30 enero 2020

Qué solo está el banco del parque

En la familia se dice que la época para morir es el otoño, por lo de la caída de la hoja supongo o porque en varios familiares así se ha cumplido. Pero ella no, no hizo caso a esa habladuría familiar como tampoco lo hizo, a lo largo de su vida, a tantas y tantas normas sociales.

Su carácter independiente y libre se forjó en las épocas duras que le tocó vivir. Una guerra fratricida y la oscura posguerra cuando escaseaban los alimentos esenciales. Sabía de estraperlo y cartillas de racionamiento, de restricciones y vida penosa en la dictadura. Se casó, tuvo hijos, los sacó adelante. Algunos se le fueron antes que ella y ese dolor de madre sí le hizo mella, lo llevaba muy dentro. Remontó, volvió a sonreír, a bailar en las fiestas familiares, ¡cómo le gustaba bailar! Y hablar con la gente; le eran fáciles las relaciones sociales. Contaba historias que le habían ocurrido, con mucho ingenio. A veces ponía cara de enfadada y otras, partiéndose de risa, tanto, que nos contagiaba. Habría sido una gran comedianta. No era de términos medios. Mujer de carácter no se arredraba por nada y, si se le ocurría, llegaba hasta el Presidente de la Diputación para decirle "cuatro cosas". Sin ansias de figurar y sin ambiciones de ninguna clase para ella, tenía el alma de las encinas de su tierra que se expanden para cobijar bajo su sombra a todos los polluelos: hijos, nietos y biznietos. Una familia que se ha alargado tanto como sus 92 años.

Los hijos crecieron, se fueron de casa, se quedó sola. Pasó un año y otro y algunos más. En el momento que se cansó de vivir se fue sin avisar, un 22 de diciembre, de noche. Cuando no hay que sacar las vacas a pastar ni faenar en el campo. (Últimamente me hablaba de la vacas de su pueblo. Recuerdos de juventud). Cruzó la helada húmeda que envolvía la ciudad para volar por lo alto del Aitzgorri. Se fue en pleno invierno. Como las cigüeñas de Salburua. Como el fulgor rojizo de la puesta de sol que se ve desde el mirador del pantano. Y nos quedamos solos. Desamparados. Como ese banco del parque donde nos sentábamos para hacer un alto en el camino que las piernas ya no estaban para largos paseos. Se fue así, sin tener nada en particular. Eran las cuatro de la mañana. Estaba acostada en la cama, menuda, suave. Dormía.

Ahora pienso que nos fue dejando señales que no supimos interpretar. Cosas fugaces, momentos efímeros que puedo narrar perfectamente: cuándo, dónde y cómo ocurrieron. El saludo con esa sonrisa radiante y el beso de despedida. Caminar cogidas del brazo, presentarme a sus amigas de residencia orgullosa: “Es mi nuera”. Les hice una foto a las tres. Está guapa, mira a la cámara feliz. Ahora todo eso no solo es pasajero sino que surge como algo mágico y permanece.

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16 enero 2020

Rebelión en Ataria

Aitor salía de comer del Ruta de Europa cuando oyó el móvil. Al ver el prefijo de Francia tuvo un mal presentimiento. Lo dejó pasar. Se cerró el anorak y corrió hasta el camión para protegerse del frío polar que asolaba la ciudad. Con las manos heladas conectó el motor y partió hacia Pamplona, su próximo destino, con música de jazz a volumen bajo.
Volvió a sonar.
Pulsó aceptar con el corazón en un puño.
—¡Qué hostias pasa, tío! ¡¿Por qué no contestas?! —La voz autoritaria le confirmó lo que intuía.
—¡¿Quién coño eres?! —le contestó intentando ocultar su nerviosismo.
—Mira, Ortzi, a mí no me vaciles. Tenemos un trabajo para ti.
«Ortzi —pensó—, el seudónimo que muy pocos conocían».
Rememoró su época de estudiante ahogándose entre botes de humo, gritos, tiros y, después, silencio. Y en el silencio, agazapado, el miedo. Un profesor lo reclutó, junto a otros compañeros, para luchar por la libertad del pueblo. Más tarde, tuvieron su propia revolución interna y el ala dura se hizo con el control de la organización. Aitor, ya entre rejas con la única compañía de los fantasmas de sus muertos, lo aceptó sin rechistar. Hasta que apareció Arantza en la cárcel con la propuesta de su taller sobre El caserío en el País Vasco. Una joven granjera de ojos vivos y risa clara, sin enemigos ni odios. Se apuntó, solo por su sonrisa. Lo cambió todo.
—Tienes que ejecutarlo el veinte de noviembre —ordenaba el jefe.
—Hace cinco años quedaron mis cuentas saldadas. Prometisteis dejarme en paz si no me iba de la lengua. Yo he cumplido.
—¿Prefieres que hagamos una visita a Arantza?
—A mi mujer ni nombrarla.
Llamó a la empresa de transportes para coger días libres y a Arantza:
—Una ruta por Europa... Sí, una semana… Imposible, no he podido negarme.
Al atardecer, entraba en el bar Lagunekin de Baiona cuando los vio. Eran los dos de la foto, aunque no vistieran uniforme, conversaban relajados mientas degustaban un vino. Acarició la pistola calibre 9 mm Parabellum en el bolso de la chamarra. Dos tiros a bocajarro y… Retrocedió.
En el bar del Hotel de la Gare, tomó un café, y otro, y alguno más. Con las manos en la cabeza, se sentía animal acorralado. Le urgía tomar una decisión. Se desesperada. Había estado a punto de... «Por salvarla a ella», se decía. Después, pensaba desaparecer. ¡Pero qué insensato! ¿Acaso creía que la iban a dejar en paz?
El sonido estruendoso del antiguo teléfono sobresaltó a Arantza. Soltó la oveja que no entraba mansa en la ordeñadora, cruzó por delante de dos cerdos retozones y alborotó a una docena de gallinas que picoteaban libres; para, por fin, llegar a la cocina y descolgarlo. El border collie que la había seguido le olfateaba las katiuskas. Lo acarició.
—¿Eres tú, Aitor? Tan temprano y no me llamas al móvil. ¿Pasa algo?
—¡Cómo me alegra escuchar tu voz! ¿Estás sola?
—Sí, claro, la amama se ha ido al puesto con diez quesos que pesan lo suyo, es jueves, día de mercado. Ya tengo los dos pollos de corral en la canasta. Son hermosos, nos los van a pagar bien. El cardo y los puerros en las cajas, también las manzanas y nueces. ¡Ah!, y el pastel vasco tradicional. Qué paliza nos dimos ayer; al final, llevamos cinco. ¡Huele a feria! Todavía está la mesa de madera untada de harina y restos. Cuando acabe de ordeñar lo llevo todo en la furgoneta.
—¡No! Ni se te ocurra meterte en el bullicio de la plaza. Las cosas no andan bien, ¿sabes?
—¡Joer! ¡Me estás asustando!
—¡Si te pasara algo! Escúchame... Han contactado conmigo, no tenemos mucho tiempo. Tienes que irte del pueblo. Corres peligro, Aran. Sabes que estos van en serio —El miedo la dejó con la boca abierta sin poder articular palabra—. A la amama le extrañará que no llegues —siguió Aitor—, cerrará el puesto un momento y se acercará al caserío. Lo entenderá todo con pocas explicaciones. Dale un fuerte abrazo de despedida.
—¡No podrá soportarlo! Se morirá de tristeza. Los vecinos de toda la vida le harán el vacío. «¡Traidores!», nos pintarán en la fachada… —Rompió a llorar y no pudo seguir hablando.
—¡Maldita sea! Si pudiera borrar la causa de ese llanto. Me gustaría tanto abrazarte… Oye, Aran, seguro que en cuanto ella sepa lo que ocurre, será la que te empuje para protegerte. Piensa que está hecha a los riesgos de esta vida desatinada. Ya sabes cómo ha tenido que luchar sin desmayo para salir adelante, eso la ha fortalecido y ahora vivirá con el afán de nuestro regreso.
—¡Qué vacía se va a quedar la casa! ¡Qué sola la amama! —susurró Arantza.
—Bueno..., pero tú no te reproches nada, Aran, tú no. Eh... sales de casa al anochecer sin equipaje, justo lo imprescindible, y coges el tren directo a Lisboa que parte de Vitoria a las nueve menos cuarto. Viajarás toda la noche. Por la mañana, estaré en la estación Santa Apolonia esperándote. Nos encontramos allí, ¿vale? Contaré los minutos comiéndome las uñas. La ansiedad me enloquece. ¡Ah! No olvides desconectar el móvil.
— Dicen que allá, al otro lado de la frontera, duele el aire que se respira por la añoranza de la tierra.
—También dicen que allí uno vive a pesar de las heridas. Perdóname, Aran, porque yo no puedo perdonarme. Ya sabes cómo te quiero.


© María Pilar
-900 palabras-

Relato publicado en el libro: Relatos Asombrosamente Asombrosos de ETDO

Safe Creative #2005264153798

Relatos participantes leer aquí.