29 octubre 2018

El anticuario y la joven Griet

Paisaje de Delf pintado por Vermeer
Sentado junto a la ventana de un bar, al otro lado del agua,  disfrutaba de una Heineken cuando la vi asomarse por la buhardilla de la casa de enfrente. Fue un momento mágico. Un tímido rayo de luz que se colaba entre las nubes amenazantes realzaba su osadía. Era hermosa, mucho; con un halo de misterio.

El exótico turbante azul ultramar que llevaba  potenciaba la belleza de su rostro. Los labios le brillaban con un toque sensual irresistible. Y qué decir de los destellos que desprendía el pendiente que le colgaba del lóbulo izquierdo… Me dejaron obnubilado, a mí, un hombre pragmático, que nunca ha prestado demasiada atención a los sueños de amor. Giró la cabeza hacia el lado en el que me encontraba y nuestras miradas se encontraron: la mía anhelante de información y la suya tan transparente y seductora que lo ocupó todo. Me atrapó en su inmensa profundidad y se paró el tiempo.

Había llegado a Delf, una ciudad a medio camino entre Rotterdam y La Haya, para adquirir unos lotes de piezas de cerámica y esmaltes que tan buena salida tienen en mi tienda de antigüedades de Madrid. Mi idea era abandonar la ciudad una vez hechas las gestiones, pero mi ofuscación por la joven ha hecho que desvíe mi atención de las responsabilidades de anticuario.

Cómo saber si es criada o mujer libre. Amante de Vermeer, dicen. No duermo pensando en ella. Los desvelos me hablan de la felicidad de la pasión que puedo disfrutar a su lado y me sorprendo de la fluidez de mis palabras cuando le juro amor eterno. Alargo la mano para acariciar su tez tan fina y al rozarle con suavidad los labios, todo mi yo se sobrecoge de excitación. Mi agitación se revuelca como un náufrago entre las sábanas. Y día tras día, entre campanadas matutinas,  la ansiedad me lleva, cual perturbado, al bar donde paso las horas mirando la ventana.

Para conseguir información he recurrido a mi fiel criado Ferucci al que he entregado una buena bolsa para hacer indagaciones. Se desenvuelve entre la gente de su nivel como pez en el agua y en pocos días ha conseguido entablar conversación con Agnes, la cocinera que lleva años sirviendo en la casa. Es discreta, me dice, se debe a los que le pagan. Me comenta que hace unos postres de mantequilla para chuparse los dedos. Con lo mujeriego que es, me imagino que los habrá probado, los postres y algo más.

La dueña de la casa, ¡maldita sea!, le ha arrancado la perla rasgándole el lóbulo de la oreja y la ha echado de su casa de muy malas maneras. Agnes y Ferucci se han preocupado de esconderla en una despensa hasta el anochecer. Salen con sigilo por una puerta trasera ante la que espero con impaciencia. La brisa fresca que sopla esparce el aroma de los tulipanes que tanto me recuerda al de las nueces de mi tierra. Las sombras aumentan, pero puedo escudriñar la imagen de una joven criada, parece extraviada y sola.

Sonrío. Bien sé yo que mi ojo de anticuario no me engaña. ¡Cuántos tesoros he conseguido a un precio tirado porque la gente piensa que son trastos cargados de mugre! Le cedo mi brazo para que se agarre. Al tocarme noto que su mano tiembla. Toda ella tiembla. Como no soy de requiebros galantes, me intereso por su nombre. Con un hilo de voz responde: “Griet”. Percibo que echa una ojeada a la buhardilla que está completamente cerrada. Al darse cuenta de mi observación, confusa añade: “Él fue el que me pidió que mirara por la ventana aquel día gris de invierno”. La atraigo hacia mí para que sienta mi cálida acogida y nos vamos cogidos del brazo. Agnes y Ferucci nos están mirando, intuyo que este último está negando con la cabeza. No logra entender.

Ahora que la he encontrado la mantendré bien guardada como a mi joya más preciada. Nadie podrá ver más allá de la tapia de mi residencia. Abriré una ventana igual que la holandesa en mi palacio de Madrid y todas las tardes me sentaré en un banco del jardín y la contemplaré con el turbante lapislázuli y el pendiente de perla.
© María Pilar
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14 octubre 2018

Crecen en silencio, las niñas

Las niñas susurran entre ellas palabras calladas, y con sus vestidos de niñas miran al infinito donde tejen sueños que crecen de día en día. La madre las observa y calla. Se ríen de manera alborotada y lo contagian todo con su frescura. Cogen a su madre para enseñarle los pasos del baile de moda y como es una patosa se parten de risa e inundan hasta el último rincón de la casa con su jarana y música pachanguera. 

Hay momentos en que las risas se tornan lágrimas, que se derraman en un mar de desconsuelo. Amores adolescentes que creían eternos. La madre tiene ganas de estrujar al verdugo causante de tanto desconsuelo; en cambio, le quita hierro al asunto mientras espera que llegue su aliado, el tiempo. 

Ya no se ponen los zapatos de tacón de mamá ni se pintan con su barra de labios. Las niñas coquetean con el tiempo. Ahora sacan sus zapatos nuevos, de carmín pintan sus anhelos y no es a mamá a la que ven en el espejo. Aunque ellas aún no lo saben, qué bien comprende la madre lo que significa todo eso. Las contempla con orgullo, y con el temor de madre les abre la puerta. Le dicen como siempre: hasta luego, mamá. Y siente en la mejilla el roce cálido de un beso. Feliz les da ese achuchón que esperan de niñas, aunque ya no lo sean. 

Un día el padre se emociona al verlas y cree que es el único en darse cuenta: ¿te has fijado en lo guapas que están nuestras hijas? La madre se hace la sorprendida. Oculta el secreto de su infancia y adolescencia que con nostalgia ha revivido a través de ellas. Las mira con una sonrisa cómplice y le dice lo que esperan que diga: son tan solo unas niñas.

12 octubre 2018

Sentimiento de culpa

Imagen de internet
Le di una bofetada a mi hija. El que me contestara de tan malas maneras hizo que me encolerizara. Mis dedos habían quedado tatuados enrojeciendo su cara. Me quemaba la mano. Me pesaba en el alma. Rompí el silencio con palabras imprecisas de perdón y arrepentimiento. Quise cobijarla, abrazarla, como cuando era pequeña y que tanto le gustaba. "Déjalo ya, mamá", me dijo con los ojos húmedos sin derramar una lágrima. Lloraba hacia dentro y mi alma de madre se quebró al ver el dolor de la decepción en su mirada. Se dio media vuelta y, se alejó de mí. En mi interior la frustración aullaba.
De puntillas y con el corazón encogido me acerqué a su habitación. Escuché un silencio tenso. No me atreví a rozar la puerta, a pedirle: "hablemos", por no enojarla más, por lo mucho que la quiero.

Sigo disimulando el dolor que me quema por dentro porque sin ella mi vida ya no es mi vida y empiezo cada mañana con esa esperanza inconformista de que se vuelvan a encontrar nuestras miradas de madre e hija.

Sé que no me lo perdona. Y yo tampoco.
© María Pilar
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08 octubre 2018

Cuando uno dice blanco, el otro... blaugrana

Va a ser un día complicado, se dijo Aurora al despertar pensando en que se jugaba el Clásico. Su preocupación eran sus hijos Raúl y David. Cuando nacieron todo fue caos en su entorno y nadie, excepto ella, se fijó en los ojos tan abiertos con los que se observaban sin pestañear. Aunque le decían que los recién nacidos no ven, esa mirada gélida de un gris opaco fue el presagio que acabó con sus sueños de madre. 

La crueldad sistemática entre los hermanos confirmó sus sospechas. Parecían dos gatos en continua pelea. Si uno necesitaba luz, el otro oscuridad; si uno quería dormir, el otro berreaba y si uno decía blanco el otro… blaugrana. Era un sinvivir que a ella le tenía agotaba.

—Os vamos a machacar —decía Raúl con la camiseta blanca.
—¡Qué dices, idiota! Hoy comeréis el barro bajo nuestras botas.
—De idiota nada, mamón. 
¡Pum! Arrojó un derechazo al ojo de su hermano.
—Te arrancaré la nariz, imbécil. —Y el zurdazo lo dejó sangrando.
—¡Ay!, me ha mordido.
—¡Basta! —gritó Aurora tratando de sujetarles los brazos mientras sus ojos se velaban de lágrimas—. Me tenéis harta, harta y muy cansada.
—El idiota ha hecho llorar otra vez a mamá.
—¿Qué he dicho? —Atajó la madre imponiendo silencio con el dedo índice en los labios. 

Recorrió el campo de batalla con el botiquín de primeros auxilios: un tapón en la nariz de David; hielo para el ojo amoratado de Raúl que se iba cerrando como cerrada tenía la mano izquierda apretando los pelos que había arrancado a su hermano. Cuando acabó, fijó la mano derecha de David a la silla con esparadrapo y lo mismo hizo con la izquierda de Raúl.
—Así estaréis hasta que mañana llamen del hospital donde os van a operar para  separaros.
La palabra mañana fue el resorte que los afectó por igual.
Mañana era ya, después de hoy. Ambos querían hablar, pero se embrollaban. Por primera vez los dos se balanceaban acompasados con las cabezas bajas.
—Mamá… —dijo David completamente demudado. Algo lo ahogaba y no pudo seguir.
—¿Nos harán mucho daño? —Terminó Raúl con voz temblorosa.
—Cariños. —Los abrazó emocionada. Nunca los había visto tan frágiles y necesitados—. Yo estaré siempre con vosotros y no consentiré que os hagan daño. 

©María Pilar
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La musa de la escritura

Hoy hace un año que te fuiste…
Digo a gritos que no te necesito, que ojalá no vuelvas.
Miente mi orgullo para cubrir el dolor de mi impotencia. Ya sabes que mi cabeza es un cóctel de ideas encontradas, letras sueltas y sensaciones indefinidas. Qué diferencia con las composiciones escritas a golpe de vértigo, las notas de recuerdos con ilusión vividos, la actividad nerviosa, el febril pensamiento desbocado, todo un mundo que se diluía en la página en blanco.


Mi imaginación no se resigna a esta inactividad actual y sigue alimentándome: me trae el choque de olas acunando a otros muchos en sus aguas, el espectáculo de un gnomo sibilino junto a una princesa destronada, un bello alfiler ensangrentado en el escenario de una explosión en Yakarta, hasta me tienta con el aroma de la riquísima sopa de la abuela.


Miro tu hermética bola de cristal donde encierras la energía en un tiempo y un espacio diferente al que reclama el reloj para sí mismo. Te miro y tu fulgor me deslumbra y pienso si será hoy el día de tu regreso para que diluyas la gama de grises dominantes con tu soplo de aire fresco.
Mientras te espero, me siento perdida en un laberinto sin fin ni comienzo. Veo tus destellos y deseo que alguno se detenga en mí e ilumine esas huellas que marcaron en mi mente tu presencia en otros tiempos.
A ti, que bulles en ideas, que llevas el ritmo de las emociones y fabulaciones, que alimentas a tantos con tu magia, te espero vigilante calzada con los zapatos de la imaginación sin dar pábulo a otras voces que, cuando estás en horas bajas. te prometen cómodos puentes para aligerar la travesía del desierto.
©María Pilar

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