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La caza

El crujir de una rama alertó a los dos cazadores que con el dedo en el tirador de las escopetas caminaban sigilosos entre la maleza. Como iban atentos a toda señal, creyeron percibir la sutil huida de la presa ante el olor a pólvora que emanaba de su presencia. “¡Maldición!”, murmuró uno de ellos impaciente. Ambos sabían lo bien que pagaría el amo si le llevaban la gran pieza. Nada menos que un jabalí verrugoso líder. Escucharon un nuevo chasquido. Con un mero gesto acordaron la dirección. A medida que se acercaban pisando con la máxima cautela la alfombra de hojarasca, el olor fétido que contaminaba el aire les obligó a ponerse el pañuelo para cubrirse la nariz y la boca. Al llegar al lugar, un sudor frío les recorrió la espalda y se quedaron sin palabras. Los rayos de sol que se colaban entre el encinar, descubrían la rama de encina que se desgajaba vencida por el peso del pingajo humano oscilante. Una turba de moscardas zumbaba alrededor de la lengua que, cianótica y mucho más gran

La caza del jabalí

Al final la curiosidad de aquella niña superó sus miedos y se acercó a la plaza. Tenía apenas seis años, dos largas trenzas, vestido estampado y calcetines cortos. Quería ver con sus propios ojos lo que constituía la gran noticia que como un rayo había irrumpido en la monotonía del discurrir de la vida del pueblo. Encogió su pequeña figura como un gazapo y logró ver entre las piernas de algunos señores, que formaban un corro, al enorme jabalí que habían cazado. Olía a animal salvaje y a caza.  A medida que iban llegando el corro se abría para hacer hueco a los nuevos. Observaban al animal con gestos sorprendidos, como la prueba de una gran proeza. Después se dirigían con admiración al héroe del día. Este sonreía y reconocía que cualquiera lo hubiera hecho si la suerte le hubiera venido de cara. A juicio de los entendidos era la mayor fiera que se había visto en la zona desde tiempos inmemoriales. La emoción estallaba en medio del silencio. El sol incidía sobre la mancha rojiza en e