Sobre las seis de la tarde, Raúl llegó a la casa de sus padres para celebrar la Nochebuena en familia. El joven parecía desenvuelto y muy feliz. Al entrar, el olor a hogar lo devolvió a su infancia. El lechazo ya estaba en el horno adquiriendo el tostado crujiente tan rico y él llevaba un buen vino para acompañarlo. La madre, al verlo, se secó las manos en el delantal y lo abrazó emocionada. Era su niño, aunque Raúl ya había cumplido los treinta y cinco.
Durante la cena, a la madre no le pasó desapercibido que, a veces, su hijo estaba como ausente. Sintió en su interior una vaga sensación de alarma. Al cabo de un rato, Raúl entraba en la conversación con ellos, reía con esa risa tan franca que lo caracterizaba y ella se alegraba. Pero en el fondo, le quedaba un runrún de preocupación. Secretamente, tenía miedo a que su hijo se fuera alejando más y más de ella. Todos sabemos cómo es una madre posesiva ante un hijo único. Todos sabemos lo que un hijo puede llegar a hacer para ganar independencia sin dejar de querer a su madre.
En la sobremesa, ella se las ingenió para pedirle que la acompañara a traer los regalos. Fue cuando le preguntó directamente:
—¿Volverás a marcharte?
—Ama, alguien muy importante para mí me está esperando.
—¿Cuándo pensabas decírmelo, Raúl? —inquirió alarmada.
—Se llama Aurora. Mira, tengo su foto en la cartera. —Le puso ante los ojos la imagen de una joven sonriente y muy guapa. Las facciones de la madre se endurecieron.
—¡Pero si es negra! ¡No tendrás intención de casarte con una negra! —le espetó con cierta aprensión.
—No, ama, no vamos a casarnos. Vivimos juntos. Es hermosa y a su lado me siento feliz. —La madre se puso blanca a pesar del maquillaje, se llevó las manos a la garganta, hizo el amago de respirar hondo con la boca abierta y cayó desplomada en el suelo de la cocina como si la hubieran disparado.
—¡Aita, ven! —gritó Raúl con voz angustiada—. A la ama le ha dado algo.
Entre los dos la llevaron a la cama del cuarto matrimonial. La cubrieron parte del cuerpo con una colcha y encendieron la lámpara de la mesilla que generaba un ambiente en penumbra rosácea.
El marido la miraba en silencio. Lo entendía todo. Su duda era hablar o callar como siempre había hecho. En el rostro, con los labios prietos de su mujer y la postura de las manos con los dedos como arañando, veía vestigios de una batalla que estaba por ganar. Raúl creía que, en ese momento, su padre era un barco a la deriva. Por eso se ocupaba él de todo. Hecho un manojo de nervios, no paraba. Empapó una toallita con agua, se la puso en la frente a su madre y se alejó al vestíbulo un momento para llamar a urgencias.
El padre se le acercó y le habló con vehemencia:
—No llames, hijo. ¡Cuelga el teléfono! —Después siguió con cierto titubeo—: Bien sabe Dios que por nada del mundo diría algo que dañara a tu madre. —Y se dejó caer exhausto en un sillón.
Los dos se miraron en silencio. El del hijo era exasperante, cargado de preguntas. La penumbra de la entrada, iluminada tan solo con el parpadeo de las luces de un pequeño abeto, aumentaba sus sombras aturdidas.
Con la expresión contraída por el asombro de quien acababa de comprender que le habían hecho chantaje y había caído como un inocentón, Raúl contemplaba a su madre desde el umbral de la puerta. No era el mismo joven alegre y complaciente de hacía unas horas. Le pareció ver que su madre abría los ojos y los volvía a cerrar rápidamente. Avanzó hasta el cabecero de la cama, se inclinó sobre ella y con un temblor en la barbilla le dijo arrastrando cada palabra:
—¿¡Puedes explicarme qué significa esto!? Aurora está sola en nuestro apartamento esperando un bebé. He hecho un largo viaje para compartir con vosotros la alegre noticia y ¿para qué? No comprendo cómo puedes ser tan egoísta. Y yo que me creí lo de tu desmayo. ¡Valiente idiota!
Ella abrió los ojos como si despertase de un largo sueño y dando un respingo para sentarse en la cama, se encaró con su hijo:
—¿Pero cómo te atreves a hablar así a tu madre? ¿Qué he hecho yo? Preocuparme siempre por ti. Ahora, no estoy bien de salud.—Y se quebró en llanto con convulsiones que le hacían temblar de pies a cabeza.
—No estás enferma, ama, o tal vez sí, porque lo tuyo tiene que ser una enfermedad. ¡Me largo de aquí! Esta vez te has pasado. Así, no me tendrás más. —Todo en él delataba hostilidad: la fría mirada, el ligero temblor de las ventanas de la nariz, la tensión de su mandíbula. Inmediatamente, sus zapatos resonaron a lo largo del pasillo.
—¡No lo podré soportar! ¡Me moriré! —gritó la madre en el momento que retumbaba un portazo.
Pasará el tiempo, volverán a verse, la madre conocerá a Aurora, estará orgullosa de sus nietos, pero nunca pasará el residuo amargo de la decepción y el dolor que en su relación experimentaron aquel día.
© María Pilar