Con los primeros albores del día, el tren sale escrupulosamente puntual. Aquí y allá asientos vacíos y los que van ocupados parecen robots inclinados sobre sus tabletas o sus móviles de alta gama. ¡Cómo ha cambiado el tren en este país! Piensa la todavía joven señora. En su recuerdo quedan los trenes cubiertos de hollín serpenteando pesadamente con su ruido de traqueteo y fuertes silbidos cuyo eco se propagaba por los montes cercanos. Se asumían las largas paradas sin pedir información y los grandes retrasos eran algo habitual. Iban cargados de gente sin sitio para sentarse. Había bullicio y conversaciones cruzadas en voz alta entre conocidos y desconocidos. En cada parada se reubicaban de nuevo, excepto los que ya habían pillado asiento, que no se movían por aquello de que quién fue a Sevilla perdió su silla, aunque los listones de los mugrientos bancos de madera les dejaran marcadas sus descansadas posaderas. Por las ventanillas se apelotonaba la gente para despedir a los suyos
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