Existen situaciones tan incomprensibles en la vida de los grandes personajes que a uno lo dejan perplejo. Era la persona más rica de España y uno de los multimillonarios más poderosos del planeta. Un potentado de la industria textil que había creado una marca con la que revolucionó el mundo de la moda. Dudé en ponerle un nombre para que pareciese el personaje principal de la historia que me estaba inventando; preferí dejarle en el anonimato. En su situación podía vivir una vida de ensueño. Pero no, sus intenciones siempre eran sibilinas. Aquel día me ordenó que lo llevase a un pueblecito de alta montaña. «Treinta casas y más de la mitad deshabitadas», me chivó el señor Google regodeándose.
Tras curvas y curvas flanqueadas de frondoso arbolado y luz primaveral, en medio de un enclave natural privilegiado, encontramos la pequeña aldea. Creí que empezaba a entenderlo. Seguro que quería perderse en aquel paraje para liberarse de la vida ajetreada que llevaba. Volvió a sorprenderme. Apenas giré el volante del Audi para enfilar la calle de entrada me dijo:
—Pare aquí. —Era una estación de tren varada en el tiempo—. Tómese la tarde libre.
La tarde libre en un lugar que lo recorres en un suspiro. ¡Qué ironía! Le abrí la puerta del automóvil para que bajara y, sin más, se dirigió con su pesada anatomía a la solitaria estación.
Saqué de mi bolsa el cuaderno donde escribía en esos momentos de espera. Si no era una catarsis a mi vocación frustrada de escritor, al menos me entretenía.
La puerta lo recibió con un crujido lastimoso y un aire viciado le golpeó la nariz. Por los cristales sucios de la ventana entraba una luz pobre, obstinada luchaba contra el acoso de las sombras como él lo hacía por sus recuerdos ante el temor al olvido. Los elementos cubiertos de mugre y polvo mantenían una calma expectante, parecían saber de su venida. Cruzó casi de puntillas para que sus pisadas no sonaran irrespetuosas en las losas irregulares y se sentó en el banco de madera cuarteada, junto a la pared. De pequeño balanceaba las piernas porque sus pies no llegaban al suelo mientras esperaba ver a su padre entrar envuelto en la ventisca, soplándose las manos. Era su héroe enfundado en aquel uniforme con la gorra de plato calada y el bastón para dar la orden de salida a los trenes que rugían por aquellos montes.
Pasaba la mirada por las paredes desconchadas, se detuvo en la silla vacía y en la papelera oxidada donde cogía papeles viejos para encender la estufa. ¡La estufa! Permanecía inamovible adosada a la columna ennegrecida. Le dio un vuelco el corazón. Emocionado, sintió retroceder en el tiempo.
Su padre estaba allí. Con aquella manera que tenía de coger la barra de hierro para retirar la tapa. Oyó el chocar del metal y el chisporrotear del fuego iluminó la estancia cuando lo tizoneó. Añadió más carbonilla que tenía en un saco de esparto. No tiraba bien y el humo les irritaba los ojos, pero sentían calor.
—Con esto habrá suficiente hasta que pase el último tren. Después nos vamos a casa —manifestó el padre con la expresividad de la mirada que confirmaba sus palabras.
Y se puso a leer, una vez más, el libro manoseado —Peñas arriba— que un pasajero había dejado olvidado en la estación. A veces levantaba la vista y le contaba que trataba de un señorito de Madrid; regresaba a la casa familiar de la montaña porque añoraba sus orígenes.
—Papá, ¿podremos ir algún día a Madrid? —dijo una voz infantil al abrigo y seguro refugio de su padre.
—Escucha, hijo —le hablaba muy serio, no era de mimoserías—, sin mí la estación sería una locura. Los trenes chocarían y el sufrimiento alcanzaría a mucha gente. Tal vez tú, cuando seas mayor... Pero recuerda, uno siempre vuelve al lugar que ha sido feliz.
La luna con su luz ya aportaba a los bosques de la zona el espíritu mágico que los invade cuando de la estación del silencio salió el único viajero, callado, vencido por el desamparo.
© María Pilar
Tras curvas y curvas flanqueadas de frondoso arbolado y luz primaveral, en medio de un enclave natural privilegiado, encontramos la pequeña aldea. Creí que empezaba a entenderlo. Seguro que quería perderse en aquel paraje para liberarse de la vida ajetreada que llevaba. Volvió a sorprenderme. Apenas giré el volante del Audi para enfilar la calle de entrada me dijo:
—Pare aquí. —Era una estación de tren varada en el tiempo—. Tómese la tarde libre.
La tarde libre en un lugar que lo recorres en un suspiro. ¡Qué ironía! Le abrí la puerta del automóvil para que bajara y, sin más, se dirigió con su pesada anatomía a la solitaria estación.
Saqué de mi bolsa el cuaderno donde escribía en esos momentos de espera. Si no era una catarsis a mi vocación frustrada de escritor, al menos me entretenía.
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El gran reloj congelaba la existencia en un punto exacto: las diez y doce. ¿De qué día? ¿De qué año?La puerta lo recibió con un crujido lastimoso y un aire viciado le golpeó la nariz. Por los cristales sucios de la ventana entraba una luz pobre, obstinada luchaba contra el acoso de las sombras como él lo hacía por sus recuerdos ante el temor al olvido. Los elementos cubiertos de mugre y polvo mantenían una calma expectante, parecían saber de su venida. Cruzó casi de puntillas para que sus pisadas no sonaran irrespetuosas en las losas irregulares y se sentó en el banco de madera cuarteada, junto a la pared. De pequeño balanceaba las piernas porque sus pies no llegaban al suelo mientras esperaba ver a su padre entrar envuelto en la ventisca, soplándose las manos. Era su héroe enfundado en aquel uniforme con la gorra de plato calada y el bastón para dar la orden de salida a los trenes que rugían por aquellos montes.
Pasaba la mirada por las paredes desconchadas, se detuvo en la silla vacía y en la papelera oxidada donde cogía papeles viejos para encender la estufa. ¡La estufa! Permanecía inamovible adosada a la columna ennegrecida. Le dio un vuelco el corazón. Emocionado, sintió retroceder en el tiempo.
Su padre estaba allí. Con aquella manera que tenía de coger la barra de hierro para retirar la tapa. Oyó el chocar del metal y el chisporrotear del fuego iluminó la estancia cuando lo tizoneó. Añadió más carbonilla que tenía en un saco de esparto. No tiraba bien y el humo les irritaba los ojos, pero sentían calor.
—Con esto habrá suficiente hasta que pase el último tren. Después nos vamos a casa —manifestó el padre con la expresividad de la mirada que confirmaba sus palabras.
Y se puso a leer, una vez más, el libro manoseado —Peñas arriba— que un pasajero había dejado olvidado en la estación. A veces levantaba la vista y le contaba que trataba de un señorito de Madrid; regresaba a la casa familiar de la montaña porque añoraba sus orígenes.
—Papá, ¿podremos ir algún día a Madrid? —dijo una voz infantil al abrigo y seguro refugio de su padre.
—Escucha, hijo —le hablaba muy serio, no era de mimoserías—, sin mí la estación sería una locura. Los trenes chocarían y el sufrimiento alcanzaría a mucha gente. Tal vez tú, cuando seas mayor... Pero recuerda, uno siempre vuelve al lugar que ha sido feliz.
La luna con su luz ya aportaba a los bosques de la zona el espíritu mágico que los invade cuando de la estación del silencio salió el único viajero, callado, vencido por el desamparo.
© María Pilar
Relato publicado en el libro Tinta, papel y... acción de ETDO