En la familia se dice que la época para morir es el otoño, por lo de la caída de la hoja supongo o porque en varios familiares así se ha cumplido. Pero ella no, no hizo caso a esa habladuría familiar como tampoco lo hizo, a lo largo de su vida, a tantas y tantas normas sociales.
Su carácter independiente y libre se forjó en las épocas duras que le tocó vivir. Una guerra fratricida y la oscura posguerra cuando escaseaban los alimentos esenciales. Sabía de estraperlo y cartillas de racionamiento, de restricciones y vida penosa en la dictadura. Se casó, tuvo hijos, los sacó adelante. Algunos se le fueron antes que ella y ese dolor de madre sí le hizo mella, lo llevaba muy dentro. Remontó, volvió a sonreír, a bailar en las fiestas familiares, ¡cómo le gustaba bailar! Y hablar con la gente; le eran fáciles las relaciones sociales. Contaba historias que le habían ocurrido, con mucho ingenio. A veces ponía cara de enfadada y otras, partiéndose de risa, tanto, que nos contagiaba. Habría sido una gran comedianta. No era de términos medios. Mujer de carácter no se arredraba por nada y, si se le ocurría, llegaba hasta el Presidente de la Diputación para decirle "cuatro cosas". Sin ansias de figurar y sin ambiciones de ninguna clase para ella, tenía el alma de las encinas de su tierra que se expanden para cobijar bajo su sombra a todos los polluelos: hijos, nietos y biznietos. Una familia que se ha alargado tanto como sus 92 años.
Los hijos crecieron, se fueron de casa, se quedó sola. Pasó un año y otro y algunos más. En el momento que se cansó de vivir se fue sin avisar, un 22 de diciembre, de noche. Cuando no hay que sacar las vacas a pastar ni faenar en el campo. (Últimamente me hablaba de la vacas de su pueblo. Recuerdos de juventud). Cruzó la helada húmeda que envolvía la ciudad para volar por lo alto del Aitzgorri. Se fue en pleno invierno. Como las cigüeñas de Salburua. Como el fulgor rojizo de la puesta de sol que se ve desde el mirador del pantano. Y nos quedamos solos. Desamparados. Como ese banco del parque donde nos sentábamos para hacer un alto en el camino que las piernas ya no estaban para largos paseos. Se fue así, sin tener nada en particular. Eran las cuatro de la mañana. Estaba acostada en la cama, menuda, suave. Dormía.
Ahora pienso que nos fue dejando señales que no supimos interpretar. Cosas fugaces, momentos efímeros que puedo narrar perfectamente: cuándo, dónde y cómo ocurrieron. El saludo con esa sonrisa radiante y el beso de despedida. Caminar cogidas del brazo, presentarme a sus amigas de residencia orgullosa: “Es mi nuera”. Les hice una foto a las tres. Está guapa, mira a la cámara feliz. Ahora todo eso no solo es pasajero sino que surge como algo mágico y permanece.