Hoy me encontraréis en:
http://curioson.blogspot.com.es/2013/03/ocurrio-en-el-ano-1898.html.
FFroi, que es el autor de este gran blog, ha tenido el detalle de convidarme como “Curiosón Invitado” y así formar parte de un grupo de blogueros entusiastas con este medio.
Me parece sorprendente y muy estimulante que un buen día alguien al que sigues por su trabajo en investigación y publicaciones, pero para el que eres una total desconocida, te reserve un espacio en su blog para una de tus publicaciones. La idea de compartir la afición que nos une por la escritura a través de este espacio virtual que es el blog, me parece apasionante; por eso, agradezco a FFroi la publicación de curiosón: Ocurrió en el año 1898 y a los que no lo conocéis os animo a pasar por su blog porque os va a gustar.
Para los que queráis leerlo desde aquí:
Mi abuela materna tenía el pelo ralo, bastante negro para su edad y muy largo. Se lo peinaba recogido en un moño, el típico moño de abuela. Yo nunca la vi salir a la calle aunque andaba perfectamente sin ayuda de bastón. Un día se cayó en su casa y le tuvieron que escayolar un brazo. Durante ese tiempo yo iba a peinarla.
—Abuela, que yo no sé hacerte el moño.
—No importa. Péiname bien todo el pelo y me lo recoges como puedas.
—Una trenza como las que me haces tú, sí sé hacerte.
—Vale, pues hazme una trenza.
Y así fue como vi por primera vez el pelo tan largo que tenía mi abuela. Nunca se lo había cortado y le cubría toda la espalda. Con el pelo perfectamente recogido resplandecía su amplia frente, su cara ancha y sin arrugas y sus ojos pequeños y cansados con el mirar de las personas que están acostumbradas a ver mucho y callar bastante. Llevaba vestidos de color oscuro que le llegaban casi hasta los tobillos y siempre se ponía un mandil negro recién planchado, no se lo colgaba del cuello, sino que lo sujetaba con dos imperdibles. Parecía una gran matrona, transmitía quietud y bondad, aunque también inspiraba respeto.
Se pasaba las horas sentada en una silla baja ante la ventana de la sala de su casa. Desde allí veía a los que iban o venían de la iglesia, las que pasaban con los cántaros de agua de la fuente o los que cogían el autobús de línea para ir a la ciudad. Las mujeres con sus baldes de ropa camino del lavadero, los niños que con su cabás iban a la escuela, los que se encontraban y charlaban un rato o los que parecían tener prisa y pasaban como una exhalación. Tenía al lado un cesto de mimbre lleno de ropa que ella cosía sin descanso. Era nuestra ropa: los calcetines que dejaban ver el dedo, el siete en algún pantalón y algún vestido al que había que coger el bajo.
Es 1 de agosto de 1898, año fatídico de la guerra de Cuba y la independencia de Filipinas. En esa silla baja, ante la misma ventana, está sentada una niña de 8 años ajena al devenir de los acontecimientos históricos del país. Se afana en terminar el pequeño tapiz para regalárselo a sus padres.
Después de comer, arrastra su pequeña sillita hasta la ventana de la sala y, mientras los demás duermen la siesta, aprovecha para avanzar en su tarea. El viento sur trae bocanadas de fuego que al mezclarse con el polvo de la mies se hace irrespirable. Se olvida del calor y del tedio que flota en el ambiente y aprieta los labios con una fijación extrema cruzando las puntadas y contando los hilos para que el dibujo le salga perfecto. Con su pequeño cuerpo inclinado sobre la labor resalta su pelo negro y brillante recogido en dos trenzas con lazos blancos.
El traqueteo obstinado de un carro le obliga a alzar la vista y se encuentra con el polvo que levanta al pasar. Sus ojos vivos y muy expresivos contrastan con la seriedad de su gesto que está en sintonía con su vestido azul oscuro.
Un viento caliente tiñe el cielo de gris hasta que el trueno quiebra la tranquilidad de la tarde y la luz que serpentea rasga el firmamento. Aparecen las primeras gotas de lluvia que impregnan el ambiente con el olor de la tierra húmeda. Se está preparando un nublado y el calor agobiante pasa de lo soportable. El cielo se muestra resentido y amenaza con descargar una gran tormenta. Los jornaleros, que no pueden seguir trillando en la era, regresan y tienen que atar los caballos y mulas en las cuadras porque están muy nerviosos con tanto trueno. El ama de llaves, que casi siempre acierta en sus predicciones sobre el tiempo, solo da vueltas por la casa muy agitada a la vez que asegura las contraventanas para que no se golpeen.
Se está llevando a cabo una tala de olmos centenarios, encinas y robles para dejar limpio el cauce del arroyo y despejar las riberas. Sobre el monte, una blanquecina espiral de viento asciende en vertical hasta tocar el cielo. Pronto el estampido producido en las nubes por una fuerte descarga eléctrica rasga los cielos y cae un diluvio que rápidamente inunda, lo que por su aridez y sequedad es impensable imaginar. Se va acercando un sordo rumor que retumba por todo el valle. La lluvia torrencial que arrastra piedras, lodo y troncos desde lo alto del monte desborda el pequeño Arroyo de los Pastores que cruza el pueblo, a la vez que lo va anegando todo convirtiéndolo en un mar devorador.
La niña escudriña desde la ventana lo que pasa ante sus ojos y no puede creer que las casas cercanas al arroyo estén inundándose y algunas empiecen a derrumbarse. Se queda paralizada, sobrecogida ante el presentimiento de catástrofe. Un grito desesperado le hace saltar de su silla y ve cómo los troncos recientemente talados, que vienen como barcos a la deriva, embisten contra las casas como arietes medievales demoliendo el duro adobe castellano. El agua con gran virulencia entra en las casas como una intrusa y arrasando lo que encuentra a su paso se va con la urgencia de la que tiene mucho que hacer. Las viviendas son arrastradas dejando tras de sí un panorama desolador: enseres impulsados como barquitos de papel, aperos de labranza saltando como si tuviesen vida propia, animales domésticos y cuerpos de personas que no pueden mantenerse a flote y que la corriente arrambla valle abajo hasta la vega del Pisuerga. El pueblo entero parece que va a quedar sumergido.
Los de la casa están inquietos y muy asustados al oír el agua que golpea la puerta de entrada y que empieza a filtrarse. Ante la imposibilidad de guarecerse de la lluvia sin correr peligro, se precipitan escaleras arriba oyendo el chocar de muebles al ser arrastrados en la planta baja. Por la buhardilla salen al tejado y a pesar de lo peligroso que resulta sostenerse, allí se quedan empapados y anhelantes. Desde esa atalaya son conscientes por primera vez de las dimensiones de la tragedia. El poder del agua sin control se les muestra con toda su virulencia y los deja atónitos. Les llegan gritos aterradores mezclados con ruidos estruendosos mientras el agua engulle todo lo que encuentra a su paso. Los hombres duros del campo hechos a las inclemencias del tiempo mantienen un amargo rictus en el rostro y lágrimas silenciosas resbalan por el semblante de las mujeres que intentan calmar a sus pequeños.
Todo empieza a estar envuelto en tinieblas. La inquietud es cada vez mayor y tienen que hacer un esfuerzo supremo para no moverse hasta que amanezca y puedan ver el nivel del agua. Una niña de siete años, agotada y sin fuerzas, se escurre del brazo de su madre y rueda por el tejado. El golpe de su cuerpo, al chocar con el agua, queda suspendido una eternidad y se pierde en la negrura. Un grito desgarrador rompió la noche.
Después de una larguísima noche, se presentó la mañana más triste que el pueblo de Villamediana pueda recordar, una mañana envuelta en barro, destrucción y muerte que los vivos reflejaban con tan horrible aspecto, que parecían muertos vivientes.