Ese día Sofía se levantó muy temprano. Los nietos la habían invitado a la celebración de su 90 cumpleaños y por nada del mundo iba a perdérselo. Con las ganas que tenía de volver a sentir a su alrededor el bullicio y alboroto de la familia. En aquel barrio había calles con poco tráfico, setos bajos, flores y mucho silencio. Demasiado. El vestido de raso negro con manga francesa ya había perdido el olor a alcanfor. Se ahuecó el pelo corto y ralo con sus manos de abuela y dio unos pasos. Se sintió etérea a pesar de los kilos de más. Le hizo un guiño al espejo que tenía en la caja y este le devolvió un destello de complicidad. Sonrió.
Tras la deliciosa tarta de cumpleaños, pura ambrosía, la nieta mayor se acercó al sillón de la abuela que presidía la mesa. La calidez de su mirada los envolvía a todos y sentían su acogida con alegría.
—Tu regalo, abuela —le dijo a modo de isagoge—. En este libro hemos recogido las incidencias de la familia. Ya verás qué divertido.
—Los días perdidos de la abuela —leyó con los ojos casi cerrados por la falta de gafas—. En mi vida se me ha perdido un solo día.
—Déjame que te los enseñe, abuela, son esos días familiares en los que estuviste con nosotros, pero que no llevas en tu memoria. Queremos que los tengas para que te alegren tanto los crepúsculos como los amaneceres.
Fue pasando páginas. Dos preciosos churumbeles estaban chapuzando en una pequeña piscina hinchable. Eran sus bisnietos, los gemelos iker y Aitor, de tres años. Por causas ajenas a su voluntad no había podido conocer.
La segunda nieta bailaba con gracia el cancán al ritmo de la música de Jacques Offenbach sobre la superficie resbaladiza del Moulin Rouge. Un cabaré, no un prostíbulo como algunos creían. «¡Cómo se parece a mí!, pensó embelesada». Y no pudo evitar mecerse al compás de la música. El ser bailarina era uno de sus sueños no cumplidos que poco a poco fue perdiendo color como una imagen polaroid. Ahora estaba encantada con el derroche de entusiasmo que su nieta ponía al batir la falda para seguir la musicalidad hipnótica.
El joven con traje, alto como un castillo y de aspecto soberbio, era su nieto. Se casaba con una chica de un país exótico. La había conocido en internet. Todos estaban seguros de que la abuela, amante de los refranes, les diría: A ver si no empezáis la casa por el tejado. La pareja sonrió dándose con el codo mutuamente en un gesto de complicidad porque, internet aparte, se habían casado estando ella embarazada. El bebé, como si adivinase que se trataba de él, lanzó un vigoroso vagido. Raudos lo sacaron del moisés para enseñárselo. A pesar de su corta edad lo habían vestido con vaqueros, camiseta y unas diminutas deportivas en vez de los clásicos patucos. Al verlo, la sorpresa y la satisfacción brillaron en los ojos de la abuela.
—Para dibujar un niño hay que hacerlo con cariño —les dijo guiñando un ojo a los padres—. Me gusta. Me gusta mucho que leáis a Gloria Fuertes.
La verdad es que ellos no entendieron la relación entre la ropa que llevaba su hijo y el poema que les citaba, pero como la vieron tan contenta lo celebraron y se prometieron leerlo en cuanto acabara la fiesta.
Teresa, la hija de Sofía, no daba crédito a lo que estaba viendo. Le parecía tan ambiguo todo, pura entelequia. Sin embargo, la actitud de sus hijos la emocionaba. Se le empañaron los ojos con lágrimas de ternura que intentó disimular ante ellos. No lo consiguió. Su hijo le pasó el brazo por los hombros y le dio un achuchón. En ese momento percibió en el cálido ambiente la dulce fragancia del jazmín. Su madre tenía una botellita de ese aceite en el aparador. La abría y se ponía un par de gotas en el cuello y las muñecas. Sí, ese olor era ella.
Aquella mañana había depositado con pesadumbre un ramo de flores en su tumba.
© María Pilar
Tras la deliciosa tarta de cumpleaños, pura ambrosía, la nieta mayor se acercó al sillón de la abuela que presidía la mesa. La calidez de su mirada los envolvía a todos y sentían su acogida con alegría.
—Tu regalo, abuela —le dijo a modo de isagoge—. En este libro hemos recogido las incidencias de la familia. Ya verás qué divertido.
—Los días perdidos de la abuela —leyó con los ojos casi cerrados por la falta de gafas—. En mi vida se me ha perdido un solo día.
—Déjame que te los enseñe, abuela, son esos días familiares en los que estuviste con nosotros, pero que no llevas en tu memoria. Queremos que los tengas para que te alegren tanto los crepúsculos como los amaneceres.
Fue pasando páginas. Dos preciosos churumbeles estaban chapuzando en una pequeña piscina hinchable. Eran sus bisnietos, los gemelos iker y Aitor, de tres años. Por causas ajenas a su voluntad no había podido conocer.
La segunda nieta bailaba con gracia el cancán al ritmo de la música de Jacques Offenbach sobre la superficie resbaladiza del Moulin Rouge. Un cabaré, no un prostíbulo como algunos creían. «¡Cómo se parece a mí!, pensó embelesada». Y no pudo evitar mecerse al compás de la música. El ser bailarina era uno de sus sueños no cumplidos que poco a poco fue perdiendo color como una imagen polaroid. Ahora estaba encantada con el derroche de entusiasmo que su nieta ponía al batir la falda para seguir la musicalidad hipnótica.
El joven con traje, alto como un castillo y de aspecto soberbio, era su nieto. Se casaba con una chica de un país exótico. La había conocido en internet. Todos estaban seguros de que la abuela, amante de los refranes, les diría: A ver si no empezáis la casa por el tejado. La pareja sonrió dándose con el codo mutuamente en un gesto de complicidad porque, internet aparte, se habían casado estando ella embarazada. El bebé, como si adivinase que se trataba de él, lanzó un vigoroso vagido. Raudos lo sacaron del moisés para enseñárselo. A pesar de su corta edad lo habían vestido con vaqueros, camiseta y unas diminutas deportivas en vez de los clásicos patucos. Al verlo, la sorpresa y la satisfacción brillaron en los ojos de la abuela.
—Para dibujar un niño hay que hacerlo con cariño —les dijo guiñando un ojo a los padres—. Me gusta. Me gusta mucho que leáis a Gloria Fuertes.
La verdad es que ellos no entendieron la relación entre la ropa que llevaba su hijo y el poema que les citaba, pero como la vieron tan contenta lo celebraron y se prometieron leerlo en cuanto acabara la fiesta.
Teresa, la hija de Sofía, no daba crédito a lo que estaba viendo. Le parecía tan ambiguo todo, pura entelequia. Sin embargo, la actitud de sus hijos la emocionaba. Se le empañaron los ojos con lágrimas de ternura que intentó disimular ante ellos. No lo consiguió. Su hijo le pasó el brazo por los hombros y le dio un achuchón. En ese momento percibió en el cálido ambiente la dulce fragancia del jazmín. Su madre tenía una botellita de ese aceite en el aparador. La abría y se ponía un par de gotas en el cuello y las muñecas. Sí, ese olor era ella.
Aquella mañana había depositado con pesadumbre un ramo de flores en su tumba.
© María Pilar