Paisaje de Delf pintado por Vermeer Sentado junto a la ventana de un bar, al otro lado del agua, disfrutaba de una Heineken cuando la vi asomarse por la buhardilla de la casa de enfrente. Fue un momento mágico. Un tímido rayo de luz que se colaba entre las nubes amenazantes realzaba su osadía. Era hermosa, mucho; con un halo de misterio. El exótico turbante azul ultramar que llevaba potenciaba la belleza de su rostro. Los labios le brillaban con un toque sensual irresistible. Y qué decir de los destellos que desprendía el pendiente que le colgaba del lóbulo izquierdo… Me dejaron obnubilado, a mí, un hombre pragmático, que nunca ha prestado demasiada atención a los sueños de amor. Giró la cabeza hacia el lado en el que me encontraba y nuestras miradas se encontraron: la mía anhelante de información y la suya tan transparente y seductora que lo ocupó todo. Me atrapó en su inmensa profundidad y se paró el tiempo. Había llegado a Delf, una ciudad a medio camino entre Rotterdam
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