28 septiembre 2011

El primer día de clase

El primer día de clase, recibo a los alumnos con un breve saludo y comienzo a explicarles el contenido del curso y las normas para participar en el mismo. 
Un muchacho interviene para decir: “pero tú, ¿cómo te llamas?” Está mirando la hoja informativa que se les ha dado donde su tutora aparece con nombre compuesto, uno de los cuales coincide con el que yo me acabo de presentar. Agudo y listo, sí; a modo de presentación deja bien claro que él no se corta un pelo. 
Más tarde toma de nuevo la palabra: “¡porque un día lleguemos fuera de la hora no pasa nada!” Oigo algunas risitas que le hacen coro. 
Frente al resto de la clase que permanece expectante, me mira con todo descaro. Sé que intenta mantener un pulso conmigo para dejar bien claro quién va a ser el líder del grupo. Me interesa que vaya enseñando sus cartas. Muchos de los que actúan así ocultan circunstancias personales, familiares o de otro tipo que les impiden progresar. Tendré que ir descubriéndolo. 
Mi respuesta de momento es dirigirme a toda la clase y con optimismo, sí; pero también de manera contundente les presento la propuesta para este curso que, una vez revisada, incluirán sus aportaciones tras un debate previo. Que la identifiquen como suya es muy importante.
Son todos repetidores, algunos han estado fuera del sistema escolar durante varios años, lo van a intentar de nuevo voluntariamente, unos; obligados, otros. 

Antes de entrar en la clase me he encontrado con un compañero, “¿qué tal con tu grupo?” le he preguntado. “A sobrevivir”,  me ha respondido con la expresión del que ha tirado la toalla desde el primer momento.
El trabajo realmente importante de un profesor es conseguir cambiar una clase desmotivada y sin ganas en un grupo incentivado por los logros que vaya adquiriendo. Esto no se puede hacer en bloque, hay que individualizar a sus participantes y trabajar a ese nivel casi sin que se den cuenta. 

Un alumno motivado aprende más y uno que aprende más está más motivado. Cuando se consigue, que no es siempre; todo es mucho más fácil y satisfactorio. 
Yo espero lograrlo.
© María Pilar

23 septiembre 2011

El dolor de la ausencia

¡Cuántas veces me he quedado mirando tu foto intentando descubrir algo más! Y nada. ¿Estaba ya enferma y no nos lo decía para no preocuparnos? ¿Se sentía triste o cansada?
Eran las fiestas del pueblo y volvíamos a casa después de la misa mayor. Nos habíamos detenido en la plaza para ver los danzantes y respirar el ambiente tan animado de la fiesta. Lo recuerdo como un momento relajante, sin prisas ni agobios. Si sus preocupaciones eran otras, ella estaba ahí feliz y contenta, también parecía tranquila, intuyo que había dejado la comida preparada para todos. Mira a la cámara con una expresión muy natural en ella, es la que más alegría manifiesta y hasta aprecio un guiño de complicidad con el fotógrafo. Es justo esa forma de saber estar la que más confianza transmitía a los demás y que fue la base del cariño que le tenía la gente.
Un año después, el diagnóstico de su enfermedad desestabilizó todos nuestros anclajes. ¡Qué mazazo tanto por cruel como por inesperado! La enfermedad se cobró la factura por partida doble, se la llevó a ella y acabó con la placidez vital de nuestra existencia.
Cuando le llevé a Maite recién nacida ya estaba muy enferma, la acarició con una mirada tan triste y haciendo tantos esfuerzos para no parecer ausente, que tuve que desviar mi mirada empezaba a humedecerse. Me encontré con la máquina de coser apartada por inactividad y vi que los útiles de costura languidecían en un rincón.
¡Sentí la impotencia de un doloroso final anunciado!
© María Pilar

18 septiembre 2011

¿Aquellos maravillosos años?

¿Alguna vez pensaste que esto fuera tan brutal? dijo Mikel ya en la calle con la mano en las lumbares doloridas por los golpes de la porra policial.
Esto, ¡pero qué es esto! ̶ le contesté enojada enfundada en mi pantalón de pata ancha y mi chaquetón de cuadros.
Ese día de invierno nos vimos a la deriva de un destino incierto. 

En los alrededores de la universidad los "grises" se habían ensañado y habían cargado con contundencia. Las fuerzas de orden público parapetados tras los escudos se entregaban a fondo para disolver nuestra manifestación en apoyo de la lucha obrera. El humo de los botes nos envolvía impidiéndonos respirar; el ruido de los disparos de los antidisturbios nos estallaba los tímpanos y nos alteraba el ritmo cardiaco; las pelotas de goma, que caían por doquier, abatían a los que alcanzaban... Las toses y la irritación en los ojos hacían que buscásemos una salida y chocábamos con furgones policiales que cortaban las calles de escape y por el otro lado, armas, porras y cascos venían en nuestra dirección. Las barricadas ardían, los adoquines de las calles volaban por los aires y las sirenas de refuerzo se oían por toda la ciudad. Gritos, insultos, más disparos y por fin…, el silencio. Habían ganado. Nos expulsaron de la universidad y la precintaron hasta nueva orden.
Mi gesto de enfado cambió cuando vi el esfuerzo que hacía Mikel para seguirme.
̶ Podemos sentarnos en un banco del parque. ̶ Y le cogí la mano.
Se separó.
Siempre me decía que le encantaban esos gestos míos tan espontáneos, esa facilidad para hacer natural lo que en aquella época no lo era y quería evitarlo en público. ¿No éramos simples amigos? Pues así nos teníamos que manifestar.
Seguimos andando uno al lado del otro.
Días más tarde ocurrieron “los sucesos de Vitoria del 3 de marzo de 1976”. ¿Cómo fue posible la matanza de cinco trabajadores y más de 150 heridos de bala por disparos de la policía? —Un punto negro de la transición española que nadie ha pagado por ello—.
La ciudad entera se paralizó, nos faltaba el aire para respirar y como a cámara lenta fuimos saliendo de entre los escombros de una hecatombe que nos había tragado. Tras la asistencia a los funerales de los obreros caídos, el pesimismo se adueñó de nosotros, pero el coraje y las ansias de libertad se agudizaron con el dolor.
Mikel, que tenía unos ahorros de trabajar los fines de semana, me propuso salir unos días del país.
̶ París ̶ dijo él.
̶ Capri ̶ propuse yo.
Capri en mi memoria ocupaba el espacio de una canción, ya pasada de moda, que cantaba Hervé Vilard en los 60: “Capri c’est fini”
¡Cómo me gustaba la Chanson!, la primavera de Praga, la minifalda, el mayo del 68… Todo traía aires de libertad y nosotros los respirábamos ansiosos años más tarde. Tarareábamos las canciones de Nuestro Pequeño Mundo y Agua Viva, Víctor Jara y Joan Baez. Nos emocionábamos con los poemas de Miguel Hernández y Lorca, seguíamos a Neil Diamond y a Bob Dylan y disfrutábamos con Simon and Garfunkel.
Cuando pisé Capri, esa isla serena me contagió su luz y las palabras de la canción renacieron en aquel lugar paradisíaco. Con sandalias planas, vestido corto de tirantes y melena al viento, entre luces y sombras que juegan con jardines de ensueño y un perfume a limón embriagador, encontré el amor.
Tomábamos limoncello en un mirador de un jardín encantador en los acantilados y recuerdo que miraba ese mar de aguas cristalinas color turquesa cuando susurré:
̶ Creo que estoy poniendo en peligro nuestra amistad, me estoy enamorando.
Nuestras miradas vibraron al encontrarse.
© María Pilar

08 septiembre 2011

La tragedia de la niña de siete años

Hay entre el pueblo de Villamediana y el río Pisuerga un extenso valle que se ha ido formando por sedimentación tanto del arrastre y depósito de las aguas de escorrentía como de los arroyos que lo cruzan.
Théodore Géricault
La abuela, mujer de carácter, era la mejor amazona de la zona y montada en su caballo, aparecía en cualquiera de sus fincas cuando menos se lo esperaban para vigilar el trabajo de los obreros. Lo que en un hombre se hubiera visto como normal, en ella chocaba, era mujer y ¡vaya mujer! No se sometió al papel de esposa sumisa que marcaban los cánones de la época. Antes del nublado —los de la zona todavía hablan de antes del nublado como referencia temporal— estaba pletórica de salud y vida, y después salió de él envejecida y enferma.
El ama de llaves, enjuta y cargada de espaldas, musitaba un soniquete de oración para ahuyentar los malos espíritus. Envuelta en un halo de tristeza que embargaba su espíritu le susurró que seguía oyendo noche tras noche cantar al búho encima de la casa. La abuela la recriminaba: ¿Te parece poca desgracia la que ya estamos padeciendo? Cada vez que volvían los de la búsqueda los inquiría con un gesto acompañado de una enérgica mirada. Al ver la negación en sus rostros, se enojaba y maldecía: ¡mi nieta a merced de las alimañas! Sentada en su silla, con las uñas ennegrecidas por el trabajo de los últimos días, miraba las paredes húmedas de su casa. Con amargura se resignaba a todo menos a no encontrar a su nieta. Determinó salir ella con la cuadrilla. Ese día se vistió el carácter del que siempre había hecho gala y les habló muy claro: no tenemos más suelo que el que pisamos y si está lleno de lodo pues lo tendremos que secar.
Avanzaron bajo las sombras de los olmos que había a los lados del camino hasta llegar al otro lado del río. Allí se vivía la normalidad que ellos habían perdido, el sol brillaba con alegría sobre cerros pardos y campos dorados, los pardales trinaban entre las ramas de los árboles y el viento traía el olor de la cosecha que se estaba recogiendo en las parvas de las eras.
Cruzaron el puente romano y siguieron el camino angosto por donde se metieron en la densa orilla del río. La frondosidad de la maleza, matorrales y espinos hacía que fuera complicado moverse. Los tábanos los asaeteaban y los moscardones zumbaban por doquier. El encargado de los jornaleros que encabezaba el grupo parecía estar seguro de encontrar allí lo que buscaban.
—Mirad, mirad— dijo.
— ¿Qué pasa?— le preguntó Felipe.
—Allí, allí. ¡Hay algo!
Las chicharras no paraban de cantar y el río seguía con su grave rumor. Los del grupo se santiguaron y se quitaron el sombrero de paja. Donde el río hacía un gran meandro, allí, tras arrastrarla 11 kilómetros, se había cansado de ella y la había vomitado. Una sombra más negra que la noche los envolvió a todos. Un sapo saltó en el barrizal y sintieron el rozar de la culebra al deslizarse. Sí, era ella, ella que ya no miraba. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la abuela que rápidamente la envolvió en su mantón negro, la cogió en brazos y sin más, tomó la vereda que le conducía a su casa y, aunque no pudo con las alimañas que tanto temía, sí se la arrebató a las garras de las aves rapaces que sobrevolaban la zona. El río zaíno cantaba la misma canción de siempre una vez calzado en su propio cauce. La abuela no quiso escucharlo, ni giró la cabeza para contemplar la placidez y relajación veraniega en la que vivían los pueblos del otro lado. Echó a andar con la cabeza alta y los ojos arrasados en lágrimas, sintió frío y percibió con inquietud su propio fin. 

Los demás, en silencio, la siguieron.
© María Pilar

05 septiembre 2011

Por la escuela pública - ¡No a los recortes!

Es una maestra de escuela, lista, resuelta y debidamente preparada. Ha vivido cogiendo el tren en su vagón de cola y sigue siendo la misma profesional de siempre. 
Apenas se levanta pinta una sonrisa en su cara y no la provoques que te responde con todo descaro. 
Sonríe al saludar a sus chavales cada día aun sabiendo que su trabajo pende de un hilo; una decisión política en nombre de la austeridad puede declararlo prescindible. 
Es una aguja en un pajar, un granito de arena ante las grandes cifras macroeconómicas. Lleva años de experiencia, de saber hacer, corrigiendo fallos de aprendizaje, celebrando éxitos. 
Lo que más admiro son sus ganas de seguir adelante, aunque por momentos pase por su mente el grito: "¡que se pare el mundo que quiero apearme!" 
Uno de esos momentos ha sido precisamente cuando se ha informado de que los recortes de la escuela pública pueden afectar a Proyectos de Educación Inclusiva como el suyo y que un montón de chavales va a perder el tren en marcha del Sistema Educativo. Hasta ahora ella y personas como ella son el único puente para que eso no ocurra.
¿Por qué los que han tomado decisiones que han servido para agrandar la deuda siguen en sus puestos sin merma de sus salarios? ¿Por qué hacen pagar a los que de verdad están trabajando y construyendo unas bases sólidas en este país?
© María Pilar

01 septiembre 2011

¡Cómo estaba la playa!

Todos a la búsqueda y captura del bronceado. Que para ello hay que pasarse buenos sofocones y grandes incomodidades, no importa. Arena por aquí, arena por allá. La pelota del niño que nos cae encima, la arena del que sacude la toalla, las gotas de agua que nos van dejando los bañistas, obstáculos en movimiento por doquier; todo se aguanta antes de volver al lugar de origen con el color pálido anterior a las vacaciones.
Uno puede estar pasando una crisis económica como la de este país ahora mismo, pero no tanto como para parecer pobre y provinciano. El color iguala y en este caso se busca el de los que viven bien y pueden permitirse muchas horas en contacto con la naturaleza. En una palabra, los de poder adquisitivo alto que siguen siendo los que marcan la pauta; aunque, también es verdad, que no siempre optaron por el mismo color.
Conocí a una señora, señorita decía ella porque no había conocído varón, que con muchos años sobre sus espaldas bajaba a la era y sentada en el trillo daba vueltas y vueltas hasta desgranar el cereal. A más de 30º aguantaba con botines y falda larga, guantes de cabritilla y pañuelo a la cabeza con sombrero de paja encima. Los tiempos ya habían cambiado, pero no para ella que a falta de búcaros de Estremoz para rumiar como en la Meninas de Veláquez, seguía resguardándose de los rayos solares para parecer lo que no era.
Aquí hay preciosas playas, como esta de Noja, paisajes verdes y agradables temperaturas. Es el reclamo que año tras año atrae a los veraneantes. Los hoteles, apartamentos y campings ya se han ido ocupando. Los chiringuitos están abiertos, las tumbonas preparadas y rebosan en las tiendas los productos playeros captando la atención de los turistas. Todos, con un ojo en la playa y otro en el cielo, están pendientes del tiempo cuyos representantes se han quedado anclados en un punto fijo como los discos rayados: “sol en toda España excepto la cornisa Cantábrica que…”
Empieza el sirimiri, viene acompañado de una fuerte brisa que hace que la sensación térmica sea unos grados por debajo de la temperatura ambiente. Pronto las toallas de playa se reconvierten en grandes mantas para protegernos del frío, lo mismo ocurre con las sombrillas que resguardan de la lluvia. Sigue el sirimiri azuzado por el viento. —Aquí todos le dicen sirimiri, no calabobos como en otros lugares— “Si a lo que venimos es a no pasar calor y poder dormir bien”, exponen algunos abiertamente para que los que están en retirada les oigan.
¡Quién no se consuela es porque no quiere!
© María Pilar

La noticia que nunca dan los noticieros

Una mañana serena, soleada, con una brisa fresca que terminará por barrer las nubes.
Empezar el día así, se hace más fácil la vuelta al trabajo y como he salido de casa con tiempo puedo ir tranquila observándolo todo.
¿Qué historia habrá en la vida de ese Cocker Spaniel que mea en el castaño de indias del parque? Su dueño se hace el despistado. Estoy segura que no lo pierde de vista. Algunos jubilados de poco dormir salen a andar en grupo, como cada día. Esos ciclistas que pasan por el carril bici con la mochila a la espalda, ¿van también a su lugar de trabajo?
¡Cuánta gente sube y baja en la parada del tranvía!
Una marea de jóvenes está entrando en el instituto; gritos y risas celebran el encuentro.Todas las tiendas ya están abiertas y la vida comercial fluye. La ciudad ha despertado del letargo de las vacaciones.
En contraste, los nubarrones de las noticias económicas y el ataque terrorista que han escupido los medios de comunicación esta mañana, nos envuelven en una atmósfera asfixiante. Estamos muy pendientes de los noticieros y con el sentido fatalista que nos inunda nos preguntamos quién será el siguiente asesinado, extorsionado o secuestrado. Vivimos en el País Vasco en un ambiente social tan enrarecido... 

Hoy quiero echarle coraje y detenerme en las pequeñas cosas que nos trae el día. Me complace comprobar el espíritu tan normal que impregna el ir y el venir de los habitantes de mi ciudad. Creo percibir que en esta hora de la mañana la vida de la gente transcurre en una convivencia armónica, lo que no es poco.
© María Pilar