26 octubre 2012

Encuentro en el tren



Con los primeros albores del día, el tren sale escrupulosamente puntual. Aquí y allá asientos vacíos y los que van ocupados parecen robots inclinados sobre sus tabletas o sus móviles de alta gama. ¡Cómo ha cambiado el tren en este país! piensa la todavía joven señora.
En su recuerdo quedan los trenes cubiertos de hollín serpenteando pesadamente con su ruido de traqueteo y fuertes silbidos cuyo eco se propagaba por los montes cercanos. Se asumían las largas paradas sin pedir información y los grandes retrasos eran algo habitual. Iban cargados de gente sin sitio para sentarse. Había bullicio y conversaciones cruzadas en voz alta entre conocidos y desconocidos. En cada parada se reubicaban de nuevo excepto los que ya habían pillado asiento que no se movían por aquello de que quién fue a Sevilla perdió su silla aunque los listones de los mugrientos bancos de madera les dejaran marcadas sus descansadas posaderas.
Por las ventanillas se apelotonaba la gente para despedir a los suyos como si nunca más se fueran a ver, los de abajo corrían cuando ya el tren estaba en marcha y se quedaba en el aire la mano levantada con toda la nostalgia del adiós. Cada nueva incorporación se encontraba con un tufo que flotaba en el ambiente mezcla de comidas atrasadas, orines azufrados, condensación de humo del tabaco y calor humano. Los bultos, maletas, gallinas enjauladas y demás equipaje se colocaban debajo de los asientos o por los pasillos, siempre era excesivo y como consecuencia un estorbo.
Las comidas se llevaban preparadas en cestos de mimbre o bolsas que sabían mucho de trotes y viajes. A la hora, se sacaba la fiambrera con la tortilla de patatas o comidas cuyo pringue dejaba un brillo por doquier, la hogaza de pan envuelta en papel de periódico atrasado y la bota de vino. Todo se compartía, era un auténtico arte ver como la bota hacía una rueda y maldita la gota que se perdía. Se comía a dos carrillos a la vez que se hablaba y todo se rebañaba.
Así rumia sus pensamientos sentada en solitario y a él no le pasa desapercibida, pero la “distancia” se le hace infranqueable. Ella, que ha captado sus insistentes miradas, está dispuesta a echarle una mano. Sale al pasillo para estirar las piernas y se entretiene mirando por la ventana. Pronto la puerta se abre. Aparece él. Puede verlo reflejado en el cristal. Su aspecto muy pero que muy interesante, se palpa el nudo de la corbata, parece nervioso y ya lo tiene tan cerca que puede sentir su respirar en el cogote. Se da la vuelta para provocar el choque intentando que parezca casual.
© María Pilar

18 octubre 2012

En busca de trabajo y de futuro. Emigración

En este país de vaivenes pendulares rápidamente cambiamos el chip, preparamos la maleta y nos vestimos el traje de emigrante. Tal vez el péndulo esté insertado en el corazón de la naturaleza de este pueblo como  algo que se lleva grabado a sangre y fuego en la cadena genética. Cuando vienen mal dadas, para regresar al punto de partida, se abre en nuestra mente social la puerta de la emigración como única salida en la vida. Quizá sólo así se logre encontrar el camino de vuelta a casa. 
Nació en primavera al comienzo de la posguerra española. Era un momento de ilusión y de esperanza en el porvenir una vez terminada la guerra. Desconocían lo larga y brutal que les sería esa etapa. 

Manuel a los 12 años empezó a ir al campo con su padre. Así aprendió la dureza de este trabajo cuando, soportando las inclemencias del tiempo, no se contaba con más recursos que la fuerza física y un par de mulas.
 
La escuela pasó a un segundo plano y acudía cuando las faenas del campo se lo permitían. En su memoria no hay recuerdos de haber sido hijo solo alguna vez, por muy atrás que vuele buscando sus recuerdos, siempre se ve rodeado de hermanos más pequeños a los que había que atender.

Vivían en una casa de pueblo que unida a las demás se apretaban en hilera marcando la línea de la carretera. Comparada con los pisos de hoy en día, era enorme, pero nunca fue lo suficiente grande para dar cobijo a toda la familia y los espacios se tenían que compartir. 


Lo único que conservó fue su pequeña alcoba, sin ventana a la calle, por la que nunca tuvo que pelear, derechos adquiridos de hermano mayor.

De joven, más bien adolescente prematuro, aprendió a cortar leña en el monte y a formar la barda para el invierno, a elaborar con los hombres del pueblo el vino de la bodega tras la vendimia, esquivar a la guardia civil tras el robo de alguna gallina para merendar con los amigos, bailar con las chicas del pueblo y disputar por alguna ante el forastero. Uno más entre los de su grupo de amigos, integrado, fuerte, querido y por momentos temido cuando de pelear se trataba.


Más tarde, solo en su alcoba, sentía un grito interior que le desgarraba el alma: «¡Qué estás haciendo con tu vida!». Otras tierras lo requerían más allá del horizonte de su pueblo, un porvenir liberador. Cuando se levantaba de la cama, la realidad se le imponía cargada de oscuridades, sentimientos de culpa y miedo a plantar cara a los suyos, aquí se le necesitaba. En esa dualidad se sentía atrapado.


Sólo una orden le obligó a reaccionar, debía incorporarse al servicio militar. «Ahora o nunca», se dijo. Y con el corazón que se le salía del pecho, se atrevó a pronunciar las palabras pensadas durante tanto tiempo. 

El día antes, no quiso festejar su marcha con los amigos, necesitaba rumiar su soledad empezando a sentir la distancia. De vez en cuando, unos ladridos quejumbrosos, que él conocía muy bien, lo reclamaban. Se mantuvo con el corazón encogido. Vagó por los alrededores del pueblo, espacios que conocía al dedillo, hasta que sus pasos lo llevaron al alto del Cerrillo. Subiendo la ladera aturdido por el olor de las plantas aromáticas, se encontró en la cima con el árbol solitario. Apoyado en su tronco contempló el último y sobrecogedor atardecer de su pueblo. Era lo que tantas veces había visto, pero al apreciarlo con nuevos ojos, la instantánea se le quedó grabada como un pálpito congelado. El espacio que hasta ese día había sido su casa empezaba a dejar de serlo.

El sueño no quiso sobrevenirle aquella noche para espantar el miedo a lo desconocido. Las esquilas de las ovejas traspasaban el silencio de la noche y el ladrido de algún perro se oía en la lejanía. La presión en el estómago se hacía cada vez más fuerte y los recuerdos se le agolpaban. Cuando presintió las primeras luces del alba, ojeroso y con su abundante cabello peinado hacia atrás que le prestaba un aire de adulto, en compañía de una maleta de cartón llena de ilusiones y esperanzas, abandonó la casa sin mirar atrás. Embargado por la emoción, temía encontrarse con los ojos llorosos de la madre que desde la puerta de casa lo seguían apesadumbrados, en silencio. 

© María Pilar

09 octubre 2012

El Afilador

La crisis agudiza el ingenio y está haciendo aflorar oficios que creíamos desparecidos. Por la zona donde vivo unas amas de casa han bajado la máquina de coser que tenían en casa a una lonja y hacen todo tipo de arreglos, la ropa ya no se tira como antes, se reutiliza. Un zapatero remendón se ha colocado en un pequeño bajo de un portal y desde fuera, a través del cristal, se le puede ver encorvado sustituyendo las viejas tapas y suelas de los zapatos. Estos días ha recorrido las calles de la zona un silbido característico que desempolvaba recuerdos de infancia, era el chiflo de un afilador. 
Al despertar aquellos días, el sol incidía en la tapia de enfrente y un sonido repetitivo y machacón que enfilaba la calle se iba acercando hasta parar bajo mi ventana. Era el inconfundible sonido de la “chiflita” del afilador con la que no paraba de dibujar en el aire en ambas direcciones su tonalidad. A esto le seguía su incansable voz: “el afilaooooor” “se afilan cuchillos, navajas, tijeras,…” “señora el afilaooooooor”. 

Algo mágico producía ese sonido en las mujeres del pueblo porque todas rebuscaban en los cajones de sus casas algún objeto digno de ser afilado.

El afilador, hombre curtido por su trabajo y por las inclemencias del tiempo que tenía que soportar, aparecía en su vieja motocicleta con la que se trasladaba de pueblo en pueblo. Enseguida preparaba su artilugio y empezaba dale que dale a la rueda de afilar, mientras iba saludando a las señoras con su acento gallego y un surtido de piropos que había ido adquiriendo al rodar por esos mundos.

Entonces empezaba lo peor, el sonido infernal que producía el metal al pasar por la rueda de piedra hacía que hasta los perros corrieran a buscar un lugar seguro. También las mujeres se alejaban formando un corro asustadas por las chispas que producía el metal al pasar por el esmeril. En cambio, él, sabiéndose admirado, recibía en su cuerpo, sin ninguna protección, el chorro de fuego con una ancha sonrisa; parecía inmune al calor que el metal iba adquiriendo y a aquel haz de rayos que por momentos devoraba sus manos.

Siempre tardaba un poco más en afilar el cuchillo o las tijeras de la agraciada Dolores, los mimaba, los acariciaba como si de una joya se tratase y se los entregaba con novelescos requiebros que a ella le hacían enrojecer.

Un día la ilusa Dolores lo esperaba con un simple hatillo de ropa a las afueras del pueblo, atrás dejaba marido e hijos por unos sueños de ver mundo junto al dueño de las hermosas palabras que habían calado en su corazón. Al verla, a él se le mudó el color y se le tragó la voz. Ella, que no estaba dispuesta a hacer ascos a detalles tan simples, se colocó como pudo en la parte de atrás de la motocicleta y juntos salieron a recorrer pueblos.

Hacía tiempo que en la cabeza del afilador revoloteaba la intrépida Dolores, pero también estaba su mujer, la dulce gallega madre de sus hijos a la que no estaba dispuesto a dejar. Ninguna de las dos sabría que compartían marido hasta que pasados los años, él falleció.