación que va resquebrajando la opresión de su interior.
Una hora más tarde, dos niños alegres y bulliciosos no paran de reír con la boca llena de mazapanes. Es tan amplio el surtido de los productos degustación en esos grandes almacenes que tienen la fiesta garantizada.
—Hace tiempo que no los veía tan felices —dice el padre rejuvenecido recién afeitado mientras ella con los ojos vivarachos lo mira con admiración.
—Haremos que disfruten de una noche inolvidable —le contesta emocionada —.Tendrán el regalo de una mamá que los arrope antes de dormir y luego...
—Luego yo les contaré un cuento de Navidad.
© María Pilar


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23 diciembre 2017

El gordo de Navidad

Querido Papá Noel:
Cuando llegué a esta ciudad la encontré hermosa. Los abetos emitían destellos a ritmo del palpitar de los corazones, las calles adornadas con guirnaldas y luces navideñas parecían las nuestras; hasta el frío era similar. Me sentí orgulloso de ser tu legítimo mensajero, porque… ¡Qué decirte de unos impostores “Papá Noel” diminutos que intentaban colarse por las ventanas! ¡Jo, jo, jooo! Mi duende travieso se despertó y, tan regordete y cachetón como soy, quise conocerla mejor.
Al pasar por delante de un bar me atrajo el bullicio del interior. Hablaban muy alto, a la vez que seguían ansiosos la TV.
— ¿Ha salido el Gordo? —preguntaban algunos.
Una amplia sonrisa me iluminó la cara. Pues claro que había salido, Rovaniemi quedaba muy lejos. Nunca, en ningún lugar del planeta, nos habían esperado con tanta expectación y eso era de agradecer.
De repente, rugieron a una sola voz: “¡El Gordo!”
Por fin me habían visto. ¡Qué fue aquello! Se abrazaban, saltaban, cantaban, atronaban los corchos de las botellas de champán… Feliz y contento le guiñé el ojo a un joven para darme a conocer. Me dio tal empujón que me hizo trastabillar; otros me zarandearon y patearon; a mí, un ser tan sensible. ¡Qué pesar me entró!
Una voz de entre la masa gritó:
— ¡Me ha tocado el Gordo!
Como para no tocar a nadie entre aquella barahúnda; pero por qué aireaba orgulloso aquel boleto con el número 71198. “Un viaje alrededor del mundo” —decía— “El coche de mis sueños”. Definitivamente, la situación era de locos.
— ¿Dónde ha caído el Gordo? — Me quedé aturullado.
Cómo preguntaban dónde había caído si lo estaban viendo. En medio de tanta asfixia perdí el gorro, la capa ribeteada de armiño y acabé con mis calzones rojos hechos jirones entre cajas y papeles de embalar; justo al lado de unos contenedores abarrotados y pestilentes desde donde te escribo. Necesito ayuda, Papá Noel. Siguen pasando como una exhalación tras un gordo que no soy yo. Surcos de lágrimas afean mis mejillas. Imposible competir con la magia de “alguien” que, sin dejarse ver, reparte tanta ilusión.

¡Feliz Navidad!

© María Pilar
Nota: El Gordo es el primer premio de la lotería de Navidad en España.
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09 diciembre 2017

Proclama en busca de autor

¡Qué pesadilla de familia! ¡Qué matraca de canción! Los nietos, los hijos y hasta el abuelo con su bastón, todos a una como un hatajo de fantoches cantando sin ton ni son:
Soy un salero, azucarero
La batidora y una olla “express”
Chu, chu...
Caricaturizan mis sofocos, parodian mis pitidos irritantes, se burlan de las gotas que se escapan por mi válvula floja. ¡Qué horror!
Toda la vida trabajando para ellos, todos los días sudando la gota gorda a un ritmo frenético y, ¿para qué? Para que me torturen con ese soniquete, se me aflojen los tornillos y un día mi onda explosiva los atrape sin consideración. Nunca he pedido nada, ni gracias por los servicios prestados y eso que si no fuera por mí, quién los habría alimentado. Pero ya que se ponen, una pintura de mi orondo perfil en un bodegón, un poema que emocionase los sentires de mi alma agrietada o una partitura para cantarlo a ese ritmo lento tan diferente al mío... Estoy quemada, agobiada, a punto de estallar, los gases me colapsan y este es el gemido envuelto en lágrimas que sale de mi interior. Conozco bien mi destino y lo cumplo entregada al máximo como una gladiadora en la arena de mi coliseo particular, la cocina. Pero relegada a mi lugar de trabajo piensan que con cualquier cosa me han de contentar. No, yo no soy una mujerzuela de usar y tirar. 


Si Richard Pockrich encumbró al vaso con su sinfonía de cristal y Manolo Blahnik ha elevado al zapato a la categoría de obra de arte, ¿por qué yo no puedo tener mi autor? No me digáis que tengo ideas de bombero. Es lo justo, creo. Un Yuri Suzuki, por ejemplo. Admirador de las sonoridades domésticas, ¡qué no haría si se fijase en mí! Una mirada suya captaría mi esencia y la registraría en sonidos que provocarían el disfrute y la admiración.


De lo contrario, ¿os imagináis el mundo con un parón generalizado de las ollas a presión?
© María Pilar
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27 noviembre 2017

Las palabras cuentan historias

«El chino lleva coleta» fue la primera frase que leí de seguido en mi cartilla. ¿Un chino con coleta?, me pregunté. No podía ser. Las chicas llevábamos coletas y no los chicos que todos iban con el pelo corto. 

Tenía cuatro años y era mi primera escuela. Sentada en un banco corrido intentaba escribir la Ch entre las dos líneas marcadas en el cuaderno, pero por más que apretaba el lápiz la Ch rebasaba los límites. Se parecía a Alfonso, el compañero gordinflón que tenía al lado. Siempre ocupaba su sitio y parte del mío y yo tenía que hacer equilibrios para no caer al suelo por los codazos que me propinaba. 

Era por la mañana. Lo recuerdo muy bien. El sol entraba a raudales por los ventanales que daban al patio y la luz peleaba con la atmósfera cargada que te invadía al entrar en el aula. Olía a polvo de tiza y hollín, a madera encerada y libros viejos. El rosal blanco ya había abierto sus capullos y lucía espléndido. Soplaba algo de viento porque las rosas se movían. ¡Los bellos y espinosos rosales del patio! Una vara de uno de ellos tenía la profesora, Doña Alejandra, encima de la mesa. Levanté la vista para fijarme en la hucha de cerámica con la cabeza de un chino que también estaba en la mesa de la profesora. Mi distracción no le pasó desapercibida. Acababa de descubrir la coleta de pelo negro que aparecía bajo el gorro oriental cuando me nombró. Sentí frío al encontrarme con su severa mirada. Sus ojos pequeños y vivos me asaeteaban desde la tarima en la que se alzaba.
—¡Sal al encerado! El grito me hizo dar un respingo.


 Acoquinada empecé a andar en dirección al estrado con la vista fija en la punta de mis zapatos. La madera vieja del suelo parecía temblar y se quejaba con leves crujidos. El sol se nubló y percibí lo triste que era mi escuela con su inmensa pizarra negra bajo la foto de Franco y la cruz. Sabía que veinte pares de ojos me estaban observando. Y escuché el silencio. El silencio del miedo que te avisa que algo muy gordo va a ocurrir. Mi desasosiego crecía al compás de las pulsaciones que atronaban en mi cabeza: pum-pum, pum-pum. Estaba segura que los otros niños también las escuchaban y me avergonzaba no poder evitarlo. Mis pies se hicieron torpes al subir los tres escalones que marcaban la división de los dos mundos del aula. Me dolía la tripa. Doña Alejandra cruzó los brazos en actitud de tener todo el tiempo del mundo y dijo impaciente: 
—Vamos, que es para hoy —. Al menos no tenía la vara en sus manos huesudas. 

La mano me temblaba. Toda yo temblaba. Apreté los labios y escribí sin poder evitar el chirrido de la tiza. Supe lo mal que lo había hecho cuando al terminar sonó la bofetada que me estampó en la cara. No sé cómo regresé a mi sitio. Creo que bajé los tres escalones dando trompicones sorbiendo mocos y lágrimas. Algunos niños se tocaban la mejilla con gesto de dolor y hasta Alfonso se encogió para hacerme sitio. Sentada entre ellos pude ver lo que había escrito.

Las diminutas palabras, sudorosas por el arduo trabajo, formaban una cáfila que se empeñaba en escapar de una escuela que daba miedo. El chino se contoneaba, la coleta era zarandeada por el viento y las otras letras seguían dando tropezones. Todas ascendían tercas como mulas por lo empinado del cerro por el que intentaban huir. Su murmullo entrecortado me permitió escuchar: «El chino lleva coleta»

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26 noviembre 2017

Movida en el museo del Prado

Esa tarde de domingo flotaba una atmósfera especial en el museo. Los personajes desde sus cuadros me manifestaban una actitud inquieta y  al fondo había un runrún audible que me desconcertaba. El sonido de mis tacones apresurados se escucharon por los pasillos hasta llegar a la sala que me interesaba: Las meninas. Cuál no sería mi sorpresa al constatar que los focos de luz pintaban un cuadro de pared deshabitado. De la bella infanta, con su vestido blanco de princesita, aprendiendo los ritos del coqueteo que le enseñaban sus meninas, nada. 

El ángel de Fra Angélico le susurró a María el misterio: Las Meninas habían desaparecido. Los susurros cobraron eco y en El jardín del Bosco se preparó tal caos entre dimes y diretes que el vigilante se temió lo peor. Alguien gritó que esta situación los colocaría en el primer puesto en el ranking de visitas y esto, les animó a celebrar desnudos una bacanal al arrullo del agua que expande el aroma de la naturaleza fresca. 

Alberto Durero, sin mover la cabeza, giró los ojos hacia la derecha para indicar el camino por el que había salido corriendo el ladrón. Quién sabe si lo hacía para evitar que se supiera su complicidad en el tema. Esa dirección tomó el vigilante del museo que pasó como una exhalación. 
El caballero de la mano en el pecho, sin que nadie le preguntase, juraba por su honor de caballero que él atraparía al culpable. Paparruchas de princesas dijo La vieja friendo huevos entre el olor a fritanga. Pidió al niño que le alcanzase la crujiente hogaza recién horneada porque bien sabía ella que no hay nada comparable a esa costra calentita con la miga blandita a la hora de cenar. 

Las tres gracias, generosas y perfumadas, opinaban que ellas no tenían nada que ocultar y la Maja vestida con ropas de alto copete, tumbada en un diván sobre almohadones en postura insinuante y con los brazos tras la nuca para exhibir su sensualidad, proclamaba con voz meliflua: “A mí que me registren”. 

El vigilante, desesperado, claudicó y se unió al grupo de borrachos que bebían sin vacilar. Prefería esa controlada rigidez mecánica del borracho a caer en el estupor ante tanta habladuría enloquecedora.
© María Pilar
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21 octubre 2017

Qué sola queda la casa

En tu casa que era mi casa
Sigues tras la ventana
Recoges miedos en el aire incierto
Viento de agosto que el pan amasa
Qué lentas pasan las horas
Bajo la tierra seca y espigada
Dan vida a las sombras
Jirones de fantasmas
El parpadeo del sueño
Me alarma
Esperar que se rompa el silencio
Y anunciar el alba
Un carro toma la calle
De madrugada
Su traqueteo noctámbulo
Me acerca a tu cama
Y al oído te digo
El vecino ya toma ventaja
Despiertas del sueño
Te levantas
Te vas al amanecer
Qué sola queda la casa
© María Pilar


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25 septiembre 2017

La gloria venidera



Datos técnicos Editorial: 
Independently published 
Nº de páginas: 144 Formato: 
Tapa blanda / Epub 
ISBN: 9781521597675 
Año de edición: 2017  

La Gloria Venidera es un encanto de novela corta, una joya literaria que brilla en todo su esplendor. Nos dice el escritor-protagonista: «Escribir es un acto gozoso». Un gozo es para el lector encontrase con una obra así. Para leer lento, degustar y disfrutar de la esmerada escritura, del armonioso balanceo de las palabras, de su prosa cuidada, del rico y elegante estilo al que ya nos tiene acostumbrados la autora; con citas de importantes autores dignas de encuadrar. Todo gracias a un exhaustivo trabajo de corrección para unificar el estilo, arreglar los desajustes de la trama y pulir el lenguaje. Muy jugoso el capítulo que dedica a los críticos literarios. 

Sin duda, la gran protagonista es la Literatura. Es el eje del libro, domina la vida tanto de Javier, el protagonista, como de su mujer. Los dos la cuidan y miman como a una hija y se amoldan a sus exigencias para que él consiga que crezca hermosa, la admiren y sea reconocida por el gran público y la crítica. 

Su argumento es tan original como verosímil. El protagonista, el propio escritor, nos descubre su interior sin la máscara de la ficción, con sus vicisitudes y su desasosiego frente al instante temido de la toma de la decisión más importante de su vida: Debe seguir dedicándose a la creación literaria que le apasiona, aunque le ha empobrecido, o volver a trabajar por cuenta ajena, cuando lleva años sin hacerlo. La incertidumbre lo corroe y para afrontarla empieza a escribir un diario personal donde plasma su relación con la Literatura y el entorno que la rodea. En esta tarea lo ayuda su faceta de lector. Una muestra son esas frases de importantes escritores que lo ayudan a reflexionar. «Hoy sé que estoy en mi camino, en el mío, no en el que los demás diseñaron para mí». Ahí nos encontramos con él como lectores. Tomamos partido, queremos empujar hacia ese lado el peso de la balanza. ¿Quién no se ha visto ante una toma de decisión fundamental que le va a cambiar la vida por completo? 

Muy recomendable para todos los amantes de la Literatura, en especial para los que tengan interés en conocer todo lo que conlleva el arte de escribir. En todo momento he sentido el pulso literario de Isabel. ¡Felicidades! Y gracias por regalarnos un tiempo de lectura tan enriquecedora como satisfactoria.

13 agosto 2017

Instantes

Empiezan las rebajas.
Al cruzar la calle ante unos grandes almacenes, un cabello corto, muy fino, de color castaño, capta mi atención entre la gente. Se me pierde entre la multitud apresurada que intenta encontrar las mejores gangas. Poco después, una mano de mujer adulta con una alianza de oro en el anular derecho, se atusa el pelo.
La sigo.
Me llega su voz, oigo su risa.
Noto cómo agacha un poco la cabeza para protegerse del viento frío que da de cara. Se sube el cuello del abrigo azul.
Una chispa de emoción me recorre.
¡Es ella!
Llena de entusiasmo agilizo el paso de manera atropellada entre los que me rodean. Tengo tantas ganas de hablar con ella, de sentir su cálido abrazo. Sus manos. Siempre haciendo algo, nunca quietas.
Las imágenes también se atropellan en mi cabeza.
Me veo de niña.
Siento cómo esas manos me hacen las trenzas o me prueban la ropa que me hace nueva. Manos seguras, fuertes, manos de madre que parecen multiplicarse.
Sentir que está ahí, pasar mi mano por la piel tan fina de su cara... Son experiencias tan cálidas, que mi corazón se llena de una oleada de sentimientos.
El cariño se desborda y quiere provocarme el llanto.
"Mamá", grito.
No se vuelve, sigue su camino. Otras personas me miran sorprendidas.
Corro hasta ponerme a su nivel. Estoy a punto de cogerla del brazo cuando... Se gira.
Mi madre se desvanece.
Es una extraña.

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25 julio 2017

Entre sueños y realidades

Salgo de Ponferrada con la mochila a la espalda y paso ligero para aprovechar la fresca del amanecer. Los kilómetros recorridos desde que empecé esta ruta del Camino de Santiago empiezan a pesarme en las piernas. El cansancio se va acumulando. Los pies recién curados de sus llagas me piden a gritos un descanso. Me animo sabiendo que la meta está ya cerca.

Pronto las nubes se cierran y empiezan a descargar enfurecidas. Se les une un viento frío racheado que hace que cada uno de mis pasos sea una lucha titánica. Arrastrando los pies doloridos, aterido de frío y calado hasta los huesos, entre un ambiente gris gélido, llego al albergue avanzada ya la tarde.
A duras penas, he logrado superar la etapa de hoy.
El pórtico de la Gloria que veía tan cercano cuando empecé esta aventura, hoy se me desvanece.
Todo me da vueltas.
La joven del albergue me abre la puerta.

Sobre mis huellas de olvido y flashes de memoria, una luz irreal lo ilumina todo. La joven, de blancura virginal, vestida con las olas azuladas del mar, camina descalza. Siempre oí desde niño que para escuchar el mar basta ponerse una caracola en el oído, pero ella actúa como si siguiera la llamada de sus ancestros.
Se lanza directamente al agua y abriendo sus bellos ojos azul turquesa se siente libre nadando entre delfines, caballitos de mar y damiselas. Deja una estela de destellos dorados, el camino perfecto para seguirla. Y yo, que me siento atraído por ella, me quedo paralizado, le regalo el silencio de mis palabras desde la orilla.
Sumergida entre las salinidad del agua, parece detener el tiempo. Se alía con las olas y me ofrece el vaivén espumoso envuelto en el más bello e hipnótico canto jamás escuchado. Los pulpos salen de sus cuevas para festejar su paso, los corales se le adhieren para embellecerla y las estrellas de mar se fijan en su melena iluminándola.
De repente, se entristece. Parece luchar contra algo.
¡Ha caído en una red de pesca!
En el muelle, las mujeres de los pescadores cantan misteriosas canciones mientras cosen con cabellos de doncella un talismán en el entramado de la malla. Para evitar que sus maridos sean seducidos por sirenas, dicen.

Un delicioso aroma hace mover mis papilas gustativas. Me despierto envuelto en una manta.
Allí está ella.
Ultima un sabroso asado de carne.
© María Pilar
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19 julio 2017

Tras la huella de Sherlock Holmes

Siempre tomo el metro en la estación de Bayswater para ir a visitar a mi amigo a Baker Street. Nostálgico me adapto a los nuevos tiempos. El vagón va atestado de gente. La prisa los domina. Nadie parece reparar en mi presencia, para ellos soy un ser invisible en este rincón del vagón en el que me he acomodado. ¡Qué vida la de antes cuando viajaba en aquellos coches tirados por caballos!
Sacudo el cordón de la campanilla y la Sra. Hudson me conduce a la habitación que, anteriormente, había compartido con él. Aunque la mañana está avanzada lo encuentro en bata hundido en su viejo sillón con las piernas cruzadas y la vieja pipa de brezo entre los labios exhalando volutas de humo. La habitación envuelta en una densa niebla del tabaco me indica que lleva toda la noche trabajando. Es la luz de una lámpara que languidece sobre el escritorio atiborrado de papeles la que me permite ver su perfil aguileño con la mirada perdida en una boina roja que destaca, ente otros objetos, en la mesita anexa a la librería. Siempre que lo veo así me deja perplejo.
Sus maneras no son efusivas, nunca lo fueron; pero creo que se alegra de verme porque con una mano me señala el sillón libre y la licorera. Me sirvo dos dedos del cálido licor marrón y me siento frente a él que sigue fumando en silencio un buen rato. Algo importante se trae entre manos, espero pacientemente.
—Mi querido Watson, no podía venir en mejor momento —me dice saliendo de su ensimismamiento—. Hay una historia tan simple que resulta incomprensible que se nos torciera en su momento.
Mi mirada interrogadora hace que se ponga en pie con la impetuosa energía que lo caracteriza. Se frota las manos huesudas junto al fuego de la chimenea y abre las contraventanas para que entre la luz del día. Una ciudad entumecida se deshace en lluvia. La fachada de las casas de enfrente queda tan lejana y desdibujada como la historia que empieza a relatar.
—En octubre de 1886 participé, a petición del mayor Murphy, en un caso policial. La valija con los diamantes que el rey Leopoldo II mandaba a Su Majestad la Reina Victoria fue robada en Vitoria, una pequeña ciudad del norte de España. El emisario del rey, Henry Shelton, viajaba camuflado porque la misión que lo llevaba a Londres era secreta, por ello, se habían tomado los cuidados de no seguir las rutas habituales. Aunque se tuvo la máxima discreción para guardar la valija en la caja fuerte de la estación durante la media hora que paraba el tren, se encontraron el maletín vacío. El alguacil de la ciudad hizo la vigilancia reforzado por dos miñones en la puerta. Los tres alegaron absoluta ignorancia. Henry, el único que tenía la llave para abrirlo, dejó el caso envuelto en un gran misterio porque en cuanto se descubrió su identidad decidió volver al Congo. Para los de Scotland Yard fue el único sospechoso y en vano intenté hacerles ver que podía aportar algo a la solución del caso. Ya conoce mis métodos, amigo Watson, pero no pude aplicarlos. El agente Jones y yo tuvimos que regresar a Londres. Traje conmigo esta vieja chapela que el alguacil dejó olvidada en la sala de interrogatorio. Me acordé de ella ayer cuando vi con una igual al vasco que actúa en el Southbank Center con un espectáculo de magia para niños. La boina roja me iluminó como un rayo de luz en las tinieblas.
—¿Y piensa investigarlo? —le pregunto contagiado por su dinamismo.
—A mi manera, pero desde luego en presencia de un testigo —me dice con la plena confianza que me tiene.
— ¡¿Yo?! —respondo con la emoción que siento cuando lo acompaño en sus investigaciones.
—Si me hace el favor —me responde bastante excitado y con los ojos como centellas—. Esta noche canta Ainhoa Arteta en el Royal Albert Hall, le enviamos una invitación desde allí a su hotel.
—¿Y después? —pregunto a sabiendas que no soltará prenda hasta que el caso esté resuelto.
—Déjelo de mi cuenta —me contesta enigmático—. Si no lo consigo que saquen mi espíritu a patadas de esta ciudad que me cobija.
Cerca de las ocho llega el vasco al Royal Albert Hall con puntualidad inglesa. Unos seis pies de altura y los hombros de un Hércules, yo diría de noble corazón. La joven pelirroja del guardarropa, con gracia y coquetería, le pide el paraguas y la parka con forro polar que chorrea. «Qué ordinariez», musita al darse la vuelta para dejar la prenda en el guardarropa, «donde esté un buen "trench coat"». Tan vivaz como irrespetuosa le señala el gran brillante que centellea en el dedo meñique de su mano derecha:
—¡Con algo así uno tiene la vida resuelta!
—Es el único recuerdo que tengo de mi padre —contesta el muchacho con fuerte acento español.
—Sería joyero —añade ingeniosa mientras lo envuelve con sus chispeantes ojos azules.
—Era levantador de pesas —El espontáneo interés de la chica lo anima a hablar—. Mi abuelo, alguacil, se encontró una bolsita con diamantes. Se quedó con cuatro para jugar al mus con sus amigos y los demás, un joyero, que lo engañó a cambio de unas monedas. Mi padre nos repartió uno a cada hermano.
A pesar de estar habituado a la asombrosa habilidad de mi amigo para el empleo de disfraces tengo que mirarlo detenidamente para convencerme de que es él. Se ha caracterizado de moza y vaya que da el pego. Los ojos no son los de Holmes sabueso, la nariz aguileña, tal vez. Desaparece y regresa en breves minutos.
—¡Quién iba a decirlo! —exclamo—. Se ríe hasta sofocarse y cae repantigado en una silla.
—Elemental —dice echando a andar.
Los dos nos esfumamos en la neblina fría y lluviosa de la noche londinense.
© María Pilar
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27 junio 2017

Prólogo sobre Ver dos veces las cosas


Conozco a Froilán de Lózar a través de su blog Curiosón. Fue una grata sorpresa que me pidiera leer este libro y escribir el prólogo. La tarea ha sido todo un placer. Ver dos veces las cosas es la ventana que nos ofrece el autor para que observemos y conozcamos el enorme potencial ecológico, turístico e histórico de la Montaña Palentina. 

Una recopilación de artículos que no es autobiográfica, pero no cabe duda que trata de algo que le concierne y mucho. Porque de eso también va el libro, de ese paisaje interior que fue para él el descubrimiento de su tierra, ese pequeño país que lo vio nacer y que, intuyo, en su descripción ha influido mucho la añoranza. 

Son maravillosos relatos con corazón, atravesados por la mirada nostálgica del autor y habitados por hombres y mujeres de la tierra a los que dedica este libro como homenaje y por los que toma partido. 

El eje vertebrador de todos ellos es la constatación seria y preocupante de que la despoblación es un hecho y que la Montaña se muere. Ante esta triste realidad de paulatino abandono y olvido, contagiado por el vigor y la admiración de estos pueblos y las historias que tejieron, desea que se conozca y se difunda a los cuatro vientos su grandeza. 

Enamorado hasta la médula de esta tierra y con el orgullo de pertenecer a ella, se propone dejar constancia de su rico legado para que llegue a las generaciones venideras. Su lenguaje emotivo, contundente y reiterativo, posee una fuerza narrativa que no deja indiferente al lector; con ese sustrato de impotencia frente a la adversidad que no le impide dejar de soñar. 

Si buscas que la narrativa te coloque frente a historias vivas, estarás encantado. Cada título tiene su propia voz, y digo voz porque es un libro que se escucha como el boca a boca de las narraciones antiguas. 

Si tuviera que resumirlo en pocas palabras, diría que es un aldabonazo hecho palabra, la fuerza del mensaje arrastra, y el grito de la bella y desconocida Montaña atrapa. No podemos quedarnos como meros observadores, nos sumergimos entre esas gentes y nos emocionamos como lectores, y todo cobra una nueva dimensión porque estamos escribiendo nuestro relato. 

Es literatura y es viaje. Aguilar es la puerta y entrando por ella nos llega ese aire de siempre impregnado de galleta recién horneada, que ya es recuerdo. Se acerca la montaña. Nos sentimos montañeros embelesados con el colorido de los balcones cuajados de flores. En la marcha degustamos la gastronomía del lugar en una cocina con trébede cargada de recuerdos donde somos muy bien acogidos. Nos indignan los especuladores que arrasan terrenos que tanto sudor y sangre costaron a los mineros y nos enfada la pasividad de las instituciones. 

Me emociona oír la música y ver bailar el Cuevanito, me lo enseñó una amiga de Frama. Quedamos extasiados ante el impresionante arte románico con parada obligada en la Colegiata de San Salvador de Cantamuda, la joya herida, y disfrutamos al aire libre de unos parajes paradisíacos, sin prisa, porque se respira tranquilidad. 

De todo esto y mucho más, trata Ver dos veces las cosas. Deseo y espero que el libro sea una llamada de atención que contribuya a salvar del silencio y el olvido este mundo tan bello de la Montaña Palentina. 

27 mayo 2017

Maldita Primavera

Paseaba por el parque de Salburua cuando: ¡Aaach…aaatchú!
Me encojo. Tiemblo. Ya está aquí. ¿Dónde me meto?
¡Sálvese quien pueda!
Que se vista de sombras el día, que oculte esta radiante apariencia con la que se disfraza la peligrosa Primavera.
Aparece luciendo sonrisa como una diosa. El cielo cobarde le regala su manto azul en vez de lanzarle una batería de rayos y truenos. El parque servil le extiende su alfombra florida sobre la que se contonea una pareja de cigüeñas de alto tacón y juguetean las urracas con su vestido negro sobre blanco. ¡Quién pudiera! El murmullo del agua del río Santo Tomás le canta la más bella canción mientras en el humedal, una protectora mamá pata enseña a nadar a sus once patitos. Las ramas desnudas de fresnos, arces, espinos y chopos se visten de tiros largos para que, entre sus hojas, una orquesta sinfónica de trinos le haga el gran recibimiento. Hasta los grillos… ¡Qué locos por hacerse oír! Y ella, ¿cómo responde? Inocula polen por aquí y por allá y viene con un ejército camuflado de gramíneas.
¡Aaaatchís! Estoy hecha un trapo tirada en una butaca que se hace cada vez más honda. Todo el día estornudando y la tos seca parece un aliento de mal agüero. El continuo fluir de mocos va dejando, en torno a la papelera, una bandada de palomas blancas de papel incapaces, como yo, de levantar vuelo.
La _buganvilla_ florece silenciosa en mi fachada y han vuelto, como dijo el poeta, las golondrinas a colgar su nido en mi balcón; pero son las palomas, que se posan en la terraza, las que murmuran: “Desconfía de la Primavera, niña, desconfía”
A mí me lleva por la calle de la amargura. ¡Aaatchís! ¡Atchú! Las noches se eternizan y los días no acaban. Kilos y kilos de pañuelos. Mi nariz dolorida es un pimiento morrón. A llorar y moquear sin consuelo. La cabeza me estalla, estornudos a cientos, del antihistamínico no debo abusar… _¡Buaaa!_ Creo que, como Gregor Samsa, me he transformado... Soy una alergia con patas.
© María Pilar
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26 abril 2017

Mujer alunarada, mujer afortunada

Paré el coche para comprar unas jugosas cerezas que a un lado de la carretera vendía una señora ataviada con faltriquera. Por delante de mí un joven le pidió medio Kilo. La vendedora puso un puñado en la romana oxidada con una mano regordeta de uñas negras. Después de ver trastabillar el brazo en forma de regleta, con la parsimonia que le caracterizaba, dijo: Cereza más, cereza menos… Usted también quiere medio, ¿no?
Ante mi asentimiento siguió añadiendo y comentó: Les pongo un kilo y ya luego entre ustedes se lo reparten.
¡No me lo podía creer! Estaba a punto de protestar cuando una mirada cautivadora me descolocó.
—Podemos quedar en el bar de al lado para hacer el reparto.
—Vale —le contesté con mi mejor sonrisa que ya bailaba al ritmo de la suya.
Hoy me ha llamado porque necesita verme y mi corazón se ha disparado en cuanto he oído su voz. Este tiempo de espera mirando el reloj aumenta mi nerviosismo. Me entusiasma la idea de que pueda haberse fijado en mí. Repaso mentalmente la conversación que hemos tenido para recordar cada una de sus palabras: «No, no quiero adelantarte nada, prefiero decírtelo cuando nos veamos». ¿Y si me pide que salgamos? ¡Me encantaría! Solo pensarlo hace que mi corazón reviva, que mi sangre circule más deprisa, que sienta que la vida merece la pena ser vivida. He prestado tanta atención a mi profesión los últimos años que no he sido consciente de lo arrinconado que he tenido el mundo de los afectos. ¡Cielo santo, qué me pongo! ¿El vestido vaporoso negro con lunares blancos que tengo sin estrenar? Ahora se llaman dots y esta primavera están de moda. Ya se sabe que mujer alunarada, mujer afortunada. Como un ritual me miro por última vez al espejo. Me suelto el recogido y dejo caer mi pelo brillante como el sol por encima de los hombros. Me miro de frente, de lado, de espalda. Sí, estoy estupenda. El taconeo de mis zapatos rojos se escucha ya saliendo apresuradamente. Y con un revoloteo de falda y el fulgor brillante en los ojos bajo las escaleras hacia la calle.
—Quería pedirte algo —me dice con cierta timidez.
—Ya ves que he venido en cuanto me has llamado —le contesto entusiasmada con el corazón saltándome en el pecho.
—Alguien nos vio en el bar aquel día... Se lo ha dicho a mi chica y me gustaría que me ayudaras porque no se cree la historia de las cerezas.


20 abril 2017

Aquel lúcido recuerdo de un gélido diciembre

Tras las huellas de mi infancia llego a un pequeño pueblo de luz radiante que no soporta la mirada y se tiene que refugiar en los adustos soportales en sombra. Sus campos proyectan un matiz dorado salpicado del rojo amapola.
Juego con Josu, mi hermano mayor. Siempre me quita las cosas. Pronto se cansa y las abandona, muchas veces rotas. En esos momentos me enfado con él. Zalamero me hace carantoñas y no para hasta que me río y lo abrazo.
En invierno el manto de nieve silencioso lo uniforma todo a ratos, y otros, con pisadas misteriosas de seres invisibles que excitan mi imaginación. Unas huellas, que parecen puntas de estrella, me llevan hasta la base de un chopo cercano. Son de un gorrión común. Tiembla de frío, tal vez de miedo al verme. Me acerco despacio. Está tan débil que se deja coger. Siento en el hueco de mis manos el palpitar desorbitado de su corazón. Acaricio la suavidad de su plumaje. Le preparo una caja de zapatos con un vasito de agua y unas migas de pan en una taza. Lo escondo en un rincón de mi habitación y extiendo por encima un trozo de una cortina de guipur para que no lo vea Josu. Es la primera vez que le oculto algo.
Al volver del colegio está en la puerta de casa esperándome. En cuando me ve corre a mi encuentro con esa manera suya tan desgarbada y torpe al moverse. Está radiante, algo importante quiere compartir conmigo y no puede esperar.
—Nena, nena… —habla de manera atropellada babeando más que nunca. Esconde algo en el puño cerrado que me muestra.
Entonces lo veo. Su cabecita asoma y su pico se abre exageradamente intentando alcanzar algo de oxígeno. Puedo sentir su asfixia. Un último gorjeo ronco le raspa la garganta. Sus pupilas negras giran y sus ojos se velan con la agonía de la muerte.
— ¡Josu! Por favor…—le grito intentando abrirle la mano con las lágrimas emborronando mi vista.
Percibe el llanto que se apodera de mí y se olvida del regalo que me traía. Pestañea perplejo, sin comprender. 

© María Pilar


02 abril 2017

Sin coraza - Autorretrato

La noche está en calma. Ciertos ruidos aislados se han ido silenciando. A la luz de la lámpara te dispones a escribir una imagen de ti misma. Tus manos se encogen sobre el teclado ante la pantalla en blanco del ordenador. ¡Qué compleja tarea la de resumirte en 600 palabras!
Dudas.
Quizá no seas tú la persona reflejada con tu independencia y rebeldía. Quizá no queden perfilados la variedad de paisajes que surcan tu alma. Ya se sabe que los que escribís os hacéis trampas.

Lo intentas con ilusión.
Cierras los ojos y te miras hacia dentro. Te intuyes, te sabes en los mil y un aspectos que confirman tu personalidad. ¿Pero cómo hilarlos para que formen un todo? ¿Cómo tejer un texto que refleje algo del brillo y la calidez humana que te guía? Es muy difícil atrapar la vida entre los vocablos de un escrito. Confías en el lector que sabio leerá entre líneas lo que quieres decir si la imagen te sale borrosa.

Eres un despertar de sobresalto con la alarma del móvil. El caminar zombi frotándote los ojos hacia el primer café recién hecho. La sacudida de los noticieros con el sufrimiento constante de un mundo desequilibrado. Cuando se trata de abusos de la infancia, te enciendes como un volcán. Ahí está una de tus luchas; aunque una cerilla no ilumina la tierra, te alegra saber la cantidad de personas que estáis en ese afán.

De pequeña eran las nubes las que encendían tu imaginación. Fue tu primer libro, ¿recuerdas? Embelesada las mirabas y te dejabas enredar con sus historias de ogros y princesas. Hoy, lectora empedernida, siempre te acompaña un libro junto con el cuaderno donde escribes y escribes. Letras ardientes, irónicas o cargadas de pesadumbre; su destino, casi siempre, es el olvido. Si la lectura es tu fiel compañera, la escritura es tu cómplice. Te lleva a crear historias, a reflexionar sobre la vida, a investigar, a empatizar con el lector. Te divierte y te gusta.

Tienes manías, no aguantas un cuadro torcido, acaricias la portada de los libros como si fueran personas y compras el periódico solo para resolver el sudoku y el crucigrama. Te apasiona trastear con el código HTML de las páginas web y los widgets insolentes y escurridizos. Ellos saben que son tu debilidad y, por momentos, se vuelven respondones y arrogantes. No tienes remedio. Te relajan.

Te forjaste en una ciudad donde el frío es frío y el calor, calor. De ahí que seas una persona directa. «No me pidas la verdad aunque duela, cuando lo que esperas es un elogio que satisfaga tu vanidad », dices.
Muchas veces prefieres callar.

No sabes sonreír a medias ni amar a medias. Con el tiempo, la vida te ha enseñado a contenerte y no defender a muerte tus ideas porque si te pones en la posición del otro descubres más opciones que enriquecen el pensamiento. Lo que no entiendes es la falsedad.

Hace ya tiempo que llevas el control del gobierno de tu vida, la verdad es que no sigues modas para aparentar ni religiones donde comerse los santos de manera hipócrita. Crees que tienes facilidad para relacionarte y hacer amistades duraderas.

A los veinte años te cuestionabas un futuro incierto, pero querías comerte el mundo. Ahora, que cuentas con una experiencia de vida, los terrenos movedizos por los que se desliza el mundo son los que te marcan un futuro sin agarres ni asideros. Enérgica y positiva, tu entusiasmo te hace pensar que te mantendrás ágil para ser flexible ante los cambios venideros. Agradeces a la vida las cartas que te ha dado. Pintas sonrisas y levantas ánimos entre aquellos que lo son todo para ti y que te quieren tanto.
© María Pilar

24 marzo 2017

Y la vida sigue


Han tenido que pasar unos años para que se me deshiciese el nudo que me presionaba por dentro y poder escribir lo que pasó aquella aciaga noche. 

Hacía unos días que se había celebrado la fiesta de la primavera. Las noches se acortaban y los días eran luminosos y floridos. Pero algo ocurrió la noche del 25 de marzo que rompió esa tendencia natural y se hizo larga, muy larga. Yo no dormía. Estaba contigo en la habitación 407 del hospital de Txagorritxu. A veces te movías inquieto y te preguntaba: ¿Tienes dolores? Y tú lo negabas.

La tenue luz de emergencia recortaba con precisión tu espacio: la cama que te acogía y el gotero que te alimentaba; el resto de la habitación adquiría una tonalidad de penumbra donde los elementos, entre ellos el sillón en el que me encontraba, parecíamos testigos maniatados por el miedo esperando la llegada de algo cuyo nombre éramos incapaces de pronunciar.

Te quedaste con los ojos cerrados y la mano del gotero sobre la sábana como un barquito varado. Yo oía ese respirar tuyo tan trabajoso que se expandía por la habitación. Te creía dormido y me decía confiada que mientras durmieras no podía pasar nada malo porque descansabas. Y en algo tan simple puse el éxito de tu lucha por vivir, convencida de que si llegabas al amanecer, te salvabas. Pero el tiempo pasaba muy lento y el amanecer no llegaba. Si te movías, como un resorte me acercaba a ti y tú, con la mano hacías el gesto de tranquila. Como hermano mayor, me cuidabas.

Decidí permanecer sentada en el sillón desde donde seguía el ritmo lento del gotero y me quedé callada. El silencio estableció una comunión entre los dos y todo fue mejor. En un momento de la noche una enfermera entró y encendió la luz. No me atreví a decirle que tú preferías la penumbra por si se molestaba, y me mantuve en el rincón viendo cómo te inyectaba algo en el gotero. Habías abierto los ojos y mirabas todo lo que iba haciendo. Se fue tan enérgica como había venido y yo me preguntaba si habría percibido mi presencia.

Hoy sé que mientras me enredaba con toda aquella cháchara de poner en tu respirar todas mis esperanzas, tal vez no durmieras como yo creía, tal vez las pausas se debieran a tu agotamiento y no a momentos de relajación, tal vez tu respirar profundo fuera agonizante… ¿Cómo no lo comprendí entonces?

Y llegó el amanecer. Y seguías respirando con ese esfuerzo tan brutal. Subí un poco la persiana para ver cómo la luz del día hacía jirones a la noche. Y sí, lo estábamos logrando. Cuando llegó la mañana y todo empezó a moverse en nuestro entorno, te vi despierto, con profundas ojeras, pero con tu aspecto joven, tranquilo y me dije: Esta noche hemos ganado la partida. Entonces sacaste tu mano libre y cálida de entre las sábanas buscando la mía; la tuya hablaba de despedida, la mía te retenía, que no, todavía no. No sentía el silencio alevoso de la parca dispuesta a actuar ni el vértigo al vacío que a veces me atrapa. Nos miramos y nos hablamos palabras que los ojos confirmaban. Había tanta serenidad, tanta paz y entereza en los tuyos cuando me decían esto se acabó, que me separé de ti con ánimo de añadir disimulo a lo que me estabas contando y convencerte, más creo que convencerme, de que todo iba a seguir.
Y me dejaste marchar.
En unos minutos estaba en casa. Pensaba ducharme, cambiarme de ropa... Sonó el teléfono.
Te habías ido.

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21 marzo 2017

Día Mundial de la Poesía

Al hablar de libros especiales me viene a la memoria aquel que me llevó a mi primer gran encuentro con la Poesía. Entonces era joven y hoy al hojearlo he notado que las edades se han invertido, yo ya peino canas y él permanece. Hasta ese momento había leído poesía como el que contempla una fotografía de un lugar maravilloso, pero desconocido, y de pronto la vi de verdad. Mi mente se abría por primera vez a la Poesía, la que se escribe con mayúsculas: Esa belleza misteriosa que te muestra la realidad del mundo donde lo de menos es la métrica, la rima o la estrofa. Fue tan sorprendente que me quedé callada.
Era una tarde gris y lluviosa de domingo. La tarde ideal para coger un libro, sentarme tranquila en un rincón y entregarme a ese momento íntimo que es la lectura. Me apetecía leer poesía y elegí las Rimas de Bécquer.
En el primer verso que me fijé creí escuchar la voz del poeta y me fascinaba pensar que era a mí a la que hablaba:
—/Si pudiera al oído contártelo a solas/
Sentía cómo la poesía fluía. Me emocionaba.
De repente, como esas joyas que encontramos casi por casualidad, la rima XXX lo absorbió todo:
/Asomaba a sus ojos una lágrima y a mi labio una frase de perdón. Habló el orgullo y se enjugó el llanto y la frase en mis labios expiró…/
Me quedé colgada de esos versos que se abrían como un murmullo y que iban creciendo como un volcán.
Los repetía en silencio.
Los interiorizaba.
Cada vez era mayor la satisfacción que me producía el ver con tanta claridad la realidad que me mostraban. Una realidad de vida que nunca antes habría sabido definir desde el punto de vista que lo hacía el poeta. Era todo tan bello, acertado y sincero, que me deslumbró.
Quedé embelesada.
—/¿Cuánto duró? Ni aún entonces pude saberlo/
Recuerdo que levanté la vista y había oscurecido. El día se había acabado. Todo se acaba, me dije con una voz interior que sonaba a susurro. Todo menos este tipo de experiencias que permanecen.
© María Pilar​

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13 marzo 2017

Regalo sorpresa

Encendidos de pasión tras las últimas notas de “Thinking out loud” que habían sonado en el salón de baile del Gran Hotel, subimos a la habitación. Esa canción era nuestra banda sonora desde el día que la oímos por primera vez mientras preparábamos nuestro viaje a la Ciudad de la Luz.
— ¡Qué casualidad!—te dije gratamente sorprendida—la han elegido para cerrar el baile.
Bajaron las luces y el pianista empezó a desgranar las primeras notas. Me miraste con tanta intensidad como nunca antes lo habías hecho. La voz del cantante irrumpió en el escenario y sentiste mi temblor al poner tus brazos en mi cintura y yo noté tu respirar entrecortado. A ritmo de baile, nuestros corazones nos hacían el eco perfectamente acompasados y tus labios me iban susurrando aquellos versos de los que ya nos habíamos apropiado.
Al entrar en la suite quedé petrificada cuando encendí la luz del baño. Me vi rodeada de un ejército oscuro que formaba una alfombra movediza en el suelo de mármol blanco. El terror se apoderó de mí. Mi corazón se me salía del pecho. El pánico me paralizaba. Caparazones de cucarachas negros con reflejos rojizos se movían a velocidad de vértigo. Con su danza macabra giraban a mi alrededor y empezaban a invadir mis pies descalzos. Con el roce de esas patas peludas ascendiendo vertiginosamente sobre mi piel, un grito aterrador quiso salir de mi garganta, pero se ahogó antes de ser pronunciado y me dejó un gusto amargo.
Me desplomé inconsciente.
Cuando abrí los ojos de vuelta a una realidad que no deseaba, encontré que los tuyos me observaban desde arriba con una sonrisa burlona.
Disfrutabas.
En cuanto te diste cuenta de que estaba despierta quisiste cambiar de registro. Ya era tarde.
Volaron mis sueños. Se me congeló el alma.
© María Pilar
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06 marzo 2017

El almendro de Clara

Me llegó el olor de las lilas antes de verlas y de inmediato mi mente se trasladó al lugar de mis orígenes. En él, mi padre me acogió cuando una valenciana que vendía cerámica de Manises me puso en sus brazos.
—Papá, ¿por qué a los niños los trae la cigüeña y a mí una valenciana?
—Porque en esos tiempos nacían muchos niños y las cigüeñas necesitaban intermediarios.
En honor a mi llegada mi padre plantó un almendro y mi madre escribió un libro de mi crecimiento. Me llamaron Clara y a mi gemelo: “El almendro de Clara". Toda mi vida se renueva en mi memoria solo con verlo. El abuelo fijó su silla bajo su sombra y al caer la tarde me cascaba almendras que saboreaba al aroma de las lilas que estaban cerca.
El almendro se hizo todo brazos a la vez que mis formas corporales se fueron ondulando.
Durante mis primeros años fue columpio con una cuerda entre sus ramas y mi lugar preferido para esconderme. Plantaba cara al crudo invierno y se vestía sus mejores galas cuajadas de flores blancas para alegrarme la vida y vaya que si lo conseguía. Jamás necesité una cabaña porque la mía estaba en las alturas, entre sus ramas. En la adolescencia, espiaba al vecino que jugaba en su jardín con los amigos. Solo con verlo se me aligeraban las tediosas tardes de estío. Atrevido y con descaro se despojaba de sus ropas para lanzarse a la piscina. Capricho ante mis ojos que me estremecía entera y me desvelaba lo oculto de la vida. El almendro supo de mis lágrimas de enamorada incomprendida. La prueba en forma de corazón quedó grabada en su corteza. Siempre que volvía pasaba un dedo por su perfil rugoso; me lo cuidaba como el gran amigo que sabe guardar un secreto.
Años más tarde fue el vecino el que se fijó en mí. Al verlo, me costó acoplar su rostro con el de mis recuerdos. Éramos dos relojes descompasados, en el mío ya se había pasado su tiempo.


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03 marzo 2017

3 de marzo en Vitoria

—¿Alguna vez pensaste que esto fuera tan brutal? —me dijo Mikel con la mano en las lumbares doloridas por los golpes de la porra policial.
—Esto... ¡Pero qué es esto! —le contesté enojada enfundada en mi pantalón de pata ancha y mi chaquetón de cuadros.
Ese día de invierno nos vimos a la deriva ante un destino incierto. En los alrededores de la universidad los "grises" se habían ensañado y habían cargado con contundencia. 

Más tarde, las fuerzas de orden público, parapetadas tras los escudos, se entregaban a fondo para disolver nuestra manifestación por la calle Francia en apoyo de la lucha obrera. El humo de los botes nos envolvía impidiéndonos respirar; el ruido de los disparos de los antidisturbios nos estallaban los tímpanos y el miedo nos alteraba el ritmo cardíaco. Las pelotas de goma, que caían por doquier, abatían a los que alcanzaban... Las toses y la irritación en los ojos hacían que buscásemos una salida y chocábamos con furgones policiales que cortaban las calles de escape. Por el otro lado: armas, porras y cascos venían en nuestra dirección. Las barricadas ardían, los adoquines de las calles volaban por los aires y las sirenas de refuerzo se oían por toda la ciudad. Gritos, ruidos, insultos y por fin…, el silencio.
Habían ganado. 

Nos expulsaron de la universidad y la precintaron hasta nueva orden.
Mi gesto de enfado cambió cuando vi el esfuerzo que hacía Mikel para seguirme.
—Podemos sentarnos en un banco del parque. —Y le cogí la mano.
Se separó.
Siempre me decía que le encantaban esos gestos míos tan espontáneos, esa facilidad para hacer natural lo que en aquella época no lo era y quería evitarlo en público. ¿No éramos simples amigos? Pues así nos tenían que ver los demás.
Días más tarde ocurrieron “los sucesos de Vitoria del 3 de marzo de 1976”. ¿Cómo fue posible la matanza de cinco trabajadores y más de 150 heridos de bala por disparos de la policía? —Un punto negro de la transición española que para nada ha quedado resuelto—.
La ciudad entera se paralizó, nos faltaba el aire para respirar y como a cámara lenta fuimos saliendo de entre los escombros de una hecatombe que nos había tragado. Tras la asistencia a los funerales de los obreros caídos, el pesimismo se adueñó de nosotros, pero el coraje y las ansias de libertad se agudizaron con el dolor.
© María Pilar

21 febrero 2017

Amantes

En la sombra del lecho las amantes
Desnudas se cimbrean abrazadas
Fragancias de diamantes impregnadas
Transparencias de anhelos excitantes.

Ceñidos corazones palpitantes
Ruborosas furias descontroladas
Cabalgan con ansias desesperadas
Ardientes aventuras delirantes.

Sin límite marcado ni frontera
A ritmo volcánico en sintonía
Fogoso mar de placer erizado.

Impetuosa noche ávida y fiera
A la estrella que tranquila dormía
Un placentero grito ha despertado.
© María Pilar



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15 febrero 2017

La larga espera

Son las doce. Miro tras la ventana. La plaza solitaria se envuelve en sombras. La noche languidece desde que la crisis obligó a cambiar la iluminación de las farolas. También yo bajo la luz de la lámpara de sobremesa, lo justo para que me acompañe en esta espera.
Miro el móvil. El whatsapp anterior no lo ha visto. Llamo. El sonido se pierde como un eco repetitivo hasta desaparecer. Cojo un libro. No me entero de lo que leo. Cuento los minutos… Las 12 y media. ¡Qué larga se hace la espera!
La una. Tiemblan los cristales de la ventana. El viento del norte sopla con fuerza. Con estruendo ha desgajado varias ramas de los castaños de indias. Y ella. ¿Dónde está ella? En mis pensamientos la tensión arrecia. Es tan peligrosa la noche para una joven. Tal vez ha perdido el móvil o se lo han robado. ¿Y si algún desconocido la tiene en sus manos? Si lo está pasando mal, si está sufriendo y no tiene quién la ayude. Un minuto, un segundo puede ser clave. Tengo que hacer algo. Busco los teléfonos de las amigas. Alguna me responde. Casualidad, no ha salido y la he sacado de un dulce sueño…
Son las dos cuando oigo el ascensor. Pego el oído a la puerta. Cuando llegue disimularé, no le gusta que esté tan pendiente de ella. Se para en el piso de abajo. Alguien sale y abre con llave la puerta de su casa. Espero a que siga subiendo. El silencio es la respuesta. Me siento en el sofá con el corazón en un puño. Pongo la tele, hago zapping... El aguanieve racheada pega en los cristales con fuerza.
Suenan las tres en el reloj de la vecina. No puedo parar quieta. Salgo al balcón. El frío me hiela. Voy a entrar cuando me da un vuelco el corazón. Una joven sola ha entrado en mi campo visual. Por su apariencia puede ser ella. Pasa de largo y se pierde en la noche. Entro furiosa. Cuando la tenga delante me va a oír. Se enfadará conmigo, no me importa. Tengo que acabar con este sinvivir. Si la dejo salir mal, si no la dejo peor. ¿Y si llamo al 112? Con la que está cayendo los de emergencias tendrán una noche movidita. Me dirán que es mayor de edad… El ascensor de nuevo... Ha parado aquí. Oigo pasos. Miro por la mirilla. Enciende la luz del pasillo... el vecino de enfrente.
No puedo estar sentada. Me dirá que en la discoteca no oye el teléfono. Si al menos supiera… Le he dicho que no venga sola… A veces ha venido porque las demás preferían quedarse más tiempo. No, no me gusta que haga eso. Me envuelvo en la manta del sofá y salgo de nuevo al balcón. Me escuecen los ojos de mirar tan fijamente la bocacalle por donde creo que ha de aparecer. Algunas sombras solitarias, nocturnas, somnolientas, pasan y después nada. La humedad y el frío me han atrapado, estoy tiritando.
El reloj implacable marca las cuatro menos cuarto. Empiezo a toser. Lo que me faltaba. Me tumbo en el sofá. Envuelta en un edredón entraré en calor… Me despierto sobresaltada. ¿Qué hora es? Las cinco y media. Me levanto. Me acerco a su cuarto y… ¡está en la cama!
© María Pilar
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05 febrero 2017

Las mentiras del espejo

Hicham Berrada
Tenía 13 años y estaba rellenita, no, gorda, esa es la verdad. «Vaca gorda», decía el último mensaje anónimo. Me sentía culpable. ¿Por qué? Pues por todo: por comer, por no ser perfecta... Creía que si adelgazaba me iban a querer. Empecé a dejar de comer. Comenzó mi suplicio.

Hablaba lo justo. Ni eso. Buscaba la soledad y me molestaba que alguien interfiriera en mis cosas. Como mi madre que entraba en mi cuarto con cualquier excusa:«Te hago esto, te apetece aquello». Yo le rogaba/exigía: ¡Vete y déjame en paz! Aprendí a mentir. A mis padres de manera compulsiva. Cuando me obligaban a comer me metía los dedos para devolver y los kilos bajaban. Y pensaba que era yo la que controlaba mi vida. Ilusa.

Entré en una espiral de miedo y autodestrucción que me introdujo en un mundo paralelo sin lazos de conexión con la realidad. El monstruo que me dominaba me seguía con la mirada, escuchaba su respirar: Demasiado gorda. ¡Qué impotencia de vida! Sin meta, sin final, sin esperanza. Quería matar el dolor que me hacía sentir tanto dolor.

Recuerdo que la lluvia caía sobre los cristales de la ventana y en casa reinaba el silencio de congoja habitual. Me sentía al límite de lo que podía soportar. Rompí un cristal y... La sangre corría por mis manos, entre mis dedos hasta llegar al suelo. El torbellino mental me mareaba.

¡Mis padres! Les había hecho tanto daño. No se puede ir por la vida disfrazada de la joven perfecta cuando tu existencia es una mierda. Fastidiando la vida a las personas que te quieren solo por hacerles sentir mal. Tenía que surgir de los abismos, porque si mi fin estaba próximo, que al menos ellos supieran los padres tan extraordinarios que eran.

Aferrada al marco de la puerta, grité: ¡Mamá!

© María Pilar

28 enero 2017

La muñeca diabólica


Éramos una familia feliz hasta que la muñeca diabólica entró en nuestra casa. Mi hermana ya no seguía mis juegos, papá estaba callado y mamá muy preocupada. Sus ojos emitían una luz tan brillante que te cegaba, movía sus articulaciones y decían que hablaba, aunque en esas conversaciones yo solo oía diferentes modulaciones de la voz de mi hermana.
Una noche se oyó una pelea nocturna de gatas. A la mañana siguiente la muñeca apareció con un brazo arrancado y la cara arañada. Esto afianzó el dominio que ya tenía sobre mi hermana. Ajada y fea, no pudo deshacerse del influjo de su mirada, la abrazó contra su pecho y no se separaba de ella ni de día ni de noche. Nunca fue consciente de cómo la cambiaba su malévola influencia. Ya no era la niña alegre, compañera de juegos y risas que inundaban la casa. Sus mejillas ya no estaban arreboladas. Era un ser triste y distante que poco a poco enfermaba. Yo las vigilaba de cerca evitando siempre que mis ojos se encontraran con la terrorífica mirada. Temía que su poder me subyugase como lo había conseguido con mi hermana.
Mi hermana se moría. El médico dijo que envenenada con matarratas. Se investigó a la familia. Papá estaba en estado de shock, mamá lloraba sin consuelo ni esperanza. Por todos los lados buscaron a la diabólica muñeca y nadie pudo encontrarla. Solo yo sabía que estaba en el fondo del pozo donde pronto cayó la traidora de mi hermana.
© María Pilar

23 enero 2017

Cascada de Gujuli o la maldición de una lamia

Con los primeros albores del día, el tren AVE sale escrupulosamente puntual de Atocha. Aquí y allá asientos vacíos y los ocupados parecen estarlo por robots inclinados sobre sus tabletas o sus móviles de alta gama. “¡Cómo ha cambiado el tren en este país!” me digo. “¡Qué inhóspitos y obsoletos han quedado los del pasado!”
Como viajo sola, tengo tiempo para soñar con aquellos sábados que en régimen de compañerismo mi padre me llevaba a la cascada de Gujuli. Qué paz se respiraba por el sendero que recorríamos cogidos de la mano entre las hayas. Hasta las ovejas transmitían placidez al pastar por aquellos prados. 

El silencio en aquel valle solo era interrumpido por nuestras pisadas sobre la alfombra de hojas caídas y aquel runrún de fondo que iba creciendo. Era el rugir del agua al precipitarse al vacío o tal vez—como me decía mi padre— el llanto desesperado del pastor que fue castigado por la lamia y lo convirtió en cascada. ¡Cómo me gustaba que me contase esas historias antiguas! Impresionada la veía caer en picado sobre las rocas que, afiladas como cuchillos, formaban la vertical. ¡Qué coctelera de sensaciones me producía el ensordecedor ruido en contraste con la finura de los destellos irisados de aquella multitud de perlas que desprendían las gotas de agua! Me gustaba verla desde la distancia, mi propia cordura me indicaba lo peligrosa que podía ser si me acercaba.
Disfrutaba al tumbarme en los montones de hojas caídas que se me quedaban prendidas en el pelo y en la ropa y al sacudirlas volaban como mariposas de colores. Olía a naturaleza, a campo y a oveja, porque las ovejas eran parte inseparable del lugar. 

El placer de vivir en calma por aquellos prados bajo un cielo azul solo era alterado por una conmoción estrepitosa que competía con la cascada. El tren de las seis como un monstruo mecánico cubierto de hollín, serpenteaba con su traqueteo y sus silbidos se propagaban por los montes. La estolidez de las ovejas al verlo contrastaba con mi alegría al mover la mano para saludarlo. Siempre esperaba que alguien me respondiera y cuando se cumplía: ¡qué saltos daba de alegría! 
El tren en el que viajo ha llegado a su destino. Me muevo inquieta en mi asiento y un sudor frío me recorre la espalda. Una vez más los sentimientos dolorosos irrumpen sin mi consentimiento. El fondo del abismo se acerca. Mi padre me espera en la estación y sé que no lo reconoceré. El balón rodaba y quería cogerlo antes de que cayera por el precipicio. Cuando las manos de él lograron rescatarme asiéndome por los pies, el daño cerebral y el terror al vacío ya habían hecho mella en mí. Las fobias que sufro por la prosopagnosia adquirida, son consecuencia de aquella tragedia.
© María Pilar
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