25 marzo 2013

El color de la añoranza

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Añoro llegar a tu casa y que estés. Entrar y verte en chándal sentado en el sofá, con la tele puesta, pero parece que no la sigues; estás con el periódico o leyendo un libro. ¡Cómo te gustaba leer!
Todo era prescindible cuando llegaba yo, como si lo más importante en ese momento fuera nuestro encuentro, te dedicabas a mí por entero. Añoro no poder contarte que ha habido inundaciones en Astigarraga y que he visto por la tele tu antigua casa; bueno, esto seguramente me lo contarías tú. Cuando paso por delante de tu casa, siempre se me van los ojos hacia el balcón en el que tú no estás, pero inconscientemente —porque soy una inconsciente— pienso que estarás escribiendo alguno de tus poemas y que cuando nos encontremos seguro que me lo lees. 
Me gustaría decirte que el mundo sigue girando y con él nuestras vidas. Me gustaría hablarte del día tan espléndido que tenemos hoy, como si no supiera de tu marcha, un cielo azul y la brisa fresca que trae olores de primavera. La primavera, esa estación que ha sellado un pacto contigo. A partir de ahora siempre caminaréis juntos. 
Me gustaría comentarte que la máscara del yo exterior está funcionando y creo que bastante bien. Otra cosa son esas ranuras imposibles de tapar por las que afloran los sentimientos cuando menos te lo esperas. Hay un antes y un después desde tu partida y tenemos que aprender a vivir sin guía de instrucciones. 
Tuviste el coraje de despedirte. Sin lágrimas. Y a mí me entró una actividad frenética que llegó a congelarme cuando solo debiera haber estado a tu lado. Tú que amabas la vida te viste obligado a dejar tu proyecto a medias: renunciar a los tuyos, a tus sueños e ilusiones, a tus ganas de vivir, a tu afán por saber, a tus libros sin leer, a las relaciones con los amigos, a tu simpatía y tu entusiasmo. ¡Cuánto quedó interrumpido! Y el silencio en el que flotan ahora tus objetos personales. Libros, gafas, el sofá… Todo lo que nos hablaba de ti, se quedó mudo e inservible. Su existencia ya no tiene sentido. Tal vez lloren hacia dentro la ausencia de su dueño como yo, que quería despedirme, estaba allí y no supe cómo hacerlo. Te fuiste y a mí me sobrecogió el dolor que se concentra en sí mismo y enmudece. ¡Dios! ¡Qué poema me habrías escrito tú de haber sido yo la que me hubiera marchado! 

(Me voy de vacaciones, me tomo un merecido descanso. Os dejo un variado surtido de lo que más gustéis: besos, abrazos, saludos, carantoñas y cantidad de buenos deseos. Muchas gracias por estar ahí. Sois los mejores)

21 marzo 2013

Primavera de Microrrelatos Indignados



Cuando la cosecha acaba se va el sudor, pero se instala un dolor en el alma que corta el aliento. Él sabe muy bien que las cuentas no cuadran y que ni la semilla fiada se va a poder pagar. Empeñar ¿qué? Si viste botas agujereadas, pantalones raídos de pana, camisa sin relevo y boina castellana; todo ello uniformado con el color de su piel, color de la tierra agrietada.
En la ciudad, tumbos dio el abuelo trabajando en todo lo que encontraba. Con mucho sacrificio logró que sus hijos fueran a la universidad para que tuvieran mejor vida que la suya.
Hoy el nieto emprende el mismo viaje que él hizo hace tantos años, pero a la inversa. Ha estudiado Ciencias Ambientales, pero la ciudad, con la crisis, le ha cerrado las puertas. En el pueblo la vida es más barata y tal vez pueda labrarse un futuro cultivando un huerto ecológico en el pequeño terreno del abuelo.
Con el rostro ensombrecido, el abuelo lo mira con perplejidad infinita porque no entiende nada. Por fin se atreve a preguntar:
— ¿Se te olvida algo?
Y los dos se funden en un abrazo en el que sobran las palabras.
(Con este microrrelato participo en la Primavera de Microrrelatos Indignados - 21 de marzo de 2013)


16 marzo 2013

Ocurrió en el año 1898


Hoy me encontraréis en: http://curioson.blogspot.com.es/2013/03/ocurrio-en-el-ano-1898.html. 
FFroi, que es el autor de este gran blog, ha tenido el detalle de convidarme como “Curiosón Invitado” y así formar parte de un grupo de blogueros entusiastas con este medio. 
Me parece sorprendente y muy estimulante que un buen día alguien al que sigues por su trabajo en investigación y publicaciones, pero para el que eres una total desconocida, te reserve un espacio en su blog para una de tus publicaciones. La idea de compartir la afición que nos une por la escritura a través de este espacio virtual que es el blog, me parece apasionante; por eso, agradezco a FFroi la publicación de curiosón: Ocurrió en el año 1898 y a los que no lo conocéis os animo a pasar por su blog porque os va a gustar. 

Para los que queráis leerlo desde aquí: 
Mi abuela materna tenía el pelo ralo, bastante negro para su edad y muy largo. Se lo peinaba recogido en un moño, el típico moño de abuela. Yo nunca la vi salir a la calle aunque andaba perfectamente sin ayuda de bastón. Un día se cayó en su casa y le tuvieron que escayolar un brazo. Durante ese tiempo yo iba a peinarla. 
—Abuela, que yo no sé hacerte el moño. 
—No importa. Péiname bien todo el pelo y me lo recoges como puedas. 
—Una trenza como las que me haces tú, sí sé hacerte. 
—Vale, pues hazme una trenza. 
Y así fue como vi por primera vez el pelo tan largo que tenía mi abuela. Nunca se lo había cortado y le cubría toda la espalda. Con el pelo perfectamente recogido resplandecía su amplia frente, su cara ancha y sin arrugas y sus ojos pequeños y cansados con el mirar de las personas que están acostumbradas a ver mucho y callar bastante. Llevaba vestidos de color oscuro que le llegaban casi hasta los tobillos y siempre se ponía un mandil negro recién planchado, no se lo colgaba del cuello, sino que lo sujetaba con dos imperdibles. Parecía una gran matrona, transmitía quietud y bondad, aunque también inspiraba respeto.
Se pasaba las horas sentada en una silla baja ante la ventana de la sala de su casa. Desde allí veía a los que iban o venían de la iglesia, las que pasaban con los cántaros de agua de la fuente o los que cogían el autobús de línea para ir a la ciudad. Las mujeres con sus baldes de ropa camino del lavadero, los niños que con su cabás iban a la escuela, los que se encontraban y charlaban un rato o los que parecían tener prisa y pasaban como una exhalación. Tenía al lado un cesto de mimbre lleno de ropa que ella cosía sin descanso. Era nuestra ropa: los calcetines que dejaban ver el dedo, el siete en algún pantalón y algún vestido al que había que coger el bajo. 
Es 1 de agosto de 1898, año fatídico de la guerra de Cuba y la independencia de Filipinas. En esa silla baja, ante la misma ventana, está sentada una niña de 8 años ajena al devenir de los acontecimientos históricos del país. Se afana en terminar el pequeño tapiz para regalárselo a sus padres. 
Después de comer, arrastra su pequeña sillita hasta la ventana de la sala y, mientras los demás duermen la siesta, aprovecha para avanzar en su tarea. El viento sur trae bocanadas de fuego que al mezclarse con el polvo de la mies se hace irrespirable. Se olvida del calor y del tedio que flota en el ambiente y aprieta los labios con una fijación extrema cruzando las puntadas y contando los hilos para que el dibujo le salga perfecto. Con su pequeño cuerpo inclinado sobre la labor resalta su pelo negro y brillante recogido en dos trenzas con lazos blancos. 
El traqueteo obstinado de un carro le obliga a alzar la vista y se encuentra con el polvo que levanta al pasar. Sus ojos vivos y muy expresivos contrastan con la seriedad de su gesto que está en sintonía con su vestido azul oscuro. 
Un viento caliente tiñe el cielo de gris hasta que el trueno quiebra la tranquilidad de la tarde y la luz que serpentea rasga el firmamento. Aparecen las primeras gotas de lluvia que impregnan el ambiente con el olor de la tierra húmeda. Se está preparando un nublado y el calor agobiante pasa de lo soportable. El cielo se muestra resentido y amenaza con descargar una gran tormenta. Los jornaleros, que no pueden seguir trillando en la era, regresan y tienen que atar los caballos y mulas en las cuadras porque están muy nerviosos con tanto trueno. El ama de llaves, que casi siempre acierta en sus predicciones sobre el tiempo, solo da vueltas por la casa muy agitada a la vez que asegura las contraventanas para que no se golpeen. 
Se está llevando a cabo una tala de olmos centenarios, encinas y robles para dejar limpio el cauce del arroyo y despejar las riberas. Sobre el monte, una blanquecina espiral de viento asciende en vertical hasta tocar el cielo. Pronto el estampido producido en las nubes por una fuerte descarga eléctrica rasga los cielos y cae un diluvio que rápidamente inunda, lo que por su aridez y sequedad es impensable imaginar. Se va acercando un sordo rumor que retumba por todo el valle. La lluvia torrencial que arrastra piedras, lodo y troncos desde lo alto del monte desborda el pequeño Arroyo de los Pastores que cruza el pueblo, a la vez que lo va anegando todo convirtiéndolo en un mar devorador. 
La niña escudriña desde la ventana lo que pasa ante sus ojos y no puede creer que las casas cercanas al arroyo estén inundándose y algunas empiecen a derrumbarse. Se queda paralizada, sobrecogida ante el presentimiento de catástrofe. Un grito desesperado le hace saltar de su silla y ve cómo los troncos recientemente talados, que vienen como barcos a la deriva, embisten contra las casas como arietes medievales demoliendo el duro adobe castellano. El agua con gran virulencia entra en las casas como una intrusa y arrasando lo que encuentra a su paso se va con la urgencia de la que tiene mucho que hacer. Las viviendas son arrastradas dejando tras de sí un panorama desolador: enseres impulsados como barquitos de papel, aperos de labranza saltando como si tuviesen vida propia, animales domésticos y cuerpos de personas que no pueden mantenerse a flote y que la corriente arrambla valle abajo hasta la vega del Pisuerga. El pueblo entero parece que va a quedar sumergido. Los de la casa están inquietos y muy asustados al oír el agua que golpea la puerta de entrada y que empieza a filtrarse. Ante la imposibilidad de guarecerse de la lluvia sin correr peligro, se precipitan escaleras arriba oyendo el chocar de muebles al ser arrastrados en la planta baja. Por la buhardilla salen al tejado y a pesar de lo peligroso que resulta sostenerse, allí se quedan empapados y anhelantes. Desde esa atalaya son conscientes por primera vez de las dimensiones de la tragedia. El poder del agua sin control se les muestra con toda su virulencia y los deja atónitos. Les llegan gritos aterradores mezclados con ruidos estruendosos mientras el agua engulle todo lo que encuentra a su paso. Los hombres duros del campo hechos a las inclemencias del tiempo mantienen un amargo rictus en el rostro y lágrimas silenciosas resbalan por el semblante de las mujeres que intentan calmar a sus pequeños. 
Todo empieza a estar envuelto en tinieblas. La inquietud es cada vez mayor y tienen que hacer un esfuerzo supremo para no moverse hasta que amanezca y puedan ver el nivel del agua. Una niña de siete años, agotada y sin fuerzas, se escurre del brazo de su madre y rueda por el tejado. El golpe de su cuerpo, al chocar con el agua, queda suspendido una eternidad y se pierde en la negrura. Un grito desgarrador rompió la noche. Después de una larguísima noche, se presentó la mañana más triste que el pueblo de Villamediana pueda recordar, una mañana envuelta en barro, destrucción y muerte que los vivos reflejaban con tan horrible aspecto, que parecían muertos vivientes. 

07 marzo 2013

El precio de ser mujer


A veces, en breves destellos, logro pintar con mis piruetas aires que me gustaría respirar y cielos por los que me gustaría volar. El miedo al monstruo se impone olvidando los sueños imposibles. Es tan hábil en el manejo de mis hilos que nadie puede ni siquiera intuir mi desgracia. No soy más que una marioneta en las manos de un desaprensivo cegado por lucirse y medrar a mi costa. Un día no puedo aguantar más tanta vejación y oigo un chasquido en mi interior como el de un objeto de madera que se astilla violentamente. Mi cara se queda con una expresión desencajada, mis piernas se doblan y todo mi ser no es más que un ovillo.
Enfurecido me grita: 
«Te has vuelto torpe e inexperta, no eres más que un despojo de marioneta rota». Coge unas tijeras con las que corta todos los hilos de mi destino y me arroja violentamente al fondo del exiguo cajón.
¡Él sí que conoce bien mis desdichas! Me crece un temblor frío que la soledad aumenta. Sin mis alas insuflándome alma, nunca más volveré a sentirme viva. Esta será mi peor condena. Trago saliva y parpadeo repetidas veces intentando frenar el torrente de lágrimas que al final se desliza a borbotones por mi rostro. Una voz que desconozco habla por teléfono muy cerca de donde me encuentro:
«No consentiré que me haga a mí lo mismo. Cree que es él el que marca mis pasos manejando mis hilos porque soy la otra, y yo le dejo que se lo crea, no es consciente que hace tiempo soy yo la que desde mi apariencia de marioneta débil e insegura maneja sus hilos. Le marco el compás y lo obligo a moverse al ritmo que a mí se me antoja. Su destino está en mis manos».

01 marzo 2013

La favorita

Moholy-Nagy 

Me encantan las caricias de tus manos cuando se detienen algo más de lo normal disfrutando de mi suavidad aterciopelada; cuando me acercas a tu rostro y capto tu olor embriagador. Me aprietas contra tu pecho, me inspiras hondo y te rindes a mis caricias. Me necesitas y yo te respondo. Conmigo te gusta hacer acrobacias y te sigo porque estoy en forma. Con movimientos al ritmo que deseas, me deslizo por los valles de tu contorno en posturas de vértigo, por la entrepierna con esmero y detenimiento. Adherida a tus largas piernas me electrizan las cosquillas entre los dedos de los pies; me detengo de nuevo en tu sexo, y enroscada a tu cintura siento el roce de su desnudez.
Sé que soy tu preferida desde el día que me atrapaste en el baño al salir de la ducha. No había terminado de amanecer y la luz del alba tenía suavidades que se difuminaban en la irrealidad. Tu piel perlada embellecía la tersura de tu cuerpo desnudo y pronto sus marcas estaban por todo mi ser. Te arrebujaste todo entero en mí y me pasaste tu propia humedad. Cuerpo y agua se fundieron en el color de las esmeraldas, mi color.
Desde entonces, siempre albergo una esperanza: el oír de tus labios un te amo, porque soy tu toalla favorita.