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Paisaje de Delf pintado por Vermeer |
Sentado junto a la ventana de un bar, al otro lado del agua, disfrutaba de una Heineken cuando la vi asomarse por la buhardilla de la casa de enfrente. Fue un momento mágico. Un tímido rayo de luz que se colaba entre las nubes amenazantes realzaba su osadía. Era hermosa, mucho; con un halo de misterio.
El exótico turbante azul ultramar que llevaba potenciaba la belleza de su rostro. Los labios le brillaban con un toque sensual irresistible. Y qué decir de los destellos que desprendía el pendiente que le colgaba del lóbulo izquierdo… Me dejaron obnubilado, a mí, un hombre pragmático, que nunca ha prestado demasiada atención a los sueños de amor. Giró la cabeza hacia el lado en el que me encontraba y nuestras miradas se encontraron: la mía anhelante de información y la suya tan transparente y seductora que lo ocupó todo. Me atrapó en su inmensa profundidad y se paró el tiempo.
Había llegado a Delf, una ciudad a medio camino entre Rotterdam y La Haya, para adquirir unos lotes de piezas de cerámica y esmaltes que tan buena salida tienen en mi tienda de antigüedades de Madrid. Mi idea era abandonar la ciudad una vez hechas las gestiones, pero mi ofuscación por la joven ha hecho que desvíe mi atención de las responsabilidades de anticuario.
Cómo saber si es criada o mujer libre. Amante de Vermeer, dicen. No duermo pensando en ella. Los desvelos me hablan de la felicidad de la pasión que puedo disfrutar a su lado y me sorprendo de la fluidez de mis palabras cuando le juro amor eterno. Alargo la mano para acariciar su tez tan fina y al rozarle con suavidad los labios, todo mi yo se sobrecoge de excitación. Mi agitación se revuelca como un náufrago entre las sábanas. Y día tras día, entre campanadas matutinas, la ansiedad me lleva, cual perturbado, al bar donde paso las horas mirando la ventana.
Para conseguir información he recurrido a mi fiel criado Ferucci al que he entregado una buena bolsa para hacer indagaciones. Se desenvuelve entre la gente de su nivel como pez en el agua y en pocos días ha conseguido entablar conversación con Agnes, la cocinera que lleva años sirviendo en la casa. Es discreta, me dice, se debe a los que le pagan. Me comenta que hace unos postres de mantequilla para chuparse los dedos. Con lo mujeriego que es, me imagino que los habrá probado, los postres y algo más.
La dueña de la casa, ¡maldita sea!, le ha arrancado la perla rasgándole el lóbulo de la oreja y la ha echado de su casa de muy malas maneras. Agnes y Ferucci se han preocupado de esconderla en una despensa hasta el anochecer. Salen con sigilo por una puerta trasera ante la que espero con impaciencia. La brisa fresca que sopla esparce el aroma de los tulipanes que tanto me recuerda al de las nueces de mi tierra. Las sombras aumentan, pero puedo escudriñar la imagen de una joven criada, parece extraviada y sola.
Sonrío. Bien sé yo que mi ojo de anticuario no me engaña. ¡Cuántos tesoros he conseguido a un precio tirado porque la gente piensa que son trastos cargados de mugre! Le cedo mi brazo para que se agarre. Al tocarme noto que su mano tiembla. Toda ella tiembla. Como no soy de requiebros galantes, me intereso por su nombre. Con un hilo de voz responde: “Griet”. Percibo que echa una ojeada a la buhardilla que está completamente cerrada. Al darse cuenta de mi observación, confusa añade: “Él fue el que me pidió que mirara por la ventana aquel día gris de invierno”. La atraigo hacia mí para que sienta mi cálida acogida y nos vamos cogidos del brazo. Agnes y Ferucci nos están mirando, intuyo que este último está negando con la cabeza. No logra entender.
Ahora que la he encontrado la mantendré bien guardada como a mi joya más preciada. Nadie podrá ver más allá de la tapia de mi residencia. Abriré una ventana igual que la holandesa en mi palacio de Madrid y todas las tardes me sentaré en un banco del jardín y la contemplaré con el turbante lapislázuli y el pendiente de perla.
© María Pilar
El exótico turbante azul ultramar que llevaba potenciaba la belleza de su rostro. Los labios le brillaban con un toque sensual irresistible. Y qué decir de los destellos que desprendía el pendiente que le colgaba del lóbulo izquierdo… Me dejaron obnubilado, a mí, un hombre pragmático, que nunca ha prestado demasiada atención a los sueños de amor. Giró la cabeza hacia el lado en el que me encontraba y nuestras miradas se encontraron: la mía anhelante de información y la suya tan transparente y seductora que lo ocupó todo. Me atrapó en su inmensa profundidad y se paró el tiempo.
Había llegado a Delf, una ciudad a medio camino entre Rotterdam y La Haya, para adquirir unos lotes de piezas de cerámica y esmaltes que tan buena salida tienen en mi tienda de antigüedades de Madrid. Mi idea era abandonar la ciudad una vez hechas las gestiones, pero mi ofuscación por la joven ha hecho que desvíe mi atención de las responsabilidades de anticuario.
Cómo saber si es criada o mujer libre. Amante de Vermeer, dicen. No duermo pensando en ella. Los desvelos me hablan de la felicidad de la pasión que puedo disfrutar a su lado y me sorprendo de la fluidez de mis palabras cuando le juro amor eterno. Alargo la mano para acariciar su tez tan fina y al rozarle con suavidad los labios, todo mi yo se sobrecoge de excitación. Mi agitación se revuelca como un náufrago entre las sábanas. Y día tras día, entre campanadas matutinas, la ansiedad me lleva, cual perturbado, al bar donde paso las horas mirando la ventana.
Para conseguir información he recurrido a mi fiel criado Ferucci al que he entregado una buena bolsa para hacer indagaciones. Se desenvuelve entre la gente de su nivel como pez en el agua y en pocos días ha conseguido entablar conversación con Agnes, la cocinera que lleva años sirviendo en la casa. Es discreta, me dice, se debe a los que le pagan. Me comenta que hace unos postres de mantequilla para chuparse los dedos. Con lo mujeriego que es, me imagino que los habrá probado, los postres y algo más.
La dueña de la casa, ¡maldita sea!, le ha arrancado la perla rasgándole el lóbulo de la oreja y la ha echado de su casa de muy malas maneras. Agnes y Ferucci se han preocupado de esconderla en una despensa hasta el anochecer. Salen con sigilo por una puerta trasera ante la que espero con impaciencia. La brisa fresca que sopla esparce el aroma de los tulipanes que tanto me recuerda al de las nueces de mi tierra. Las sombras aumentan, pero puedo escudriñar la imagen de una joven criada, parece extraviada y sola.
Sonrío. Bien sé yo que mi ojo de anticuario no me engaña. ¡Cuántos tesoros he conseguido a un precio tirado porque la gente piensa que son trastos cargados de mugre! Le cedo mi brazo para que se agarre. Al tocarme noto que su mano tiembla. Toda ella tiembla. Como no soy de requiebros galantes, me intereso por su nombre. Con un hilo de voz responde: “Griet”. Percibo que echa una ojeada a la buhardilla que está completamente cerrada. Al darse cuenta de mi observación, confusa añade: “Él fue el que me pidió que mirara por la ventana aquel día gris de invierno”. La atraigo hacia mí para que sienta mi cálida acogida y nos vamos cogidos del brazo. Agnes y Ferucci nos están mirando, intuyo que este último está negando con la cabeza. No logra entender.
Ahora que la he encontrado la mantendré bien guardada como a mi joya más preciada. Nadie podrá ver más allá de la tapia de mi residencia. Abriré una ventana igual que la holandesa en mi palacio de Madrid y todas las tardes me sentaré en un banco del jardín y la contemplaré con el turbante lapislázuli y el pendiente de perla.
© María Pilar