“Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres.”
(Heinrich Heine)
Es difícil reprimir un escalofrío ante las durísimas imágenes de guerra o revoluciones con las que nos bombardean los diferentes medios de información. El ensañamiento para destruir toda ideología o vestigio de cultura diferente a la dominante no debiera dejar a nadie indiferente, pero es tal el vértigo que produce la fluidez informativa que un acontecimiento social o deportivo puede taparnos la noticia más cruel sin que lleguemos a digerirla.
Esta entrada se la debo a María. Ya había cumplido los setenta cuando yo la conocí, trabajaba de maestra porque necesitaba años de cotización a la Seguridad Social para poder jubilarse. Era fuerte y enérgica, las vicisitudes que había vivido no le habían doblegado su carácter, más bien se había afirmado en sus posiciones.
En la clase era donde se sentía perdida, confusa y fuera de lugar, no encontraba ni las gafas que llevaba puestas. Tenía el cabello gris, corto y ondulado, el rostro cansado y arrugado y el cuerpo pesado de las señoras que no se han dedicado a ellas mismas, sino que han sido otras las preocupaciones de la vida que les ha tocado vivir. Su mirada tras las gafas de gruesos cristales… ¡Hay su mirada! El fuego que María tenía en los ojos cuando te contaba cómo en la plaza de Bergara los falangistas hicieron una pira con todos los libros y la obligaron a presenciarlo, provocaba un silencio helador.
Cuando unos camisas azules aparecieron por su casa de madrugada supo lo que era el miedo. Unos días más tarde, un joven falangista dio la antorcha a su jefe en cuanto bajó del estrado de la plaza del pueblo al término del discurso. Al tomarla parecía empequeñecerse ante la magnitud de su culpabilidad. El olor y el humo obligó a la gente a expandirse. Se oyó un rumor generalizado. Las llamas comenzaron a chisporrotear mientras las páginas escritas se consumían en su interior. Era la queja de los libros al sentir cómo les arrancaban las palabras que albergaban. Y estas, en su intento de huida del infierno que las devoraba, volaban hacia un cielo que no quiso ver tal monstruosidad y se oscureció. El fuego las deshacía y terminaban cayendo como pavesas.
María deseaba que la llevasen con ellas, sin embargo, solo podía permanecer allí con los pies pegados a una losa de la plaza y los ojos transformados en llamas. El sabor a ceniza que se le pegó a la garganta, el calor que le quemaba por dentro y, lo peor, el estruendo devorador del fuego que la acompañaría siempre, le producía tal impotencia que un torrente de lágrimas estaba a punto de derrumbarla. También ella miró al cielo que seguía agazapado.
Mientras ellos disfrutaban con la destrucción, removían los libros, los volvían a rociar, soltando risotadas y palabras soeces, se dijo que no debía mostrarles ni un segundo su debilidad. Las palabras vinieron en su ayuda y se dedicó a recitar silenciosamente versos que le surgían a raudales de memoria y le sorbían las lágrimas.
A fuerza de tragar sus emociones y su sensibilidad, se convirtió en la mujer dura y fría que yo conocí. Ya antes de la quema de los libros, debido a que dominaba un perfecto francés, había sido la responsable de un barco cargado de niños en dirección a Bélgica para entregarlos a familias de acogida y librarlos de los horrores de la guerra civil española (1936-1939). Por poco tiempo les había dicho, era lo que ella creía; pero vivía con el dolor de no haber cumplido su promesa de volver a recogerlos. Estaba segura que los niños sentirían que los había traicionado.