La adolescencia de María es un tren con el traqueteo de los del pasado. Un tren que con sus silbidos envueltos en hollín deja atrás los ondulados campos de cereal mecidos por el viento y serpentea montañas inabarcables que le descubren las grandes dimensiones del mundo ante las que ella, como una papanatas, abre la boca admirada. De mañana, su padre la lleva a la estación, le coloca la maleta de remaches en el portaequipajes y, mirando el billete, le indica el sitio donde tiene que acomodarse; junto a la ventana y frente a un señor mayor con la cabeza caída sobre el pecho, parece dormido. Con lo que le gusta a ella ver pasar trenes, ahora que, por fin, está dentro de uno siente una punzada en el estómago. La gente se arremolina en el andén para despedir a los que se van; raudos cargan bultos y maletas, los últimos abrazos y besos, otros dicen adiós con la mano. El tren en marcha va empequeñeciendo la figura del padre hasta reducirlo a un punto inexistente y a ella le invade una sensa
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