La primera vez que se subió a una bici, Laia empezó a pedalear manteniendo el equilibrio para no caerse sin ningún tipo de ayuda. Engatusaba a los gatos para quemarles los bigotes, los perros huían de ella y terminó por aparentar que le eran indiferentes. No tenía miedo a las alturas a pesar de los golpetazos que se había dado en sus vuelos sin red. En la oscuridad mantenía los ojos bien abiertos y los oídos atentos al menor ruido.
Anochecía cuando salió de casa con cautela. En compañía de su amigo Raúl, se dirigió a la casona que por su estado desvencijado parecía estar abandonada. La circundaba un jardín invadido por la maleza y los árboles eran tan altos que apenas asomaba el tejado de pizarra. Las arpías de la vecindad decían que vivían en ella dos hermanos, uno de ellos estaba loco, por lo que el otro lo tenía encadenado. Con sigilo la rodearon y decidieron meterse por debajo de la alambrada en la zona que el muro estaba en ruinas. A Raúl le pareció peligrosa la aventura y retrocedió muerto de miedo. Se volvió a su casa. La testaruda Laia optó por seguir sola.
Al acercarse a la única ventana iluminada por una vela, por un breve instante, se sobresaltó ante aquellos ojos saltones fijos en ella. La persona desgreñada y zarrapastrosa, grande como un gigante, sonreía babeando dejando entrever la dentadura mellada y sucia. Se quedó petrificada. Como si la conociera y la estuviera esperando, con movimientos torpes, sacó sus manazas por la ventana y cogió a Laia con sumo cuidado. La incorporó a su estancia.
© María Pilar
Anochecía cuando salió de casa con cautela. En compañía de su amigo Raúl, se dirigió a la casona que por su estado desvencijado parecía estar abandonada. La circundaba un jardín invadido por la maleza y los árboles eran tan altos que apenas asomaba el tejado de pizarra. Las arpías de la vecindad decían que vivían en ella dos hermanos, uno de ellos estaba loco, por lo que el otro lo tenía encadenado. Con sigilo la rodearon y decidieron meterse por debajo de la alambrada en la zona que el muro estaba en ruinas. A Raúl le pareció peligrosa la aventura y retrocedió muerto de miedo. Se volvió a su casa. La testaruda Laia optó por seguir sola.
Al acercarse a la única ventana iluminada por una vela, por un breve instante, se sobresaltó ante aquellos ojos saltones fijos en ella. La persona desgreñada y zarrapastrosa, grande como un gigante, sonreía babeando dejando entrever la dentadura mellada y sucia. Se quedó petrificada. Como si la conociera y la estuviera esperando, con movimientos torpes, sacó sus manazas por la ventana y cogió a Laia con sumo cuidado. La incorporó a su estancia.
*****
Está anocheciendo. Pronto vendrán a buscarnos. Desde que se llevaron a tu hermano un silencio de tragedia lo envuelve todo. ¡Si hubiera tenido tiempo para hacer las cosas como él quería! Esta mañana, cuando nos encontró juntos en tu habitación te lo dijo: "No te preocupes, esto lo arreglo yo". Claro, después del susto que se llevó al verme contigo, porque él es adulto y los mayores son muy raros y siempre ven problemas en todo. Solo tú eres diferente. Ahora él no hablará de ti, para protegerte; te quiere demasiado y tú estás a mi lado cuando lo que deseas es ir a buscarlo, pero sabes que no puedes salir, nunca lo has hecho... Sin él estás perdido. No llores... Me haces llorar a mi también. Se oye la jauría de perros y el trotar de caballos. Esta vez no servirá la oquedad de la vieja sequoya que se ve desde tu ventana para escondernos. Me la señalaste para indicarme que desde allí me veías cuando merodeaba por tu casa. No te asustes, no te golpees la cabeza contra la pared de esa forma. Mira, estás sangrando... Ya se acercan. Gritos e insultos acompañan los golpes en la puerta... Esa mirada de terror..., esa angustia... Me das miedo.© María Pilar