30 diciembre 2020

Aurrera!

Es 1 de enero de 2021 y luce el sol. Da alegría y sientes algo así como un subidón de moral. Estamos a temperaturas bajo cero y los del tiempo anuncian borrascas de nieve continuadas con el cierre de carreteras. Ya lo están algunos puertos. Tras los cristales del mirador, la plaza ofrece una estampa preciosa, se diría que está recién pintada y destacan los colores con tanta luz que te obliga a entre cerrar los ojos. ¡Bien hecho 2021! Empezamos a congeniar. El gris y negro en el que nos tenía metidos tu hermano mayor nos bajaba los ánimos a los pies. 

 Ya la noche estuvo bien. Las mesas lucían espléndidas en las distintas casas. El menú de fiesta como correspondía al momento. Pero eso de tomar las uvas por videollamada fue la mecha que encendió la magia. ¡No hay otros como los chicos! ¡Son admirables! Fue una originalidad de ellos para hacernos compañía, se nos pasó el tiempo rápido sin pensar que estábamos solos. Y yo que, a mis años, no entendía lo de tanto móvil, que parece que lo quieren más que a uno mismo; pues mira por dónde, ¡qué sorpresa! Nos dieron una lección de cómo hacer frente a la adversidad que ya nos gustaría a nosotros. Me emocionaron, vaya que sí, y aguantando las lágrimas estuve. Opinaba que serían ellos los que se sentirían solos, y me apenaba; pero no fue así, estaban contentos y con esa alegría nos contagiaron a su madre y a mí. Hablábamos como si estuviéramos en el salón de casa. Quitándonos la palabra, a veces. Pero el momento de las uvas, todos a la par pendientes del mismo reloj, hasta en eso nos pusimos de acuerdo, fue conmovedor; no lo olvidaré nunca. El brindis con los mejores deseos para el Año Nuevo quedará colgando en algún pliegue de mi memoria para recordarme que la fuerza del cariño de los tuyos rompe barreras y se salta los confinamientos si hace falta, de manera virtual se entiende, para vivir la Nochevieja en su esencia que para nosotros es el encuentro familiar. 

¡Qué empuje de ánimo y fuerzas! Me gustaría imitarlos… De momento, me siento orgulloso por compartir la vida con esa generación joven que nos viene tan bien preparada. Son un soplo de aire fresco. 

 © María Pilar

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17 diciembre 2020

Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado



Fecha de publicación original: 1969 
Autora: Maya Angelou 
Género: Autobiografía 
Editorial: Random House 
País: Estados Unidos 






Decía Carlos Zafón que todos los libros tienen alma, el alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. 

El alma de Maya está en cada palabra que escribe, no hay nada de artificio en ese contarnos en primera persona con esa voz (puede ser mirada) de la infancia, sus miedos, esperanzas, el abuso sexual, las frustraciones, la familia desestructurada a la que perenece y, ya en la adolescencia, la búsqueda de su identidad y afrontar la maternidad en solitario.
 
Ocurre lo que dijo Tolstói: «Pinta tu aldea y pintarás el mundo». Es lo que hace Maya, porque tiene un don tan extraordinario para narrar que el lector muy pronto sabe que todo lo que nos cuenta trasciende y, a través de sus propias vivencias, nos está mostrando el racismo, la segregación, la violencia, y el temor de la raza negra en EE.UU. en la 1.ª mitad del siglo XIX.
 
El libro no está estructurado por capítulos. Va poniendo luz en los hechos importantes relacionados con su vida y los reviste con tanta dignidad que sobrecoge. Con una sensibilidad especial, crea un mundo de olores, colores, sabores y sonidos, donde los personajes tienen vida propia en unos ambientes y situaciones. La imaginación del lector se cuela provocada por la magia del relato. Tienes la impresión de estarlo viviendo como observador más que leyéndolo. Y esas impresiones te acompañan después de haber terminado de leer el libro.
  
Entre los personajes, yo me quedo con el de la yaya, la abuela de Stamps, Arkansas. Tiene una tienda de ultramarinos en la zona para negros. Una mujer excepcional que pone unos pilares tan firmes en la educación, tanto de Maya como de su hermano, que van a ser el sostén frente a las dificultades en su vida. Para ella el recurso de la fe es como un clavo ardiente al que agarrarse. En la casa de la abuela, los niños tienen una familia, pero también hay un pueblo cohesionado detrás que nunca más van a tener en San Francisco con sus padres.

Escenas a destacar hay muchas, La de la abuela aguantando firme, sin moverse, delante de su casa, los ridículos gestos y mofas de los chiquillos blancos, es impresionante. Parece un tótem.  
Otra escena es el día en que los niños de la escuela de la Escuela Normal del Condado de Lafayette, en Arkansas, preparan su graduación. Angelou está entre ellos. Proyecta nervios, anhelos, ilusiones de futuro… El discurso del señor Donleavy, en nombre de las autoridades educativas del estado, entra como un elefante en cacharrería, destruyéndolo todo al dejar la expectativa máxima del negro únicamente en el deporte. Con una furia silenciosa, Angelou reflexiona con gran pesar el no poder controlar su vida por ser una chica nigra. Así y todo no se da por vencida y sigue con el afán de superación en su vida, la prueba está en que se hace escritora.

10 diciembre 2020

Tiempo de espera

El tiempo de espera en la famosa escalinata de la Plaza de España en Roma, por la que deambulan pintorescos personajes de la noche, es un tiempo demasiado lento para aguardarlo. Cuando todo en la ciudad permanece cerrado, un trajín se resbala por los peldaños buscando un sitio hacia ninguna parte. Entonces, entre el humo del tabaco y los efluvios del alcohol, algunos discuten iracundos en ese estado en el que se pierde el equilibrio de los cuerpos y también del lenguaje, que se limita a un tartamudeo de exabruptos y blasfemias. Hay quien rebusca en sus bolsillos las colillas recogidas en la calle para prepararse el penúltimo cigarro, los más afortunados se colocan la dosis que por momentos los hace creerse héroes. 
 
La divertida escalera de día, con el trasiego de turistas y la vistosidad de las azaleas que la adornan, por la noche huele a indigencia, miseria y derrota. Claro que los ocupantes no lo notan porque ellos mismos son escaleras. Tosen y se cubren con cartones para pasar la noche.

Hoy se les acerca uno nuevo. Cohibido, con un rostro demacrado y lastimosamente triste, les pide permiso para ocupar un trozo de escalón, como si pensara que les está usurpando un puesto. El más cercano levanta los hombros en un gesto de indiferencia y se da media vuelta intentando dormir. Entrada la noche, los ciento treinta y cinco peldaños parecen un purgatorio de almas en pena que han de pasar por allí antes de ingresar en el cielo. El nuevo no duerme, aterido de frío, escribe una carta a su madre en un papel arrugado bajo la escasa iluminación callejera. Cuando a los trece años, sus padres adoptivos le dijeron que había sido abandonado junto a un árbol del parque de la Florida de Vitoria, la palabra madre despertó en él emociones traicioneras que lo llevaron a marcharse de casa en su búsqueda. En ese camino está todavía, sin encontrarla, y ya ha cumplido los veintitrés. Entre esperas y desesperas ha intentado acoplarse a ese mundo gris y desolado que lo rodea. El de al lado piensa que es poeta porque los poetas tosen, como este, una tos muy fea. 

Empieza a llover. Todos van alejándose dejando restos de su esencia, al nuevo se le sale el alma entera. No puede soportar más la carga de su propia historia que lo ha ido consumiendo ante el silencio o la indiferencia de ella. Porque si bien, ha localizado el lugar donde una voz maravillosa de mujer lo había citado por teléfono: la fontana della Barcaccia; su madre no ha aparecido. Ni entonces ni ahora ni nunca. Quería encontrarla, verla al menos una vez en la vida, observar si tenía algo de ella: sus ojos castaños claros, sus manos finas, la tez blanca y el cabello oscuro. Tal vez se ha olvidado de la cita o lo ha visto de lejos y se ha dado media vuelta avergonzada de su hijo como el día que lo parió. Con la movilidad de un animal herido se acomoda en un rincón sigiloso con el abrigo cerrado y los hombros apretados por el frío. ¿Acaso tiene algún sitio mejor al que ir? 

Entre la llovizna que lo envuelve ve una mujer que se le acerca. ¡Es ella! El corazón le da brincos de alegría. 
—¡Mamá!
—¡Alberto, hijo!, ¡te dije que vendría! 
—Eso dijiste, mamá. Por eso te esperaba. —Alberto hace un enorme esfuerzo para levantarse, quiere agarrarla, que no se le escape de nuevo, pero el cuerpo no le responde. 
—Ha pasado tanto tiempo…  
—Lo sé, mamá. El tiempo de espera ha sido largo. No sabes cuánto. Llegué a perder la esperanza… —Su voz temblorosa se quiebra.

La madre lo mira con ternura. Se preocupa por él. Sentada a su lado, le echa un brazo por los hombros y lo atrae hacia sí. Alberto, que quiere darle su mejor versión, se limpia raudo las lágrimas con la manga del abrigo y abre los ojos todo lo que puede para verla bien: «¡Qué bella es!»
—No pude venir antes, hijo; pero yo bien sé que, a pesar de todo, me seguías esperando. ¿No es así? 
—Así es, mamá. Siempre. —Esa confianza que deposita en él le aligera de cargas, se siente flotar como una pluma. Mira a su madre y trata de sonreír—. El deseo de encontrarte creció tan vivo dentro de mí que ya te conocía a pesar de tu ausencia. En mis momentos de soledad, era a ti a quien le contaba todo lo que me ocurría en la vida. ¿No me escuchabas, mamá? 
—Claro, hijo, por eso estoy aquí. Nunca más te dejaré solo. Hoy he venido para llevarte conmigo. —Y lo abraza con cariño protector a la vez que manifiesta—: Si tú quieres, podemos irnos ya. 
—Sí, vámonos, mamá —contesta apresurado Alberto. 

Empapado en un charco negro que le hace de sudario, es Tánatos el que lo coge para llevarlo al mundo de los muertos. 

© María Pilar 

Relato publicado en la revista: Volvemos a Manderley de El tintero de oro

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01 diciembre 2020

La secuoya de Ursulinas

    Había una vez una secuoya gigante en Vitoria que estaba catalogada como árbol singular y, por tanto, legalmente protegida. Plantada en un parque céntrico donde podía vivir libre y segura, dejó de añorar sus tierras del norte y se hizo un árbol colosal que superaba los cuarenta y dos metros. Sobrepasaba a todos los edificios de alrededor, incluso, la Catedral Nueva que tenía enfrente. En perímetro medía más de ocho metros, se necesitaban seis hombres para abarcarla. 

    Erguida y hermosa, se mantenía segura con unas raíces que podían alcanzar los treinta y cinco metros. Se asomaba por la tapia del colegio de las Ursulinas para disfrutar del jolgorio de las niñas en el patio del recreo y desde allí la veíamos como una diosa protectora. Le divertía lo sorprendidos que se quedaban los que la visitaban, la seriedad con la que daban pasos por su perímetro o los complicados giros de cabeza para intentar ver su copa. Pero lo que de verdad la enamoraba, era una sensación tan extraña como agradable: el cosquilleo que sentía cuando la abrazaban. Las primeras en hacerlo fueron las niñas del colegio. Consiguieron semi abrir, no sin temor a ser descubiertas, la pequeña puerta de la tapia que siempre estaba cerrada, se deslizaron por la abertura y juntando sus manos estiraron, estiraron hasta lograrlo. ¡Qué felices estaban y con qué gritos y choques de manos lo celebraron! 

     Cuando escuché que la secuoya centenaria de Vitoria se estaba secando, me dolió en el alma. Me acerqué a verla. ¡Dios Santo, qué aspecto tenía! Un esqueleto gigante. ¡Cmo podía el ayuntamiento de la ciudad exhibirla de aquella manera! Me senté en una piedra y sí, lloré lágrimas amargas junto a ella. 

   En los últimos tiempos, la ciudad le había dado la espalda al priorizar la construcción en esa zona tan céntrica. El colegio, que ya es mixto, ha construido una ampliación en la superficie del patio. Los edificios invasores han ocupado el parque hasta convertirlo en un habitáculo interior, en el que la hicieron prisionera. Pasaba completamente desapercibida porque ya no estaba a la vista. Había que conocer el estrecho callejón por el que se podía acceder para encontrarse con ella. Nadie la visitaba. Se murió de pena a los ciento cincuenta y cuatro años. Una jovencita´en su especia, llegan a vivir tres mil o cuatro mil años. 

    Hoy, el pequeño emplazamiento, junto al colegio, ha vuelto a ser noticia. Cuenta con nueva vegetación que rodea a la secuoya seca y ahora tiene nombre: «Sempervirens Parkea», es un espacio de homenaje a las víctimas del covid-19. Un espacio presidido por el esqueleto de la secuoya plantada en 1860 que con su fuerza y solidez simboliza la permanencia del recuerdo de las víctimas en esta pandemia. Junto a ella se ha plantado otro ejemplar joven que simboliza la esperanza. Pasado, presente y futuro juntos. Un viaje en el tiempo.

    © María Pilar
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23 noviembre 2020

Día internacional de la palabra

«Las palabras son como la capa superficial de las aguas profundas» (Wittgenstein)
 
«Si he perdido la vida, el tiempo, todo 
lo que tiré, como un anillo, al agua, 
si he perdido la voz en la maleza, 
 me queda la palabra» (Blas de Otero).

La china en el estanque: del mismo modo que cuando se tira una china a un estanque se producen ondas y distintos efectos a su alrededor, «la palabra lanzada a la mente por azar produce ondas de superficie y de profundidad» (Gianni Rodari). 

RETO: Descomponer la palabra «china» y escribir una frase con cada una de sus letras.

Cogí el rimo de girar una mano y luego la otra mientras la abuela devanaba. 
Hilaba ovillos como si hilase pensamientos para sacarnos del empantanado negro.
Imaginaba su mente desenredando recuerdos que perdurasen en el tiempo.
Nunca se perdía en devaneos.
Aunque alguna vez la sorprendí con la mirada extraviada en un punto incierto. 

Acróstico
Cantar una vez más porque sientes mariposas en el alma
Hilos recién pintados para que la vida no se destiña 
Imaginar cosas trepidantes para vivirlas en tu compañía
Nunca es una barrera desterrada entre nosotros
Abanicos de colores juegan con el viento 

 © María Pilar

20 noviembre 2020

Invisibles por la absenta

La absenta de Degas

    Hace tiempo que han dejado de quererse y esto es una verdad como un templo. Ella prefiere sentarse esquinada para evitar rozarse con él. No lo soporta. Apesta a alcohol y tabaco. Le culpa de tirar su futuro de actriz por la borda y no se lo va a pasar por alto. Lo mismo ocurre en la cama cuando muerta de frío se acurruca en el borde dándole la espalda, mientras él, un tipo del carajo, duerme a pata ancha. 
 
 Se conocieron en ese café donde, una noche sin fin, se comieron a besos de forma salvaje bajo los efluvios de la absenta. Allí regresan cada tarde, siempre sentados en la misma mesa. Ella se siente vacía como la botella que tiene al lado. Con los brazos caídos y las piernas abiertas, puesto que ya nadie la mira, deja volar su mente en un caos de pensamientos arrastrada por el Diablo Verde. Él, en cambio, un hombre tan anodino como la ropa que lleva puesta, en cuanto siente que la borrachera sube por su interior como una ola, la sujeta con fuerza apoyando el brazo sobre la mesa para no perder la compostura. Sus ojos controlan lo que ocurre al otro lado del café, como si entre el bullicio de la gente fuera a surgir alguien que se digne a mirarlos, él está dispuesto a levantarse para charlar un rato. 
 
 Pero ya nadie se acerca a saludarlos como en los viejos tiempos. La atmósfera de silencio que los envuelve los hace invisibles. El fracaso de sus vidas alcoholizadas les ha convertido en dos sombras proyectadas en el espejo.

 © María Pilar
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10 noviembre 2020

Monólogo interior

    ¡No quiero y no quiero! Me niego a oír más noticias. Se acabó. No me hacen falta. Con lo que tengo alrededor me sobra. Prefiero seguir quitando el polvo de la casa, que ya sé que es una tontería porque nadie la mancha, me da igual. Y luego la vecina de enfrente, metiéndose donde nadie la llama. «¿Qué tal tu niña?» Si pudiera estamparle la puerta en la cara, pero claro, una se aguanta las ganas y tira de educación. «Está estupenda y le va fenomenal». A ella le voy a decir la tristeza que me embarga por la ausencia de mi hija, vamos hombre, que una tiene su orgullo. 
    
    El maldito covid nos está arruinando la vida. Ilusa de mí que creí que entre todos lo hacíamos desaparecer en un pis-pas. Me enferma este no saber, no pido certezas absolutas, un inicio, algo que nos vaya llevando, pero nada. Y ya hace nueve meses que ella se fue. Con qué entusiasmo me dio aquel abrazo tan impulsivo para darme la noticia. «Mamá, imagínate ingeniera de calidad en Hamburgo» Era el sueño de su vida y empezó a hacer planes, las semanas que vendría, los días que iría yo. La veía tan feliz, mira, solo con recordarlo me emociono. Oye, que ahora también la veo guapa y feliz; claro, por videollamada por wasap; que no es lo mismo, dónde vamos a parar, si en cuanto me abrazaba, al sentir su cuerpo junto al mío, yo ya sabía si estaba triste o alegre. Cómo echo en falta la suavidad de sus caricias, las risas que llenaban la casa. Al no podernos abrazar se pierden tantas cosas. 

    Me dice lo mucho que se alegra de verme tan bien, solo faltaba que mi hija me viera llorar a dos mil kilómetros de distancia. Los sinsabores que ocupan mis días y parte de mis noches se quedan para mí. ¿Y si ella está haciendo lo mismo que yo? ¿Y si no le va bien y no me lo cuenta por temor a preocuparme?

    © María Pilar

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28 octubre 2020

Un mundo de Ángeles Santos

Este cuadro ha sido restaurado recientemente y se puede ver en el Museo Reina Sofía de Madrid. «Un mundo», dijo la autora que representa. Por cierto, se llamaba Ángeles Santos y lo pintó con tan solo diecisiete años, una artista precoz donde las haya. ¡Qué no se hubiera dicho de ella en 1929 si hubiera sido un varón! Eran otras épocas; de la mujer se esperaba que se casara y fuera amante esposa y una madre solícita, no una artista del vanguardismo. De todas formas, el monumental lienzo de nueve metros cuadrados tiene tanto magnetismo que fue la obra que más sensación causó en el madrileño Salón de Otoño de 1929. Los especialistas se rindieron ante su genio precoz y recibió los elogios de la intelectualidad del momento.
 
 ¿Qué tiene esta pintura para que nos llame tanto la atención? ¿Es su aspecto de pesadilla? ¿Su monumentalidad? La miro desde la distancia. El cubo terráqueo está tan cargado de objetos que a duras penas se sostienen por la velocidad a la que se mueve; parece que va a salir despedido y estamparse contra el espectador. Me atrae como un imán. A medida que me acerco, su fuerza inquietante va dejando paso a un mundo culturalmente tan mío, que me sorprende gratamente. El mundo de Ángeles, es un cubo con aristas y vértices y no una esfera como vemos en los mapas. Eso sí, desprende soledad, una soledad infinita. 

 La parte de arriba describe Valladolid, la ciudad de la pintora. La cruza el río Pisuerga con sus barquitas de vela y zonas de esparcimiento. De las huertas acarrean los productos al mercado y hay personas comprando las verduras frescas producto de la tierra. En el vértice de la derecha, la iglesia, se oyen las campanas. Es la hora de la misa. Algún rezagado va corriendo. En el lado opuesto, el cementerio. Un coche fúnebre se acerca seguido en silencio por los familiares y conocidos que asisten al sepelio. Las casas sin una pared nos muestran su interior como esas casitas de muñecas: aquí el cine de barrio, allí una escena familiar cotidiana. No me pasa desapercibido el toque clasista de los jóvenes jugando al tenis. 
En la cara de enfrente, un tren con el traqueteo de los del pasado deja atrás los ondulados campos castellanos y serpentea por montañas inabarcables con sus silbidos envueltos en hollín. Desde sus ventanas se pueden ver los valles áridos y atormentados que va dejando atrás. Se mete en un túnel y sale en la estación de Portbou donde la autora pasaba las vacaciones con su familia. Huele a mar. Se palpa el ambiente de verano con ese relax de los que están tomando el sol en la playa. Un partido de fútbol se libra entre dos equipos muy competitivos. No sabemos quién salió vencedor. Lo que sí apreciamos es el gran contraste entre la austeridad vallisoletana y la relajada vida de vacaciones en la costa. 

 La atmósfera azul está ocupada por unos espíritus de naturaleza femenina que suben por una escalera para llegar al sol que está en lo alto. En él prenden sus varitas de madera y bajan corriendo hacia el lado contrario donde está la noche para encender las estrellas. ¿Hay algo comparable a tumbarse en un campo una noche de verano y contemplar un cielo estrellado? Y esa estrella entre miles de estrellas que nos hace un guiño es la nuestra. Sí, porque así lo decide ella y nadie nos la puede disputar. Es la de un ser querido que nos dice: «Ánimo, tira para adelante que yo estoy bien». Y entonces, nos fijamos en los ángeles, unas figuras aladas que se acercan al cementerio para acoger en sus brazos el alma del difunto y la llevan al cielo.

Esas mujeres-madres que están en la derecha parecen extraterrestres. Inundan la atmósfera de música y no tienen oídos. Miran sin saber a quién, puesto que tienen los ojos cerrados. Nosotros las miramos con los ojos abiertos sin comprender. Me producen desazón, desconcierto. Hasta que me fijo en sus entrañas y es allí donde descubro la luz que reconstruye un puente con nuestro mundo. Esta pintura habla de la importancia de la mujer, sea de aquí o de allá. La mujer portadora de la vida, la que hace girar el mundo. 

 © María Pilar

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13 octubre 2020

Garayo, el destripador

«Duérmete niña, que viene el coco y se come a los niños que duermen poco.» A los críos hay que cortarles las alas cuando son meones y que aprendan a estar calladitos. Lo dice esta nana, seguro que la conoces. 
Una nana que precipitó mi historia. Te la cuento porque no sé leer ni escribir. Llevo unos meses en esta cárcel de Vitoria y aquí paso los días sentado en la silla, junto a la mesa, con grilletes en manos y pies y una cadena que me une a la pared. Ya has oído los cerrojos al abrir la puerta. Fíjate en el ventanuco; ni alcanzo a ver lo que hay al otro lado, pero no importa porque todo sigue aquí, en mi cabeza. 

 Ya le he explicado al juez instructor cómo se desarrollaron los hechos, y me he dado cuenta por sus gestos que no lo he convencido a mi favor. ¡Joder! A ver si contigo tengo más suerte.  Tú eres galeno, un hombre de estudios, lo podrás explicar mejor que yo.
 Muchos son los curiosos que me visitan para que les cuente los asesinatos a cambio de unas monedas. Hasta me han hecho fotos, y una persona está dispuesta a escribir un libro. Siempre es agradable que alguien así se interese por uno. 

 Ay, la hostia. Quiero contarte mi historia, pero me aturullo como las vaquillas en el prado. Tú querrás que empiece por donde se debe empezar. 
Me llamo Juan Díaz de Garayo y nací el 1821 en una aldea a una hora en burro de aquí. Tengo sesenta años. Las malas lenguas van pregonando por ahí que soy más feo que Picio. Claro que, nunca se atrevieron a decírmelo a la cara. Ya ves que soy alto y corpulento; eso sí, huraño y terco como una mula, sin más educación que los palos de un padre violento y borracho. En mi trabajo de gañán no debía hacerlo mal porque mis paisanos me reclamaban. 

Casado cuatro veces, solo me fue bien con la primera, la Antonia, que me concedía alivio diario. Cuando murió no tuve suerte con las otras, unas vagas; eso que a mí se me iba la mano con facilidad, pero no conseguí doblegarlas. Por su culpa, con cincuenta años empecé a acechar a mujeres solas por caminos y veredas para saciar mis apetitos sexuales antes o después de acuchillarlas. 

El día que empezó todo fue el 2 de abril de 1870. Acababa de morir mi segunda mujer en extrañas circunstancias, que en los infiernos esté. Era mediodía y andaba txiquiteando por las tascas de las callejuelas del centro cuando me encontré en una esquina con la Melitona. Le propuse lujuriar en la vereda del río Errekatxiki. Allí, me pidió cinco reales. «¿Por qué pagar lo que puedo tener gratis?», le dije. Se le desató la lengua. Encendido de ira la agarré del cuello y apreté con firmeza. Sus brazos y piernas trataban de separarse de mí, pero seguí aferrado hasta que aflojó. Para asegurarme, la arrastré hasta el río y le metí la cabeza en el agua. Revivió. Me ayudé hincando una rodilla en su espalda y cargué en ella toda la fuerza de que fui capaz. ¡Cómo se había abultado lo de mi entrepierna! Hacía tiempo que no sentía una excitación semejante. La saqué del agua y la desvestí rasgándole la ropa. Era regordeta y de piel muy blanca. Mirándola, me bajé los pantalones, le separé las piernas, me tumbé encima y empecé a metérsela. Estaba caliente todavía. La cubrí como un toro en aquel lecho verde junto al río. Después, la abrí en canal con mi cuchillo de monte, le saqué las entrañas y un riñón.   

Así fue la primera vez y parecidas las siguientes a lo largo de casi diez años. Abordaba a las mujeres en cualquier sitio solitario y descargaba en ellas toda la rabia incontrolada que despertaban en mí: las forzaba, estrangulaba, destripaba o apuñalaba. ¿Acaso soy yo culpable? ¿No le parece que con su provocación llevan su destino marcado en la cara? No siento sobre mi conciencia sus muertes. Si no hubiera sido yo, cualquier otro las habría asesinado. Siempre pasa con esas mujeres. Cuando terminaba, las abandonaba sin más porque me había ido envalentonando con mi impunidad. Llegué a creer que nunca me cogerían. 

La fantasía de la gente, al conocer los detalles de mis crímenes por la Llanada Alavesa, me bautizó como el Sacamantecas, una figura monstruosa que se convirtió en el coco de las niñas y de todas las mujeres vitorianas a las que se les ponían los pelos de punta solo con mentarla. La gente no podía imaginar que actos tan brutales los estaba realizando el vecino de al lado que era yo. 

Un día, que caminaba por una calle bastante concurrida de la ciudad, fui descubierto por una niña a quien no había visto nunca. Sin duda en la cabeza de esa criatura yo era la representación de sus pesadillas. Le clavé mi mirada atravesada como una rapaz a un conejo. La niña siguió señalándome con el dedo, gritando: «¡Es él! ¡Es el Sacamantecas!» La gente se me fue arremolinando con intención de lincharme. Un alguacil se abalanzó sobre mí y me inmovilizó. 
 No le puse resistencia. 

© María Pilar

Este relato está publicado en la revista monográfico 1280 almas de El Tintero de Oro
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27 septiembre 2020

Ray Bradbury

 


Este año se cumple el centenario del nacimiento de este gran escritor del género fantástico y ciencia ficción. Uno de mis autores preferidos. En la lista de mi blog sobre los mejores autores de relatos, lo tengo a él, claro, no podía faltar. 

Estaba pensando escribir algo para conmemorar esta fecha cuando me he quedado pegada a la radio con la voz del periodista Jacinto Antón. Da gusto escucharlo. No solo tiene un profundo conocimiento del autor y su obra, lo vive, y te lo transmite a través de las ondas. 

Ray Bradbury era un hombre con una gran capacidad de ternura, ingenuo, pero también tenía un lado muy sombrío, y esa mezcla de lo oscuro y lo inocente es lo que da valor a toda su obra. Para él era importante la belleza de la vida, pero también ese elemento perturbador de que todo se acaba. No nos predice el futuro, nos previene sobre él: nos alerta de la subordinación del ser humano a la hegemonía tecnológica, la pérdida de libertad individual, la destrucción del medioambiente, la muerte del libro como objeto físico, el ocaso de las bibliotecas y de las librerías y el receso de la libertad de expresión y creación. 

Un tipo divertido e inquieto como él, siguió toda su vida sin perder la visión del niño que llevaba dentro, le daba miedo la oscuridad y los aviones; le encantaban los gatos, los cohetes y la zarzaparrilla.

A diferencia de otros autores de CF, su obra no corre el riesgo de ser obsoleta porque su fuerza narrativa no se centra en lo tecnológic, sino que pone su acento en lo humano. Siempre he intentado escribir mi propia historia. Pónganles la etiqueta que quieran, llámelas CF, fantasía, policial o western. En el fondo, todas las buenas historias son de una sola clase: la de la historia escrita por un individuo con una verdad propia (Ray Bradbury).

¡Qué fantástico cuento hubiera escrito sobre esta situación de pandemia por el covid-19! Al igual que en su novela distópica Fahrenheit 451, donde estaba prohibido leer, que ahora no podamos abrazarnos ni besarnos, sería materia para una de sus grandes historias. En su lápida está escrito: autor de Fahrenheit 451, su novela preferida. Yo me imagino que allá habrá montado una biblioteca y regalará libros a todos diciéndoles: Leed, leed siempre y como tienen todo el tiempo del mundo se lo pasarán divinamente leyendo.
Aunque parezca contradictorio, porque en sus obras llega a Marte y Venus, a él no le gustaba viajar porque no le gustaba volar ni conducir, nunca tuvo carnet para hacerlo. Pero sí estuvo una vez en Madrid para participar en unos cursos de El Escorial que daba María Kodama sobre Literatura Fantástica. Y allí, lo conoció Jacinto que asistía a aquellos cursos. ¡Cómo lo envidio! Desayunaban juntos todos los días, Bradbury daba charlas, asistía a otras y un día, el periodista, le llevó todos los libros para que se los firmase. Desde siempre, era un fan del autor. 
Cuenta que le dedicó su libro favorito, El vino del estío, con el dibujo de un diente de león, porque en la novela, que pasa durante el verano, preparan el vino que se hace con esa flor. 
También le firmó las Crónicas marcianas, el libro fundamental del autor. Una colección de cuentos que fue a vender al principio de su carrera por separado y le dijeron que lo hiciera como novela porque todos tienen una línea que los une: la conquista de Marte, una conquista fantástica. Los marcianos tienen los ojos amarillos y una voz musical, tocan el arpa, es una civilización culta. Allí llegan los terrícolas con todo su poderío para colonizarlos al estilo de la conquista del oeste americano y la civilización marciana, tan mágica y maravillosa, desaparece dejando un rastro de canciones e historias.  
En La feria de las tinieblas, le escribió una frase muy bonita. Esta es una novela con una serie de misterios y terrores, pero también es la relación de un padre con su hijo, por eso, el periodista le pidió que se lo dedicara para su hija y cuando el autor le preguntó cuántos años tenía, le contestó que acababa de nacer. 

En algún momento del futuro, nos encontraremos, le escribió Ray Bradbury. 

¡Qué regalo tan estupendo!

© María Pilar
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23 septiembre 2020

Soledad y silencio

Siento que el mundo no es el mismo. Deseo verte de nuevo para contártelo, lo deseo con todas mis fuerzas. Llegar al pueblo, bajar del coche, correr hacia ti y abrazarte. Que todo vuelva a ser como entonces. Oír la calidez de tu voz, ver cómo tu sonrisa lo ilumina todo, acariciar la suavidad de tu piel y hasta escuchar tus silencios sabiendo que tú estás ahí. Durante esos momentos, ¡qué felices éramos!, sin ser conscientes de ello. Tu presencia me empujaba a sacar los mejor de mí misma y, contigo cerca, mi vida estaba en equilibrio. Tú hacías que yo brillara como una estrella.

Te contaría que ha aparecido un virus, se ha extendido por todas partes. Está sembrando miedo, dolor y muerte. El mundo se ha ido vaciando de besos, abrazos y cariños; se ha quedado gris y desolado y yo intento acoplarme a él. Ya no soy tan sonriente y radiante como antes. 

Vuelvo a mirar por la ventana por enésima vez. Las nubes grises se desploman sobre la ciudad y el día está tristón como yo. Me da por pensar en ti después de tantos años de tu ausencia. Lo tuyo era serenidad y sensatez, hasta que nos dijiste adiós. Entonces me di cuenta, mientras lloraba y te abrazaba con toda el alma, que te me ibas para siempre. Tú, mamá, que tanto me habías dado sin pedir nada a cambio. Y los pesares se me quedaron dentro. Cuántos momentos por vivir contigo se quedaron para un mañana que no llegó. Entonces, mientras tragaba las lágrimas, supe que lo había tenido todo mientras tú estabas aquí.  ¿Qué me quedaba ya?

Y un día, sin darme cuenta, me fui sintiendo mejor, y decidí que en adelante tenía que ser yo la que dejara esa impronta tan importante en los míos. Además, nadie se va del todo mientras alguien la recuerde y no solo estás en mis recuerdos, me basta cerrar los ojos para verte, sonríes y mis pesares se disipan. ¿Cómo puede el pensamiento tener ese poder? Tal vez se trate de otra dimensión que no se mide con el espacio o el tiempo que controlamos aquí. Gracias, mamá, por estar, por ser. Ya ves que estoy bien, pero hoy la nostalgia me ha pillado con el pie cambiado y me ha llevado por tristes derroteros. 

Un abrazo inmenso.

© María Pilar 
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Diario de un confinamiento

Vaya por delante que es la primera vez que escribo un microrrelato a partir de un disparador creativo. Ni sabía que existían tales artilugios. Alucino en colores.
Es una propuesta de David para el Tintero de oro
  •  Copia el argumento que te salga al hacer clic en el botón Generar nuevo argumento. 
  • Escribe un microrrelato de hasta 250 palabras como máximo basándote en todos o alguno de los elementos que os aparezca en el argumento generado. 
  • Publica el microrrelato en tu blog junto al argumento en el que te basaste. 
  • Explícanos qué elementos de ese argumento escogiste para escribir tu micro. 
  • Deja un enlace a tu micro en los comentarios de esta entrada para que pueda añadirlo a la lista y que todos puedan leerlo. 
  • Tienes de plazo hasta el 30 de septiembre.
 Al leer el argumentó que me salió, lo que más me llamó la atención fue esa mujer extraña, mantenedora del equilibrio natural. Sobre ella centré mi relato en una situación de confinamiento, la naturaleza es su confidente, muestra confianza en sí misma y capacidad de superación. Como en la historia tenía que haber elementos  fantásticos, se me ocurrió ese cactus que se muestra colérico al ver a su dueña hablando con otros cuando la ha tenido siempre para él.
Argumento:
Una arqueóloga que tiene problemas de alcoholemia y su mejor amiga que lo relaciona todo con programas de televisión, buscarán el libro de los Revividos, pero todo será diferente con la presencia de una extraña mujer que dice ser la mantenedora del equilibrio natural, donde la confianza en uno mismo y la capacidad de superación estarán presentes en una historia con elementos fantásticos.
RELATO:
Al otro lado de la plaza, un castaño de Indias luce vestido de frondosa primavera frente a mi balcón. Sus capullos blancos agrupados como sombrillas cerradas, de un momento a otro, se van a abrir para bailar el Vals de las flores de Chaikovsky. Con la flauta dulce, no tienen problemas, porque los trinos afinan de maravilla. Mi cuerpo ya se mueve al compás tres por cuatro y la vida me parece más bella. 
 —¿Qué tal está usted, señor Castaño? —le pregunto. 
 Y él se expande orgulloso con su envergadura de cuatro pisos. 
 
Hoy le he hablado de mi cactus, la única planta que tengo, la verdad. Me apena porque está tristón y llora en silencio. En lugar de lágrimas se le caen hojas. 
—¿Y no tienes a nadie a quirn preguntar? Yo no soy experto —me ha contestado muy atento. 
—¡¿A quién voy a preguntar?! Mi amiga, la arqueóloga, con sus problemas de alcoholemia, ya tiene bastante y la otra, ya sé lo que me va a contar: el último programa que estén echando en la televisión, se los sabe todos. Además, ahora no nos llevamos bien porque no he querido participar con ellas en la búsqueda del libro los Revividos que me parece un horror. 

 Cuando me he dado la vuelta para entrar en casa, lo veo y me estremezco. Mi cactus, desatado en una furia demoniaca, se extiende por la pared y no para de crecer entregado a un juego peligroso de celos y venganza.  

 © María Pilar
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18 septiembre 2020

Carta de un emigrante

                                                          

 
Heerbrug - Suiza, 15 de noviembre de 1965 
 
Querida madre: 
Espero que al recibo de esta esté bien, yo mu bien. 
El viaje en tren para llegar hasta aquí fue mu largo, todo el día y la noche completa, pero como estaba cansado, porque la verda madre, la noche anterior no pude pegar ojo, la mayor parte del tiempo lo pasé durmiendo y así se me izo más corto. 
Al llegar nos esperaba un autobús para llevarnos a la empresa y acernos el reconocimiento médico. Nos tuvimos que desvestir enteros y me acordé de uste madre, de los buenos consejos que me dio, como el de que fuera a bañarme al canal para quitarme la roña que se me pegaba trabajando con las ovejas. 
Ya e encontrado pensión, una señora mayor que vive en una casa mu grande con jardín. ¡Imagínese! Estoy solo en una habitación con cuarto de baño y una gran ventana que si te asomas ves los montes altos y nevados de este país, porque aquí no hay mesetas. 
El trabajo se me da de cine y gano diez francos al día, me han dicho que son casi quinientas pesetas al cambio. Fíjese, madre, toda una fortuna. Todavía no he comprado las telas para que les haga vestidos a mis hermanas ni el paño para el abrigo de usté. Me han aconsejado los compañeros comprar en Zurich que es una gran ciudad con tiendas muy bonitas y para eso tengo que esperar a tener un día libre. De vez en cuando veo a Carlos, el del pueblo, también está trabajando, pero como lo acemos a distintos turnos no nos vemos tanto como nos gustaría. 
Sin más, la quiere mucho, su hijo. 
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—Oye, Carlos, ¿puedes prestarme cincuenta céntimos? 
—¿Otra vez? Mira que tengo apuntado todo lo que te voy dejando. 
—Sabes que te lo devolveré, y con intereses. Es para algo mu serio, tío. Tengo que enviar una carta. 
—Si el encargado se entera de que te ocultas en mi barracón, nos pone a los dos de patitas en la frontera.

© María Pilar
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14 septiembre 2020

María, la hija de María

En las familias hay secretos que no se cuentan a viva voz, pero que son traídos y llevados entre cuchicheos por la gente del pueblo. Así, en voz baja, previo juramento de que no se lo diría a nadie, me llegó el gran secreto de mi familia por una compañera del colegio: Tu madre no es hija de tu abuelo. La llamé mentirosa y le di tal empujón que se cayó de culo. Sin embargo, me dejó preocupada y empecé a mirar a los míos de manera diferente. Investigué, pregunté. 

 La guerra había terminado, según dicen los libros, 10 meses antes de la llegada de mi abuelo al pueblo. Había caído herido y permaneció todo ese tiempo en un hospital. Regresó renqueante portando un simple capazo bajo el brazo. Mi abuela lo esperaba con un campo árido, cuarteado por la sequía, y dos vacas flacas que ni leche daban. 

 Esa noche, los vecinos escucharon el llanto de un bebé tras los muros de la casa. Las malas lenguas dijeron que María había tenido una relación extramarital en ausencia de su marido. Y Manuel, que había vuelto con la blancura del enfermo que ha pasado largo tiempo debatiéndose entre la vida y la muerte, se había encontrado la niña al llegar. Los calificativos que dedicaron a mi abuela prefiero callármelos, solo decir que al crecer mi madre, en parte, los fue silenciando con su mirada azul, la mirada de mi abuelo. Mas el dicho que se había creado: «María, la hija de María» corría de boca en boca y tal habladuría se impuso y así llamaban a mi madre en vez de Manuela, su verdadero nombre.

 El comedor con sus muebles de caoba y un gran balcón a la calle principal siempre permanecía cerrado. Aquel día se había abierto con gran solemnidad para la apertura del testamento de la abuela con la presencia del notario. Cuando nos leyó: «Como no he tenido descendencia se lo dejo todo a Manuela…» 

 —¡Qué falsa! —dijo por lo bajo mi tía que hervía de ira. 
 —¡Es mía! ¡Manuela es mi hija! —gritó el abuelo dando un golpe en la mesa. 
De repente, como si aquella voz suya, que había quedado flotando en la atmósfera del comedor, hubiera tocado el resorte para abrir una puerta cerrada durante muchos años, empezó a hablar: primero, entrecortado; después, todo fluyó como la seda.    
—Había sumado tantos años a mis veinticuatro. Los años de la guerra envejecen, endurecen. Solo tú, Manuela, me hiciste volver a creer en la vida. 
La joven que me salvó lo hizo de manera muy simple, un día llegó con un bebé envuelto en una mantilla tejida con mucho primor y me lo entregó: «Se llama Manuela, como tú»  
Al cogerte con mis brazos torpes, un zarpazo me rasgó por dentro, no quería tocarte por miedo a pasarte el horror, la crueldad y el miedo que llevaba conmigo. Tu fuerza pudo con mis temores. Eras la pureza sin contaminar por la guerra brutal y sucia, todo cuanto yo tenía en mi vida de viejo. Y cuando la existencia te ofrece algo así te aferras a ello y no quieres soltarlo. 
 «El tiempo que estuviste inconsciente hablaste de tu esposa, —decía la joven que me vio caer herido por la metralla y me había arrastrado hasta una cabaña de pastores para curarme— ella te estará esperando. Un día la rutina de esta subsistencia perdida entre montes y cabras te hará añorar lo que dejaste. No quiero presenciar ese momento ni que nuestra hija repita la vida que me ha tocado a mí.» 

Por sus ojos llorosos y la cara descompuesta, veía el sacrificio que hacía al desprenderse de ti. El corazón se le encogía de tristeza. Lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas y yo le acariciaba el pelo a la vez que le decía que siempre estaría con ella. Ella sorbiendo los mocos afirmaba con la cabeza. Y ambos sabíamos que nos estábamos despidiendo. Algo moría entre nosotros y se llevaba un pedazo de nosotros mismos. Muchos compañeros míos habían muerto de manera fulminante. Mi vida parecía ser una muerte a plazos.  
 
Así fue como con un bebé en un capazo y las cicatrices de las heridas de guerra que me han causado la cojera en la pierna izquierda, una noche llamé en el cristal de la ventana de casa. Un ¡toc, toc, toc!, que María conocía muy bien de nuestra época de novios. Y gracias a ella, a su amor, generosidad y valentía, las cosas tomaron el mejor rumbo que me habría podido imaginar. 
 —Si tuviéramos la oportunidad de empezar de nuevo, dime, ¿lo harías?  —le pregunté con el alma puesta en sus hermosos ojos color miel. 
 —Lo haremos, vaya que lo haremos. Esta niña será mía, no me importa el qué dirán. Solo tú sabes que yo no puedo ser madre. Y me miró con ternura, con esa ternura que tanto agradeces en los momentos más frágiles. 

 Quiero deciros algo más que para mí es importante. No lo olvidéis. Quizá algún día, tanto tú, Manuela, como tu hija podáis encontraros con la mujer que te dio la vida. Me gustaría que le llevaseis la mantilla con la que te envolvió. 

© María Pilar
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