Había una vez una secuoya gigante en Vitoria que estaba catalogada como árbol singular y, por tanto, legalmente protegida. Plantada en un parque céntrico donde podía vivir libre y segura, dejó de añorar sus tierras del norte y se hizo un árbol colosal que superaba los cuarenta y dos metros. Sobrepasaba a todos los edificios de alrededor, incluso, la Catedral Nueva que tenía enfrente. En perímetro medía más de ocho metros, se necesitaban seis hombres para abarcarla.
Erguida y hermosa, se mantenía segura con unas raíces que podían alcanzar los treinta y cinco metros. Se asomaba por la tapia del colegio de las Ursulinas para disfrutar del jolgorio de las niñas en el patio del recreo y desde allí la veíamos como una diosa protectora. Le divertía lo sorprendidos que se quedaban los que la visitaban, la seriedad con la que daban pasos por su perímetro o los complicados giros de cabeza para intentar ver su copa. Pero lo que de verdad la enamoraba, era una sensación tan extraña como agradable: el cosquilleo que sentía cuando la abrazaban. Las primeras en hacerlo fueron las niñas del colegio. Consiguieron semi abrir, no sin temor a ser descubiertas, la pequeña puerta de la tapia que siempre estaba cerrada, se deslizaron por la abertura y juntando sus manos estiraron, estiraron hasta lograrlo. ¡Qué felices estaban y con qué gritos y choques de manos lo celebraron!
Cuando escuché que la secuoya centenaria de Vitoria se estaba secando, me dolió en el alma. Me acerqué a verla. ¡Dios Santo, qué aspecto tenía! Un esqueleto gigante. ¡Cmo podía el ayuntamiento de la ciudad exhibirla de aquella manera! Me senté en una piedra y sí, lloré lágrimas amargas junto a ella.
En los últimos tiempos, la ciudad le había dado la espalda al priorizar la construcción en esa zona tan céntrica. El colegio, que ya es mixto, ha construido una ampliación en la superficie del patio. Los edificios invasores han ocupado el parque hasta convertirlo en un habitáculo interior, en el que la hicieron prisionera. Pasaba completamente desapercibida porque ya no estaba a la vista. Había que conocer el estrecho callejón por el que se podía acceder para encontrarse con ella. Nadie la visitaba. Se murió de pena a los ciento cincuenta y cuatro años. Una jovencita´en su especia, llegan a vivir tres mil o cuatro mil años.
Hoy, el pequeño emplazamiento, junto al colegio, ha vuelto a ser noticia. Cuenta con nueva vegetación que rodea a la secuoya seca y ahora tiene nombre: «Sempervirens Parkea», es un espacio de homenaje a las víctimas del covid-19. Un espacio presidido por el esqueleto de la secuoya plantada en 1860 que con su fuerza y solidez simboliza la permanencia del recuerdo de las víctimas en esta pandemia. Junto a ella se ha plantado otro ejemplar joven que simboliza la esperanza. Pasado, presente y futuro juntos. Un viaje en el tiempo.
Una lástima la pérdida de ese árbol, con lo necesarios que son.
ResponderEliminarUn abrazo.
La vitoriana más longeva. Ya lo creo que es una gran pérdida.
EliminarUn abrazo, Alfred.
Siempre duele saber que un árbol ha sucumbido, no es el primero pero duele como si lo fuera. Un abrazo
ResponderEliminarEstaba catalogada como árbol singular y por tanto legalmente protegida, claro las máquinas no la talaron, pero puede vivir una secuoya gigante en dimensiones tan pequeñas, sin que apenas le llegue la luz y luego sus raíces... Una pena. Y mira que Vitoria tiene parques y árboles por todos los lados, y la ciudad es muy respetuosa con ellos, pero esto me ha llegado al alma.
EliminarUn abrazo, Ester.
Los árboles siempre dan mucha pena,abrazos.
ResponderEliminarTienes razón, Fiaris.
EliminarUn abrazo.
Pilar, una historia un tanto triste, amiga. Sin embargo, queda plantada esa esperanza joven a la sombra del recuerdo de la centenaria, esperamos que tenga más suerte y sea mejor cuidada. Los árboles tienen su propia alma y guardan la historia de los hombres en su memoria, que siempre nos cuentan en su tronco y sus ramas.
ResponderEliminarMi gratitud y mi abrazo por compartir tus buenas letras.
Gracias por tus preciosas palabras, Mª Jesús.
EliminarUn abrazo.
Genial relato que nos hace pensar que si seguimos a sí destruiremos nuestro planeta. Te mando un beso
ResponderEliminarSí, Citu, qué herencia vamos a dejar a las generaciones futuras.
EliminarUn beso.
Recuerdo cuando el cambio a un nuevo colegio y la construcción de un edificio en el patio de recreo donde estaban ubicados, obligaron al derribo de los Dos cipreses mejestuosos que daban nombre a la revista que periódicamente se editaba con colaboraciones de los alumnos. Era en pleno centro de Zaragoza, donde actualmente se encuentra la central de IberCaja.
ResponderEliminarAquello fue más asesinato que el de la pobre secuoya que, aunque en la flor de la vida y de tristeza, se ha muerto por sí misma.
Un abrazo, María Pilar.
A la secuoya no la podían derribar porque estaba catalogada como árbol singular, pero yo creo que el daño que se ha hecho a sus raíces es lo que la ha matado.
EliminarUn abrazo, Chema.
Hola Pilar. Un texto bello pero da pena la muerte de ese árbol aun jovencito de 104 años.
ResponderEliminarAl menos no le han olvidado y han hecho un homenaje a las personas muertas por la covid-10 y han plantado vegetación y otro árbol que tal vez sea el hijo de la Secuoya. Cuando se haga tan grande como su antecesor será una delicia para quienes puedan abrazarlo.
Abrazos
Gracias, Isa. Ojalá llegue a hacerse tan grande como su antecesora y que nuestros descendientes lo vean.
EliminarAbrazos, preciosa.
¡Hola, Mª Pilar! El tiempo corre para todos, incluso para estas secuoyas centenarias. Y el tiempo trae el olvido, que es la verdadera muerte. A fuerza de arrinconarla, se le acabaron los sueños y languideció. Al menos, hay un punto de esperanza de una nueva vida para ella. Un hecho de la vida real que estoy seguro que le sacarás partido en forma de cuento. Un fuerte abrazo!!
ResponderEliminarGracias, David, por pasarte por aquí.
Eliminar¡Un fuerte abrazo!
¡Qué triste pérdida!, pero a la vez, hay esperanza en la joven planta.
ResponderEliminarBesos, Pilar
Así es, Myriam, una tristeza y una luz de esperanza. A ver si la disfrutan las generaciones venideras como nosotros lo pudimos hacer con la que se nos ha ido.
EliminarBesos, Myriam