21 febrero 2017

Amantes

En la sombra del lecho las amantes
Desnudas se cimbrean abrazadas
Fragancias de diamantes impregnadas
Transparencias de anhelos excitantes.

Ceñidos corazones palpitantes
Ruborosas furias descontroladas
Cabalgan con ansias desesperadas
Ardientes aventuras delirantes.

Sin límite marcado ni frontera
A ritmo volcánico en sintonía
Fogoso mar de placer erizado.

Impetuosa noche ávida y fiera
A la estrella que tranquila dormía
Un placentero grito ha despertado.
© María Pilar



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15 febrero 2017

La larga espera

Son las doce. Miro tras la ventana. La plaza solitaria se envuelve en sombras. La noche languidece desde que la crisis obligó a cambiar la iluminación de las farolas. También yo bajo la luz de la lámpara de sobremesa, lo justo para que me acompañe en esta espera.
Miro el móvil. El whatsapp anterior no lo ha visto. Llamo. El sonido se pierde como un eco repetitivo hasta desaparecer. Cojo un libro. No me entero de lo que leo. Cuento los minutos… Las 12 y media. ¡Qué larga se hace la espera!
La una. Tiemblan los cristales de la ventana. El viento del norte sopla con fuerza. Con estruendo ha desgajado varias ramas de los castaños de indias. Y ella. ¿Dónde está ella? En mis pensamientos la tensión arrecia. Es tan peligrosa la noche para una joven. Tal vez ha perdido el móvil o se lo han robado. ¿Y si algún desconocido la tiene en sus manos? Si lo está pasando mal, si está sufriendo y no tiene quién la ayude. Un minuto, un segundo puede ser clave. Tengo que hacer algo. Busco los teléfonos de las amigas. Alguna me responde. Casualidad, no ha salido y la he sacado de un dulce sueño…
Son las dos cuando oigo el ascensor. Pego el oído a la puerta. Cuando llegue disimularé, no le gusta que esté tan pendiente de ella. Se para en el piso de abajo. Alguien sale y abre con llave la puerta de su casa. Espero a que siga subiendo. El silencio es la respuesta. Me siento en el sofá con el corazón en un puño. Pongo la tele, hago zapping... El aguanieve racheada pega en los cristales con fuerza.
Suenan las tres en el reloj de la vecina. No puedo parar quieta. Salgo al balcón. El frío me hiela. Voy a entrar cuando me da un vuelco el corazón. Una joven sola ha entrado en mi campo visual. Por su apariencia puede ser ella. Pasa de largo y se pierde en la noche. Entro furiosa. Cuando la tenga delante me va a oír. Se enfadará conmigo, no me importa. Tengo que acabar con este sinvivir. Si la dejo salir mal, si no la dejo peor. ¿Y si llamo al 112? Con la que está cayendo los de emergencias tendrán una noche movidita. Me dirán que es mayor de edad… El ascensor de nuevo... Ha parado aquí. Oigo pasos. Miro por la mirilla. Enciende la luz del pasillo... el vecino de enfrente.
No puedo estar sentada. Me dirá que en la discoteca no oye el teléfono. Si al menos supiera… Le he dicho que no venga sola… A veces ha venido porque las demás preferían quedarse más tiempo. No, no me gusta que haga eso. Me envuelvo en la manta del sofá y salgo de nuevo al balcón. Me escuecen los ojos de mirar tan fijamente la bocacalle por donde creo que ha de aparecer. Algunas sombras solitarias, nocturnas, somnolientas, pasan y después nada. La humedad y el frío me han atrapado, estoy tiritando.
El reloj implacable marca las cuatro menos cuarto. Empiezo a toser. Lo que me faltaba. Me tumbo en el sofá. Envuelta en un edredón entraré en calor… Me despierto sobresaltada. ¿Qué hora es? Las cinco y media. Me levanto. Me acerco a su cuarto y… ¡está en la cama!
© María Pilar
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05 febrero 2017

Las mentiras del espejo

Hicham Berrada
Tenía 13 años y estaba rellenita, no, gorda, esa es la verdad. «Vaca gorda», decía el último mensaje anónimo. Me sentía culpable. ¿Por qué? Pues por todo: por comer, por no ser perfecta... Creía que si adelgazaba me iban a querer. Empecé a dejar de comer. Comenzó mi suplicio.

Hablaba lo justo. Ni eso. Buscaba la soledad y me molestaba que alguien interfiriera en mis cosas. Como mi madre que entraba en mi cuarto con cualquier excusa:«Te hago esto, te apetece aquello». Yo le rogaba/exigía: ¡Vete y déjame en paz! Aprendí a mentir. A mis padres de manera compulsiva. Cuando me obligaban a comer me metía los dedos para devolver y los kilos bajaban. Y pensaba que era yo la que controlaba mi vida. Ilusa.

Entré en una espiral de miedo y autodestrucción que me introdujo en un mundo paralelo sin lazos de conexión con la realidad. El monstruo que me dominaba me seguía con la mirada, escuchaba su respirar: Demasiado gorda. ¡Qué impotencia de vida! Sin meta, sin final, sin esperanza. Quería matar el dolor que me hacía sentir tanto dolor.

Recuerdo que la lluvia caía sobre los cristales de la ventana y en casa reinaba el silencio de congoja habitual. Me sentía al límite de lo que podía soportar. Rompí un cristal y... La sangre corría por mis manos, entre mis dedos hasta llegar al suelo. El torbellino mental me mareaba.

¡Mis padres! Les había hecho tanto daño. No se puede ir por la vida disfrazada de la joven perfecta cuando tu existencia es una mierda. Fastidiando la vida a las personas que te quieren solo por hacerles sentir mal. Tenía que surgir de los abismos, porque si mi fin estaba próximo, que al menos ellos supieran los padres tan extraordinarios que eran.

Aferrada al marco de la puerta, grité: ¡Mamá!

© María Pilar