27 diciembre 2021

Drama familiar en Navidad


Sobre las seis de la tarde, Raúl llegó a la casa de sus padres para celebrar la Nochebuena en familia. El joven parecía desenvuelto y muy feliz. Al entrar, el olor a hogar lo devolvió a su infancia. El lechazo ya estaba en el horno adquiriendo el tostado crujiente tan rico y él llevaba un buen vino para acompañarlo. La madre, al verlo, se secó las manos en el delantal y lo abrazó emocionada. Era su niño, aunque Raúl ya había cumplido los treinta y cinco. 

 Durante la cena, a la madre no le pasó desapercibido que, a veces, su hijo estaba como ausente. Sintió en su interior una vaga sensación de alarma. Al cabo de un rato, Raúl entraba en la conversación con ellos, reía con esa risa tan franca que lo caracterizaba y ella se alegraba. Pero en el fondo, le quedaba un runrún de preocupación. Secretamente, tenía miedo a que su hijo se fuera alejando más y más de ella. Todos sabemos cómo es una madre posesiva ante un hijo único. Todos sabemos lo que un hijo puede llegar a hacer para ganar independencia sin dejar de querer a su madre. 

 En la sobremesa, ella se las ingenió para pedirle que la acompañara a traer los regalos. Fue cuando le preguntó directamente: 
—¿Volverás a marcharte? 
—Ama, alguien muy importante para mí me está esperando.  
—¿Cuándo pensabas decírmelo, Raúl? —inquirió alarmada.
—Se llama Aurora. Mira, tengo su foto en la cartera. —Le puso ante los ojos la imagen de una joven sonriente y muy guapa. Las facciones de la madre se endurecieron. 
—¡Pero si es negra! ¡No tendrás intención de casarte con una negra! —le espetó con cierta aprensión. 
—No, ama, no vamos a casarnos. Vivimos juntos. Es hermosa y a su lado me siento feliz. —La madre se puso blanca a pesar del maquillaje, se llevó las manos a la garganta, hizo el amago de respirar hondo con la boca abierta y cayó desplomada en el suelo de la cocina como si la hubieran disparado. 
 —¡Aita, ven! —gritó Raúl con voz angustiada—. A la ama le ha dado algo. 

 Entre los dos la llevaron a la cama del cuarto matrimonial. La cubrieron parte del cuerpo con una colcha y encendieron la lámpara de la mesilla que generaba un ambiente en penumbra rosácea. 
 
El marido la miraba en silencio. Lo entendía todo. Su duda era hablar o callar como siempre había hecho. En el rostro, con los labios prietos de su mujer y la postura de las manos con los dedos como arañando, veía vestigios de una batalla que estaba por ganar. Raúl creía que, en ese momento, su padre era un barco a la deriva. Por eso se ocupaba él de todo. Hecho un manojo de nervios, no paraba. Empapó una toallita con agua, se la puso en la frente a su madre y se alejó al vestíbulo un momento para llamar a urgencias. 

 El padre se le acercó y le habló con vehemencia: 
—No llames, hijo. ¡Cuelga el teléfono! —Después siguió con cierto titubeo—: Bien sabe Dios que por nada del mundo diría algo que dañara a tu madre. —Y se dejó caer exhausto en un sillón. 
 Los dos se miraron en silencio. El del hijo era exasperante, cargado de preguntas. La penumbra de la entrada, iluminada tan solo con el parpadeo de las luces de un pequeño abeto, aumentaba sus sombras aturdidas. 
 
Con la expresión contraída por el asombro de quien acababa de comprender que le habían hecho chantaje y había caído como un inocentón, Raúl contemplaba a su madre desde el umbral de la puerta. No era el mismo joven alegre y complaciente de hacía unas horas. Le pareció ver que su madre abría los ojos y los volvía a cerrar rápidamente. Avanzó hasta el cabecero de la cama, se inclinó sobre ella y con un temblor en la barbilla le dijo arrastrando cada palabra: 
 —¿¡Puedes explicarme qué significa esto!? Aurora está sola en nuestro apartamento esperando un bebé. He hecho un largo viaje para compartir con vosotros la alegre noticia y ¿para qué? No comprendo cómo puedes ser tan egoísta. Y yo que me creí lo de tu desmayo. ¡Valiente idiota! 

 Ella abrió los ojos como si despertase de un largo sueño y dando un respingo para sentarse en la cama, se encaró con su hijo: 
 —¿Pero cómo te atreves a hablar así a tu madre? ¿Qué he hecho yo? Preocuparme siempre por ti. Ahora, no estoy bien de salud.—Y se quebró en llanto con convulsiones que le hacían temblar de pies a cabeza. 
—No estás enferma, ama, o tal vez sí, porque lo tuyo tiene que ser una enfermedad. ¡Me largo de aquí! Esta vez te has pasado. Así, no me tendrás más. —Todo en él delataba hostilidad: la fría mirada, el ligero temblor de las ventanas de la nariz, la tensión de su mandíbula. Inmediatamente, sus zapatos resonaron a lo largo del pasillo. 
 —¡No lo podré soportar! ¡Me moriré! —gritó la madre en el momento que retumbaba un portazo. 

 Pasará el tiempo, volverán a verse, la madre conocerá a Aurora, estará orgullosa de sus nietos, pero nunca pasará el residuo amargo de la decepción y el dolor que en su relación experimentaron aquel día.

© María Pilar
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07 diciembre 2021

Se armó el belén

En el belén no había guirnaldas ni espumillón navideño, pero sí una estrella de purpurina que flotaba en un cielo estrellado. Su misión era la de guiar a los Reyes Magos hasta el portal porque los camellos jorobados que los traían no sabían el camino. Uno, dos, tres. Eran tres los camellos jorobados con sus correspondientes magos. 
 
El Niño Jesús, en pañales, temblaba de frío sobre la paja del pesebre. La Virgen, su madre, estaba sentada al lado en una dura banqueta de madera y nunca se cansaba de mirarlo. 
 
Cuando los pastores vieron a un ángel en un árbol empezaron a hacer gestos como si fueran a desmayarse, no lograban explicarse qué era aquello. Las ovejas, mientras, seguían pastando en el musgo que todavía estaba fresco. 
 
La joven lavandera, arrodillada sobre una piedra, lavaba la ropa en las aguas heladas del río. Desde lo alto, el soldado, que tenía que vigilar los accesos al tenebroso castillo del rey Herodes, no vigilaba nada. Tan solo tenía ojos para la lavandera.  Se había enamorado. 
 
Al otro lado del río, había unas casitas de pueblo con las luces encendidas. Las gallinas, conejos y perros corrían por aquí y por allá. También un burro infatigable daba vueltas y vueltas a una noria. 
 
Leire, la pequeña de la casa, miraba con curiosidad y entusiasmo aquel mundo que había creado mamá sacándolo de unas cajas. Estaba dotado de vida y envuelto en un halo mágico. A la niña se le encandilaban los ojos con las luces del portal y tarareaba con su lengua de trapo la melodía de Oh, blanca Navidad que repetía el disco de vinilo. Tenía solo dos años y se le ocurrió poner a la pareja de muñecos de PinyPon en el sendero de serrín que llevaba al portal. De vez en cuando, los acercaba un poco como hacía mamá con los Reyes Magos. 
 
Los del belén se mosquearon. No les pareció nada bien. Decían que eso era una intromisión a su identidad y a su imagen. «¡Fuera! ¡Fuera! Que se vayan a su tierra». Y acordaron que un grupo iría a hablar con el rey Herodes para que los expulsase. 
 
Herodes, que no se andaba con contemplaciones, ordenó a sus soldados que cortasen la cabeza a esos niños tan extraños. Retumbaron los tambores y el sueño estrellado se quebró. Tan solo un gato vagabundo se atrevió a olisquear uno de los zapatitos cercenados. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. 
 
Desde la torre de vigilancia, el soldado enamorado veía cómo las lágrimas de la lavandera se mezclaban con la corriente del río. Le daba pena verla así. Sentía rabia e impotencia. «¡Qué diablos!, ¿por qué no te decides de una vez?», se dijo. Bajó precipitadamente las escaleras de la torre y después de pelear con quince cerrojos para abrir la puerta de salida —como la abuela ciega de Auggie Wren—, llegó al puente. Tiró al foso la espada bárbara con la empuñadura salpicada de rubíes y corrió como una exhalación ladera abajo, rompiendo ramas y saltando matorrales.

—¡Hola! —escuchó el soldado al tropezar con la niña que lo observaba todo.
—¿Tú quién eres?
—Yo soy la que os mueve porque a mí me gusta que tú estés con la lavandera.
—¿Y nos vas a meter en otra historia?
—No, los dos tendréis vuestra propia historia.

Cuando, por fin, el soldado se vio al lado de la lavandera, hincó una rodilla en el suelo y le dijo casi sin aliento:
—Ahora ya no soy soldado del rey y tengo que huir. ¿Quieres venirte conmigo? 
 La joven y hermosa lavandera asintió con la cabeza sonriendo entre las lágrimas mientras le manifestaba: «Siempre he sabido que un día bajarías a buscarme». Y antes de que él se diera cuenta, ella se había puesto de pie y lo estaba abrazando. Los dos se fundieron en un abrazo. Desde ese día, no se los vio más. 

Otras figuras sintieron que el belén ya no era el mismo con su ausencia. Y, en solidaridad con ellos, regresaron a sus cajas y allí se quedaron para siempre.

No llevo la cuenta de las Navidades que el soldado y la lavandera han pasado juntos. Dicen que viven en Scroogetown, en una casona antigua, un tanto sombría, pero imponente y espaciosa. Perteneció a un viejo mezquino que no pasaba un día sin contar, penique a penique, los montones de monedas que había acumulado. Después las monedas volvían ordenadas en diferentes lotes al armario cerrado con la llave que llevaba colgada en el cuello. Al final de sus días, el viejo avaro le dejó en herencia la casa a su sobrino y en ausencia de este, a los hijos del sobrino. Estos andaban en litigios entre ellos. El proceso se fue complicando y el juez perdió el interés por la causa. Nunca llegó a dictar sentencia.

 © María Pilar 
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