27 diciembre 2021

Drama familiar en Navidad


Sobre las seis de la tarde, Raúl llegó a la casa de sus padres para celebrar la Nochebuena en familia. El joven parecía desenvuelto y muy feliz. Al entrar, el olor a hogar lo devolvió a su infancia. El lechazo ya estaba en el horno adquiriendo el tostado crujiente tan rico y él llevaba un buen vino para acompañarlo. La madre, al verlo, se secó las manos en el delantal y lo abrazó emocionada. Era su niño, aunque Raúl ya había cumplido los treinta y cinco. 

 Durante la cena, a la madre no le pasó desapercibido que, a veces, su hijo estaba como ausente. Sintió en su interior una vaga sensación de alarma. Al cabo de un rato, Raúl entraba en la conversación con ellos, reía con esa risa tan franca que lo caracterizaba y ella se alegraba. Pero en el fondo, le quedaba un runrún de preocupación. Secretamente, tenía miedo a que su hijo se fuera alejando más y más de ella. Todos sabemos cómo es una madre posesiva ante un hijo único. Todos sabemos lo que un hijo puede llegar a hacer para ganar independencia sin dejar de querer a su madre. 

 En la sobremesa, ella se las ingenió para pedirle que la acompañara a traer los regalos. Fue cuando le preguntó directamente: 
—¿Volverás a marcharte? 
—Ama, alguien muy importante para mí me está esperando.  
—¿Cuándo pensabas decírmelo, Raúl? —inquirió alarmada.
—Se llama Aurora. Mira, tengo su foto en la cartera. —Le puso ante los ojos la imagen de una joven sonriente y muy guapa. Las facciones de la madre se endurecieron. 
—¡Pero si es negra! ¡No tendrás intención de casarte con una negra! —le espetó con cierta aprensión. 
—No, ama, no vamos a casarnos. Vivimos juntos. Es hermosa y a su lado me siento feliz. —La madre se puso blanca a pesar del maquillaje, se llevó las manos a la garganta, hizo el amago de respirar hondo con la boca abierta y cayó desplomada en el suelo de la cocina como si la hubieran disparado. 
 —¡Aita, ven! —gritó Raúl con voz angustiada—. A la ama le ha dado algo. 

 Entre los dos la llevaron a la cama del cuarto matrimonial. La cubrieron parte del cuerpo con una colcha y encendieron la lámpara de la mesilla que generaba un ambiente en penumbra rosácea. 
 
El marido la miraba en silencio. Lo entendía todo. Su duda era hablar o callar como siempre había hecho. En el rostro, con los labios prietos de su mujer y la postura de las manos con los dedos como arañando, veía vestigios de una batalla que estaba por ganar. Raúl creía que, en ese momento, su padre era un barco a la deriva. Por eso se ocupaba él de todo. Hecho un manojo de nervios, no paraba. Empapó una toallita con agua, se la puso en la frente a su madre y se alejó al vestíbulo un momento para llamar a urgencias. 

 El padre se le acercó y le habló con vehemencia: 
—No llames, hijo. ¡Cuelga el teléfono! —Después siguió con cierto titubeo—: Bien sabe Dios que por nada del mundo diría algo que dañara a tu madre. —Y se dejó caer exhausto en un sillón. 
 Los dos se miraron en silencio. El del hijo era exasperante, cargado de preguntas. La penumbra de la entrada, iluminada tan solo con el parpadeo de las luces de un pequeño abeto, aumentaba sus sombras aturdidas. 
 
Con la expresión contraída por el asombro de quien acababa de comprender que le habían hecho chantaje y había caído como un inocentón, Raúl contemplaba a su madre desde el umbral de la puerta. No era el mismo joven alegre y complaciente de hacía unas horas. Le pareció ver que su madre abría los ojos y los volvía a cerrar rápidamente. Avanzó hasta el cabecero de la cama, se inclinó sobre ella y con un temblor en la barbilla le dijo arrastrando cada palabra: 
 —¿¡Puedes explicarme qué significa esto!? Aurora está sola en nuestro apartamento esperando un bebé. He hecho un largo viaje para compartir con vosotros la alegre noticia y ¿para qué? No comprendo cómo puedes ser tan egoísta. Y yo que me creí lo de tu desmayo. ¡Valiente idiota! 

 Ella abrió los ojos como si despertase de un largo sueño y dando un respingo para sentarse en la cama, se encaró con su hijo: 
 —¿Pero cómo te atreves a hablar así a tu madre? ¿Qué he hecho yo? Preocuparme siempre por ti. Ahora, no estoy bien de salud.—Y se quebró en llanto con convulsiones que le hacían temblar de pies a cabeza. 
—No estás enferma, ama, o tal vez sí, porque lo tuyo tiene que ser una enfermedad. ¡Me largo de aquí! Esta vez te has pasado. Así, no me tendrás más. —Todo en él delataba hostilidad: la fría mirada, el ligero temblor de las ventanas de la nariz, la tensión de su mandíbula. Inmediatamente, sus zapatos resonaron a lo largo del pasillo. 
 —¡No lo podré soportar! ¡Me moriré! —gritó la madre en el momento que retumbaba un portazo. 

 Pasará el tiempo, volverán a verse, la madre conocerá a Aurora, estará orgullosa de sus nietos, pero nunca pasará el residuo amargo de la decepción y el dolor que en su relación experimentaron aquel día.

© María Pilar
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07 diciembre 2021

Se armó el belén

En el belén no había guirnaldas ni espumillón navideño, pero sí una estrella de purpurina que flotaba en un cielo estrellado. Su misión era la de guiar a los Reyes Magos hasta el portal porque los camellos jorobados que los traían no sabían el camino. Uno, dos, tres. Eran tres los camellos jorobados con sus correspondientes magos. 
 
El Niño Jesús, en pañales, temblaba de frío sobre la paja del pesebre. La Virgen, su madre, estaba sentada al lado en una dura banqueta de madera y nunca se cansaba de mirarlo. 
 
Cuando los pastores vieron a un ángel en un árbol empezaron a hacer gestos como si fueran a desmayarse, no lograban explicarse qué era aquello. Las ovejas, mientras, seguían pastando en el musgo que todavía estaba fresco. 
 
La joven lavandera, arrodillada sobre una piedra, lavaba la ropa en las aguas heladas del río. Desde lo alto, el soldado, que tenía que vigilar los accesos al tenebroso castillo del rey Herodes, no vigilaba nada. Tan solo tenía ojos para la lavandera.  Se había enamorado. 
 
Al otro lado del río, había unas casitas de pueblo con las luces encendidas. Las gallinas, conejos y perros corrían por aquí y por allá. También un burro infatigable daba vueltas y vueltas a una noria. 
 
Leire, la pequeña de la casa, miraba con curiosidad y entusiasmo aquel mundo que había creado mamá sacándolo de unas cajas. Estaba dotado de vida y envuelto en un halo mágico. A la niña se le encandilaban los ojos con las luces del portal y tarareaba con su lengua de trapo la melodía de Oh, blanca Navidad que repetía el disco de vinilo. Tenía solo dos años y se le ocurrió poner a la pareja de muñecos de PinyPon en el sendero de serrín que llevaba al portal. De vez en cuando, los acercaba un poco como hacía mamá con los Reyes Magos. 
 
Los del belén se mosquearon. No les pareció nada bien. Decían que eso era una intromisión a su identidad y a su imagen. «¡Fuera! ¡Fuera! Que se vayan a su tierra». Y acordaron que un grupo iría a hablar con el rey Herodes para que los expulsase. 
 
Herodes, que no se andaba con contemplaciones, ordenó a sus soldados que cortasen la cabeza a esos niños tan extraños. Retumbaron los tambores y el sueño estrellado se quebró. Tan solo un gato vagabundo se atrevió a olisquear uno de los zapatitos cercenados. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. 
 
Desde la torre de vigilancia, el soldado enamorado veía cómo las lágrimas de la lavandera se mezclaban con la corriente del río. Le daba pena verla así. Sentía rabia e impotencia. «¡Qué diablos!, ¿por qué no te decides de una vez?», se dijo. Bajó precipitadamente las escaleras de la torre y después de pelear con quince cerrojos para abrir la puerta de salida —como la abuela ciega de Auggie Wren—, llegó al puente. Tiró al foso la espada bárbara con la empuñadura salpicada de rubíes y corrió como una exhalación ladera abajo, rompiendo ramas y saltando matorrales.

—¡Hola! —escuchó el soldado al tropezar con la niña que lo observaba todo.
—¿Tú quién eres?
—Yo soy la que os mueve porque a mí me gusta que tú estés con la lavandera.
—¿Y nos vas a meter en otra historia?
—No, los dos tendréis vuestra propia historia.

Cuando, por fin, el soldado se vio al lado de la lavandera, hincó una rodilla en el suelo y le dijo casi sin aliento:
—Ahora ya no soy soldado del rey y tengo que huir. ¿Quieres venirte conmigo? 
 La joven y hermosa lavandera asintió con la cabeza sonriendo entre las lágrimas mientras le manifestaba: «Siempre he sabido que un día bajarías a buscarme». Y antes de que él se diera cuenta, ella se había puesto de pie y lo estaba abrazando. Los dos se fundieron en un abrazo. Desde ese día, no se los vio más. 

Otras figuras sintieron que el belén ya no era el mismo con su ausencia. Y, en solidaridad con ellos, regresaron a sus cajas y allí se quedaron para siempre.

No llevo la cuenta de las Navidades que el soldado y la lavandera han pasado juntos. Dicen que viven en Scroogetown, en una casona antigua, un tanto sombría, pero imponente y espaciosa. Perteneció a un viejo mezquino que no pasaba un día sin contar, penique a penique, los montones de monedas que había acumulado. Después las monedas volvían ordenadas en diferentes lotes al armario cerrado con la llave que llevaba colgada en el cuello. Al final de sus días, el viejo avaro le dejó en herencia la casa a su sobrino y en ausencia de este, a los hijos del sobrino. Estos andaban en litigios entre ellos. El proceso se fue complicando y el juez perdió el interés por la causa. Nunca llegó a dictar sentencia.

 © María Pilar 
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25 noviembre 2021

Reseña de Casas Vacías de Brenda Navarro

El 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, establecido por la ONU en 1981 para concienciar y prevenir la violencia física, sexual, psicológica y económica que se perpetua contra mujeres y niñas todos los días. La fecha coincide con el asesinato de las hermanas Mirabal, quienes realizaban activismo político en República Dominicana.



  
 FICHA TÉCNICA
Título: Casa vacías
Autor: Brenda Navarro
Idioma: Español
Editorial: Kaja Negra, marzo 2018
Género: Novela
Páginas: 164



La portada de la editorial Kaja Negra es muy simbólica. Los gorriones están posados en los cables, todos menos uno. Una mano lo ha cogido. Mientras, un paraguas rojo, abierto, rueda por el suelo. Es el de la mujer que se llevó al niño. 

 Casas vacías es la primera novela de Brenda Navarro. Un libro desgarrador que trata muchos temas. Demasiados, creo, para tan solo 164 páginas. Me quedo con los dos más importantes:  los desaparecidos y la maternidad.

 Un niño de tres años es raptado mientras jugaba en un parque de Ciudad de México. La madre estaba allí, cuidándolo. Mira el móvil y cuando levanta la vista ya no está. 
 A partir de ese hecho, la autora, construye el relato con dos voces muy potentes que se van alternando: la de la madre que perdió a su hijo y la mujer que se lo llevó para criarlo como propio y así tener una familia. Más tarde, a esta le ocurriría la misma desgracia. 

Fluyen los monólogos interiores de las dos mujeres contados en primera persona del pasado. Porque los hechos ya ocurrieron, pero ellas siguen ahí sin poder coser la herida de la culpa que supura. 

 No sabemos sus nombres, algo que he echado en falta por la importancia que tiene, aunque solo sea el hecho de poder nombrarlas. Sí distinguimos perfectamente cuando habla una o la otra. Conocemos la personalidad un tanto atormentada de la madre y el entorno familiar violento de la otra protagonista. Pertenecen a diferentes clases sociales: Las clases sociales no se rozan. O eres blanco o eres rico, no hay matices. Esto se nota en el vocabulario que utilizan. La mujer que se llevó al niño habla con modismos mexicanos y vocablos difíciles de entender si no recurres al diccionario. Por un lado te dicen que le eches ganas, que mejores la raza, que no te quedes pobre, pero si le buscas, te dicen arribista, pinche arribista que te avergüenzas de los tuyos, pero si te quedas en donde dicen que es tu lugar, pues entonces que luego luego se te nota lo india, lo quesadillera, lo verdulera, lo totonaca
 A pesar de ello, o debido a ello, me resultó la más humana, la más auténtica. Te dan ganas de sentarte a su lado y acompañarla en su desamparo. 

 Además de estas dos madres: la biológica y la que quiere serlo sin poder dar a luz un hijo propio, transitan la novela la madre asesinada por su esposo, la malvada y rencorosa que barre el patio, la nacida de un incesto. Todas ellas figuras que podemos encontrar en los medios de comunicación y que en “Casas vacías” adquieren una vida literaria. 

Queda muy cuestionada la maternidad asociada a la felicidad para convertirse realmente en una pesadilla. Y, sobre todo, cuestiona la figura tanto del padre como del esposo. La violencia física, sexual y psicológica sobre la mujer es constante por parte del hombre.
 
 Una parte del relato se desarrolla en España. Es la más floja, parece un tanto forzada, como metida con calzador. Se puede prescindir de ella y la novela no perdería nada de su mensaje.
 
 El final estremece de forma devastadora. Ahí se quedan las dos madres como «dos contenedores viejos que han sido deshabitados para siempre» «¿Llorarán algún día o seguirán guardando las lágrimas como síntoma de negación?» Lo desgarrador de la desaparición de un hijo es que siempre está presente: «¿Cómo atrevernos a llegar al descanso eterno si nuestro hijo no está muerto? Los muertos somos quienes les buscamos, ellos siempre seguirán vivos»
 
©María Pilar

16 noviembre 2021

Para Elisa

Proyecto Bradbury: 
«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (7)

Éramos niñas y estábamos a un paso de comernos el mundo.

 Un día, en la puerta del colegio, alguien entregó a mi amiga Elisa una tarjeta: «Adelgaza sin dejar de comer». Un nuevo médico endocrino se había instalado en Vitoria. 
 
 A Elisa le recetaron una sola pastilla que tenía que tomar antes de las doce horas siguientes, de lo contrario, perdería su eficacia. Y surtió efecto. Perdió dos kilos, después ocho… Al principio, estaba feliz. Y eso que cada vez tenía más hambre y comía más que nunca. Se fue quedando muy flaca. Cayó enferma. No quería ver a nadie. 

 Decía sentir el movimiento de la serpiente que crecía en su interior. Esto le producía tal repugnancia que devolvía sin parar y el dolor intestinal le era insoportable. El tratamiento de bulimia no funcionó, siguió empeorando. El dolor y la frustración hicieron mella en ella. La tristeza se posó en sus ojos para no abandonarlos jamás. 

 En uno de esos vómitos intensos que la ahogaban, su madre vio que le colgaba por la nariz algo viscoso y cuando fue a limpiárselo se metió para dentro como si tuviera vida propia. Alarmada llamó a urgencias.

 La pastilla que había tomado era un huevo congelado de una tenia solitaria. 

 © María Pilar
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02 noviembre 2021

En el camino de regreso

Proyecto Bradbury: 
«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (6)

 En la basta cocina, la anciana se calienta ante los leños encendidos. Los resplandores del hogar danzan por todo el espacio en un juego de luz y tinieblas. Su cara llamea con el fuego. Con las manos artríticas sostiene el cuenco humeante de leche en el que flotan los trozos de pan. Sorbe tenaz con la boca sin dientes y se limpia el rebosar del líquido por la barbilla con la punta del delantal. 

 De repente, las llamaradas del fogón se silencian. Solo se oye el sonido de unas pisadas que se acercan. La anciana observa una sombra en la ventana, la está espiando. No la estremece. Es alguien a quien hace tiempo espera. 

—Mucho has tardado —le dice con voz resuelta —En un santiamén estoy lista. Mientras, puedes calentarte al fuego y servirte sopa del puchero que borbotea. 

Delgada y encorvada, con pañuelo negro, madreñas y toquilla, se echa un cuévano a la espalda con pan y queso y sale de casa. Da suelta a las siete cabras que tiene en  el redil y, triscando por los senderos a la vez que hace frente al aire cortante de la sierra, sortea riscos hasta llegar a un lugar resguardado con un chozo de pastor. Allí las deja. Espera que pronto pase alguien pastoreando su ganado y se las lleve. 

 En el camino de regreso, se siente sin fuerzas, las piernas se le doblan y el relente del anochecer le entra hasta los huesos. Abatida, desea dejarse caer allí mismo haciendo caso a la voz sagrada de la tierra que la llama, pero sabe que en casa la esperan y ella ha dado su palabra. Con un esfuerzo supremo logra llegar. Remueve las brasas con el badil para ver algo. A medida que su poca vista se adapta a la penumbra, comprueba que la parca, cansada de esperar, se ha ido. 

©María Pilar
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31 octubre 2021

Cumpleaños de mi blog

Proyecto Bradbury: 
«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (5)

 Para mis amigos blogueros: 

 Nací en un lugar de España que hoy ya no existe, no al menos como yo lo recuerdo. Pero es en ese recuerdo donde nace mi fuente de inspiración para escribir. 
 Puedo decir que en mi infancia me acunaron con cuentos. Crecí escuchando historias relatadas con el tono justo, un susurro de voz cuando el tema lo requería, el énfasis en la palabra adecuada. Era la voz de mi padre con sus narraciones viajeras, reales o fantásticas. Sucesos dramáticos almibarados de ingenio y siempre con final feliz. Me fascinaban esas aventuras en las que él, normalmente, era el protagonista y salía airoso. Pronto empecé a inventar mis propias historias. Se las contaba a otros niños y me escuchaban  fascinados. 
 Mi madre me compró el primer cuento. La portada era brillante y muy colorida: un bosque luminoso y un cervatillo tumbado. Me encantó. Tenía cuatro años. La magia de saber leer el título me sumergió en el viaje por su interior. Desde entonces, la lectura me ha abierto puertas al mundo del conocimiento y ha alargado las alas de mi imaginación. Me ha llevado por universos fantásticos de los que tanto disfruto. Me gusta acariciar el libro, el olor del papel, evadirme de lo que me rodea para  colarme en su aventura poniendo cara a los personajes y recreando las situaciones.  
 Si la voz de mi padre me llevó a los cuentos orales, la lectura fue la causante de que empezara a escribirlos. De siempre me recuerdo con un cuaderno en el bolso. Escribo porque siento la necesidad imperiosa de juntar palabras con las que liberar las historias que bullen en mi cabeza. Son las ganas de llenar un vacío, la magia de rescatar del olvido elementos deshilachados que pululan por los entresijos de la memoria y darles la forma de relato. Es la satisfacción de lograrlo. 
 Un día abrí este blog. Tan solo quería mandar a una persona un cuento que había escrito. Lo publiqué y le envié la dirección por email. Para mi sorpresa, apareció un comentario y luego otro. Pasó que Retazos de vida empezó a crecer. Y juntos comenzamos a navegar por la blogosfera. Nos encontramos con una troupe maravillosa. Me gustaría citar uno a uno todos sus nombres. ¡Sois tantos! 
 Por eso os digo,  amigos blogueros, a los de ahora y a los que se quedaron atrás, a los que conozco bien y a los que conozco menos, a los que estáis siempre y a los que estáis a veces, a todos sin excepción: ¡¡GRACIAS!! 

 ©María Pilar  
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21 octubre 2021

Una vida sostenida en el tiempo

Proyecto Bradbury: 
«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (4)

 Me afanaba en comprender el mundo, pero el mundo se me resistía. Eran momentos en los que, a tontas y a locas, deshojaba la margarita. ¡Cuántas margaritas sacrificadas inútilmente! Cuando dejé de intentarlo, me di cuenta de que mi mundo se había recolocado solo. Como un puzzle, todas las piezas encajaban en un paisaje perfecto, con sus matices, como a mí me gusta.

 Por fin, él y yo nos habíamos encontrado. Era un mundo con volumen y textura. Estimulaba los sentidos. Descubrí un derroche de olores, el frío viento del norte, la sensación de amplitud de los espacios abiertos. Risas y jolgorio. Besos y abrazos reconfortantes que calaban muy dentro. Cerramos los postigos y bajo una luz velada nos atrapó la felicidad.

  Casi sin darnos cuenta nos llegó la noche. Al levantarme, encorvada y con pasos lentos, choqué con la mesilla, di un traspié con la esquina del vestidor, y con las manos temblorosas así la manilla de la puerta. Frente al espejo no me reconocí en la señora que me miraba. Pude verme el lunar cerca del pecho y la nariz respingona, también la mirada aguda de unos ojos empequeñecidos, castaños. ¡Era yo!  Nada podía cambiar, pero era yo. El espejo sonrió y yo también. Entre él y yo, toda una vida sostenida en el tiempo. 

©María Pilar
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14 octubre 2021

El pastor del Gorbea

«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (6)

 —¡Qué frío! —dijo la joven que tomaba una cerveza en una terraza. 
 —No hay derecho —se quejó su acompañante—. En pleno agosto y congelándonos. 
 —¡Qué nos vendrá en invierno! —añadió el tercero. 
 Vieron que se acercaba el pastor del Gorbea y muy enfadados fueron a por él. ¡Había fallado en los pronósticos aposta! 
 Él, retorciendo la txapela entre las manos, les decía que el monte no le había hablado. Pero nadie le hacía caso. Dolido decidió subir hasta la cima para preguntarle: 
 —¿Por qué no me avisaste? ¿Acaso no ves lo agresivos que están conmigo? Si no llego a zafarme de ellos me habrían pateado.
 El monte se agitó y el pastor emocionado oyó de nuevo la voz ronca y profunda que salía de las entrañas de la tierra: 
 —Mi silencio es la mejor respuesta a tus preguntas. ¡Escúchalo!
—Quizás, los tintos  de más me están ofuscando la mente —confesó avergonzado el pastor tras reflexionar un rato. 
—¡Pues no bebas tanto! 
—Eso haré. —contestó mucho más animado—. Y aprovechó para preguntarle: ¿El otoño? ¿Cómo será el otoño?
—El otoño será soleado, para compensar. 

 ©María Pilar

Nota: El pastor del Gorbea es una leyenda, una figura entrañable en el País Vasco. Para él, el monte no tiene secretos. Se crio entre ovejas desde que era niño y aprendió a desarrollar un sexto sentido para predecir temporales y olas de calor. Realiza la predicción metereológica de cada estación sin más método que la observación y la información que le proporcionan el viento las nubes y sus animales. Sus pronósticos son tan fiables que la gente los antepone a las aplicaciones de los móviles. 

10 octubre 2021

La vecina

Proyecto Bradbury: 
«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (3)

 La mujer que está asomada a la ventana envidia la vida  de sus vecinos. En el patio de la planta baja, trabajan sin descanso ante su atenta mirada. Él canturrea mientras parte la leña con un hacha. El invierno es muy crudo en el pueblo y va apilando un buen montón de troncos para calentarse. Ella lava ropa en una pila con agua helada. Tiene las manos agrietadas. Mira a su marido y ante el coraje de este sonríe. Moriría si le faltara. A veces, le gustaría darle un abrazo, así, sin más. Se reprime por esos ojos de arpía siempre en la ventana. Por eso, ante la mirada persistente de la vecina, se le ocurre poner una cuerda cruzando el patio de lado a lado, para tender las sábanas. Así tienen algo de intimidad. 
 
La vecina enfurecida saca un palo de escoba y retira las sábanas. El hombre, enérgico, agarra el palo y ella lo insulta y forcejea con sus manos artríticas. Cuando pierde, da un grito de dolor. 
 
Una pareja de la Guardia Civil viene y se lleva al vecino detenido. Pesa sobre él una denuncia de malos tratos a una anciana indefensa. 

©María Pilar
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20 septiembre 2021

El joven librero

Proyecto Bradbury: 
«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (2)

Miró a su mujer como si fuera la primera vez que la veía. Tras un momento de perplejidad, le preguntó titubeando, con desasosiego: 
 —¿Y tú, quién eres? 
 —Soy aquella joven apasionada por la pintura. El amarillo era mi color, por eso pintaba girasoles como Van Gogh. La que sentía predilección por los atardeceres otoñales y las puestas de sol sobre el pantano. La que te contaba historias, de noche, cuando tendidos de espaldas contemplábamos el cielo estrellado. Esa que no quería joyas y se puso una luciérnaga de anillo que producía en mi dedo destellos de luz. La que se despertaba a tu lado echa un ovillo porque tenía pesadillas. La adolescente con trenzas que compraba libros a un joven librero que vestía traje azul. 
 —Vaya —le contestó él—. Ha sido verte y sentir como si lleváramos toda la vida juntos. 
 
«Es cuestión de tiempo que coree mi nombre de nuevo», pensó ella con la fuerza tenaz en la que basaba su propia fe momentáneamente agitada. Esa fuerza con la que acumulaba vivencias para cimentar su desmoronado viaje de vida en pareja, mientras, en la mochila escondía las lágrimas inevitables de cada día. 

Tiempo era lo que le faltaba al anciano librero.

©María Pilar
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13 septiembre 2021

Intemperie

Proyecto Bradbury: 
«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos». (1)

 Era un mediodía del mes de agosto. Acompañaba a mi hermana mayor a la botica que estaba en otro pueblo, a cuatro kilómetros. En el camino nos topamos con Perico, el burro del vecino, atado por el ronzal a una piedra. Con cautela nos lo llevamos. 
 «Móntate. Yo te ayudo», dijo mi hermana. Me lanzó con tanta fuerza que fui a caer al otro lado. «No creo que sea tan difícil. ¡Agárrate a la crin!», insistió. «¡Venga, arriba!» Me agarré fuerte, pero Perico, con un trote desmañado, acabó conmigo en el suelo. 
 Entonces, con la cabeza gacha y las patas esparrancadas, se negó a dar un paso más. Desesperadas con aquel asno, bajo los ardientes rayos del sol, nuestros pies se arrastraban pesados levantando el polvo del sendero. El campo alrededor, hasta donde la vista nos alcanzaba, se veía encendido de luz, sin una brizna de sombra. En el momento que bajábamos la loma enfrente de la botica, Perico nos adelantó. Despechado con nosotras, iba a trote borriquero y nos hizo correr detrás hasta alcanzarlo. 
 Atardecía cuando regresamos. Vimos al vecino sentado en la piedra donde lo ataba. Bajo la boina negra, su cara era la de un viejo irascible con ganas de golpearnos con la fusta que tenía en la mano. Se levantó renqueante y agarró el ronzal con una sacudida. Se subió a la piedra y montó erguido a Perico, hizo un chasquido y el burro empezó a avanzar a trote ligero orgulloso de llevar a su dueño. 

 © María Pilar 
 (250 palabras)

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Este relato ha sido publicado aquí

03 agosto 2021

Un pueblo para volver

El tiempo de pandemia se ha ido deslizando con desesperante lentitud. Por fin, con la pauta completa de la vacuna, la idea de volver al lugar en el que nací me entusiasmaba a la vez que sentía nervios. Siempre produce impresión el encontrarte con personas a las que no has visto desde hace mucho tiempo.  

El pueblo es como uno de esos barcos amarrados entre suaves lomas, con esa luz especial que tanto añoramos los que vivimos en el norte del país. En compañía de Ana Mary, el hilo que me mantiene apegada a mis orígenes, recorremos el amplio y solitario paseo sombreado con plátanos y nos metemos en las viejas calles de la infancia. Mi vista las transita libremente confrontando recuerdos con la impresión de que la vida discurre como siempre, inalterada. La brisa nos trae aromas de plantas aromáticas y escuchamos el canto del hermoso pavo real en un jardín antes de pasar por la casa de los pájaros. De repente, algunos cambios me conectan con la modernidad del momento. Llamo modernidad a la apuesta de los jóvenes por instalar su hogar en el campo del que emigraron sus abuelos. Seguramente anhelan el espacio al aire libre, contacto con la naturaleza y también un coste de vida más económico. 

 Las suyas no son casas con soportales y patios interiores como las tradicionales, sino que tienen amplios porches y jardines con vallas alrededor. Están ubicadas en la parte alta del pueblo junto a sombras de casas que un día fueron y puertas selladas que esconden entre paredes de adobe la verdad de los que las habitaron. ¡Es tan misterioso y desolador ver casas cerradas que resisten con heroicidad el inclemente paso del tiempo! En algún momento, sus antiguos moradores se marcharon y nadie vino a reemplazarlos. Lo que les empujó fue una vida de sufrimiento y no la belleza natural con la que mis ojos de turista miran el enclave del pueblo. El lugar no era bueno para la vida de esas personas y emigraron buscando un futuro mejor. Cuántas veces habían levantado la cabeza de los campos de cultivo para ver el paso del tren que cruzaba la vega acercándoles vidas de ensueño. El lugar exalta la imaginación. Aporta historias, añoranza de una vida que ya pasó. Puedes escuchar los ecos de los que se fueron soportando con dignidad el desarraigo. 

 En aquellos días, la zona alta de la calle Mayor y sus callejuelas adyacentes se fueron deshabitando y en estos tiempos, han empezado tímidamente a ocuparse con esa nueva construcción, más moderna y funcional. Normalmente, después de recoger la mala cosecha de un verano precedido de una sequía intensa, el hijo mayor, la esperanza de la familia, se iba del pueblo; muchas veces, la familia entera. Todos, cargados con bultos lo atravesaban a pie, cabizbajos, hasta la parada del coche de línea que estaba enfrente de la Cantina de Simeón. De allí, se asomaban los que tomaban el orujo mañanero para mirar en silencio aquella comitiva, como si se tratase de un entierro. También, algunos carros tirados por mulas, abarrotados de enseres entre los que asomaban caras de niños de mirar asustado, se fueron y no volvieron nunca más. La gente comentaba se ha ido tal familia, decían el apodo porque todas lo tenían, y eso era todo. ¡Cuántas historias yacen subterráneas en torno a aquella emigración de los sesenta! 

 Cuando llegaba la luna grande de octubre, pegaba de lleno sobre la higuera del corral hasta la pared de mi dormitorio donde se proyectaba una rama oscura que se movía levemente. Yo, una niña de pocos años, observaba perpleja el espectáculo. Para entonces, la higuera ya no tenía dueño que recogiese los higos en cestas de mimbre. Tan solo los pájaros los picoteaban y reventados se estampaban en el suelo dejando un cerco de almíbar que brillaba al sol. 

 En lo más alto, cerca del camino de la Yesera, nos encontramos con el hoy abuelo Pedro Navas. Ha regresado a la casa en la que nació. Y allí vive. Él puede hablar de aquel tiempo tan extraño cuando admirados contemplaban la primera cosechadora que, a su vez, sería la que los empujase a emigrar. Del pueblo lo sabe todo, parece un libro abierto. Su contar me atrae con una curiosidad inquietante porque oyéndole descubro que me lleva a un mundo en el que yo ya he estado. Comenta sobre personas que creo recordar, pero mi mente ha perdido sus nombres y le oigo nombres que no puedo ubicar ni ponerles cara. Lo que daría por escucharle horas y horas para poder ir cubriendo los vacíos de mi memoria. 

 ©María Pilar
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02 agosto 2021

Cómo aprendí a andar en bici

En estos días de tiempo sin tiempo por la pandemia, recojo la alegría y el bullicio de aquellos momentos inmensos. Bonitos recuerdos de una época que dibuja sonrisas, mientras tejíamos sueños. Yo era una niña y, en aquella sociedad rural a la que pertenecía, se esperaba que me comportase como tal con mis zapatitos nuevos y vestido de domingo. ¿De dónde me venía la fuerza para saltarme las normas con el riesgo de acarrear consecuencias? Era así, rebelde sin causa y no me arrepiento. No eran hazañas que quedaran reseñadas en las crónicas del pueblo, aunque alguna me llevó directamente a la casa del médico del pueblo con el miedo que le teníamos entonces. Las cicatrices en mi cuerpo son las señales de victoria de aquellas heridas del pasado. De todas formas me encanta esa niña traviesa de siete años, sin ella no hubiera llegado a la mujer que soy hoy. 
  
Siempre recordaré cómo aprendí a andar en bici. Mi primo, tres años mayor que yo, había dejado su bici nueva, junto a la última casa del pueblo. Era de color rojo y sin la barra que diferenciaba la bici de chico. Seguramente no la quería acercar al pilón donde bebían las mulas para que no se le manchase. Allí estaban los chicos cogiendo renacuajos entre gritos y salpicaduras y los iban metiendo en un bote. Estuve al acecho. Cuando me dio la espalda, me acerqué  y la agarré del manillar. Lo más difícil fue sujetarme con los pies en los pedales. Tras varios intentos fallidos, conseguí coordinar las piernas mientras miraba al frente. ¡Yuju! Empecé a rodar sola sin sentarme en el sillín porque de lo contrario no me llegaban los pies a los pedales. El viento me daba en la cara y viví un momento de libertad único. Regresaba feliz, con las mejillas arreboladas y algún rasguño en las piernas, cuando lo vi. Las huellas de sus zapatos relucientes en el polvo de la calle marcaban un ir y venir nervioso. Mascullaba algo entre dientes. De repente, me miró con ojos altaneros y los labios prietos llenos de reproche. Dejé la bici tirada en la carretera y salí corriendo. 

Desde entonces he vivido muchas experiencias, ninguna me ha asombrado tanto como el hecho de que mi primo, pasados los cuarenta, abandonara el buen gusto en el vestir con ropas bastante caras, olvidara sus Ray-Ban, y se bajase del pedestal donde su ego se hinchaba como un pavo real rodeado de bellezas a la captura del soltero de oro. 
Ahora, en tiempos de Covid, guardo silencio. Asustada, trato de imaginarme su vida al otro lado del mundo. En una de las zonas más pobres de Bolivia, sin agua corriente ni móvil. 

 ©María Pilar
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29 junio 2021

No me ocurre nada


Clavo los ojos en el techo con desasosiego. Cada vez soporto menos estas broncas constantes que me llegan por las noches de la habitación de mis padres. Me producen angustia. El espejo de mi cuarto me devuelve la imagen de un niño pálido, asustado. Con las manos me froto las mejillas, pero no consigo enrojecerlas. Soy tan poca cosa. Sigo mirando al techo como si pudiera traspasarlo y atisbar lo que sucede arriba. Con lo que escucho hago mi composición del lugar. Ahora, llevan unos minutos en silencio. 

 Mamá empieza otra vez: «Revolviendo en mi armario he encontrado una caja con las notas que me dejabas cada día. Sueño contigo. Hoy voy a hacerte feliz. Siempre pienso en ti. No sucedió. Lo de hacernos felices no ocurrió. ¿Dónde se nos perdió? Nuestra convivencia se fue encrespando como una gata furiosa. Nunca te has implicado en las rutinas diarias de lo que supone formar una familia. Así, qué pronto envejeció nuestro amor mal amado. Qué pena no decirnos un  te quiero con la misma pasión con la que nos llevamos la contraria. Prefieres que seamos dos extraños bien sincronizados. Cenar juntos, salir con amigos como una pareja más, pero luego, ni mirarnos a los ojos cuando nos hablamos. 

 Solo te he dicho que necesito espacio, retumba la voz grave de papá en el silencio de la noche. 

No me vengas ahora con: ‘Necesito espacio’. Una estupidez como tantas de las tuyas. ¿Por qué no llamas a las cosas por su nombre? ¡Ah!, ya; que vienes de un mundo donde las verdades no se dicen de frente. Esos son los muros invisibles que nos separan, las cosas que nos hemos silenciado. Siempre te impresionó mi franqueza, ¿recuerdas? De hecho fue lo que te enamoró de mí, ¿no? Al menos, eso decías. Claro que a estas alturas, con el arsenal de desilusiones acumuladas a lo largo de los años de convivencia contigo, ya no sé qué pensar» 

 Han vuelto a parar. Pasan los minutos sin que ocurra nada. 
 Como diré yo cuando me pregunte la profesora: ‘’No me ocurre nada’’ 

©María Pilar
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