¿Alguna vez pensaste que esto fuera tan brutal? dijo Mikel ya en la calle con la mano en las lumbares doloridas por los golpes de la porra policial.
Esto, ¡pero qué es esto! ̶ le contesté enojada enfundada en mi pantalón de pata ancha y mi chaquetón de cuadros.
Ese día de invierno nos vimos a la deriva de un destino incierto.
En los alrededores de la universidad los "grises" se habían ensañado y habían cargado con contundencia. Las fuerzas de orden público parapetados tras los escudos se entregaban a fondo para disolver nuestra manifestación en apoyo de la lucha obrera. El humo de los botes nos envolvía impidiéndonos respirar; el ruido de los disparos de los antidisturbios nos estallaba los tímpanos y nos alteraba el ritmo cardiaco; las pelotas de goma, que caían por doquier, abatían a los que alcanzaban... Las toses y la irritación en los ojos hacían que buscásemos una salida y chocábamos con furgones policiales que cortaban las calles de escape y por el otro lado, armas, porras y cascos venían en nuestra dirección. Las barricadas ardían, los adoquines de las calles volaban por los aires y las sirenas de refuerzo se oían por toda la ciudad. Gritos, insultos, más disparos y por fin…, el silencio. Habían ganado. Nos expulsaron de la universidad y la precintaron hasta nueva orden.
Mi gesto de enfado cambió cuando vi el esfuerzo que hacía Mikel para seguirme.
̶ Podemos sentarnos en un banco del parque. ̶ Y le cogí la mano.
Se separó.
Siempre me decía que le encantaban esos gestos míos tan espontáneos, esa facilidad para hacer natural lo que en aquella época no lo era y quería evitarlo en público. ¿No éramos simples amigos? Pues así nos teníamos que manifestar.
Seguimos andando uno al lado del otro.
Días más tarde ocurrieron “los sucesos de Vitoria del 3 de marzo de 1976”. ¿Cómo fue posible la matanza de cinco trabajadores y más de 150 heridos de bala por disparos de la policía? —Un punto negro de la transición española que nadie ha pagado por ello—.
La ciudad entera se paralizó, nos faltaba el aire para respirar y como a cámara lenta fuimos saliendo de entre los escombros de una hecatombe que nos había tragado. Tras la asistencia a los funerales de los obreros caídos, el pesimismo se adueñó de nosotros, pero el coraje y las ansias de libertad se agudizaron con el dolor.
Mikel, que tenía unos ahorros de trabajar los fines de semana, me propuso salir unos días del país.
̶ París ̶ dijo él.
̶ Capri ̶ propuse yo.
Capri en mi memoria ocupaba el espacio de una canción, ya pasada de moda, que cantaba Hervé Vilard en los 60: “Capri c’est fini”
¡Cómo me gustaba la Chanson!, la primavera de Praga, la minifalda, el mayo del 68… Todo traía aires de libertad y nosotros los respirábamos ansiosos años más tarde. Tarareábamos las canciones de Nuestro Pequeño Mundo y Agua Viva, Víctor Jara y Joan Baez. Nos emocionábamos con los poemas de Miguel Hernández y Lorca, seguíamos a Neil Diamond y a Bob Dylan y disfrutábamos con Simon and Garfunkel.
Cuando pisé Capri, esa isla serena me contagió su luz y las palabras de la canción renacieron en aquel lugar paradisíaco. Con sandalias planas, vestido corto de tirantes y melena al viento, entre luces y sombras que juegan con jardines de ensueño y un perfume a limón embriagador, encontré el amor.
Tomábamos limoncello en un mirador de un jardín encantador en los acantilados y recuerdo que miraba ese mar de aguas cristalinas color turquesa cuando susurré:
̶ Creo que estoy poniendo en peligro nuestra amistad, me estoy enamorando.
Nuestras miradas vibraron al encontrarse.
Esto, ¡pero qué es esto! ̶ le contesté enojada enfundada en mi pantalón de pata ancha y mi chaquetón de cuadros.
Ese día de invierno nos vimos a la deriva de un destino incierto.
En los alrededores de la universidad los "grises" se habían ensañado y habían cargado con contundencia. Las fuerzas de orden público parapetados tras los escudos se entregaban a fondo para disolver nuestra manifestación en apoyo de la lucha obrera. El humo de los botes nos envolvía impidiéndonos respirar; el ruido de los disparos de los antidisturbios nos estallaba los tímpanos y nos alteraba el ritmo cardiaco; las pelotas de goma, que caían por doquier, abatían a los que alcanzaban... Las toses y la irritación en los ojos hacían que buscásemos una salida y chocábamos con furgones policiales que cortaban las calles de escape y por el otro lado, armas, porras y cascos venían en nuestra dirección. Las barricadas ardían, los adoquines de las calles volaban por los aires y las sirenas de refuerzo se oían por toda la ciudad. Gritos, insultos, más disparos y por fin…, el silencio. Habían ganado. Nos expulsaron de la universidad y la precintaron hasta nueva orden.
Mi gesto de enfado cambió cuando vi el esfuerzo que hacía Mikel para seguirme.
̶ Podemos sentarnos en un banco del parque. ̶ Y le cogí la mano.
Se separó.
Siempre me decía que le encantaban esos gestos míos tan espontáneos, esa facilidad para hacer natural lo que en aquella época no lo era y quería evitarlo en público. ¿No éramos simples amigos? Pues así nos teníamos que manifestar.
Seguimos andando uno al lado del otro.
Días más tarde ocurrieron “los sucesos de Vitoria del 3 de marzo de 1976”. ¿Cómo fue posible la matanza de cinco trabajadores y más de 150 heridos de bala por disparos de la policía? —Un punto negro de la transición española que nadie ha pagado por ello—.
La ciudad entera se paralizó, nos faltaba el aire para respirar y como a cámara lenta fuimos saliendo de entre los escombros de una hecatombe que nos había tragado. Tras la asistencia a los funerales de los obreros caídos, el pesimismo se adueñó de nosotros, pero el coraje y las ansias de libertad se agudizaron con el dolor.
Mikel, que tenía unos ahorros de trabajar los fines de semana, me propuso salir unos días del país.
̶ París ̶ dijo él.
̶ Capri ̶ propuse yo.
Capri en mi memoria ocupaba el espacio de una canción, ya pasada de moda, que cantaba Hervé Vilard en los 60: “Capri c’est fini”
¡Cómo me gustaba la Chanson!, la primavera de Praga, la minifalda, el mayo del 68… Todo traía aires de libertad y nosotros los respirábamos ansiosos años más tarde. Tarareábamos las canciones de Nuestro Pequeño Mundo y Agua Viva, Víctor Jara y Joan Baez. Nos emocionábamos con los poemas de Miguel Hernández y Lorca, seguíamos a Neil Diamond y a Bob Dylan y disfrutábamos con Simon and Garfunkel.
Cuando pisé Capri, esa isla serena me contagió su luz y las palabras de la canción renacieron en aquel lugar paradisíaco. Con sandalias planas, vestido corto de tirantes y melena al viento, entre luces y sombras que juegan con jardines de ensueño y un perfume a limón embriagador, encontré el amor.
Tomábamos limoncello en un mirador de un jardín encantador en los acantilados y recuerdo que miraba ese mar de aguas cristalinas color turquesa cuando susurré:
̶ Creo que estoy poniendo en peligro nuestra amistad, me estoy enamorando.
Nuestras miradas vibraron al encontrarse.
Muy bello tesoro, es parte de tu historia?
ResponderEliminarRecorrí un poco de mi adolescencia con el relato :)
Besitos, buena semana!
Graciela, qué intuición más acertada has tenido.
ResponderEliminarFeliz semana para ti y los tuyos :)