Imagen de RosZie - Pixabay En mi pequeño mundo estaba todo oscuro, bueno, eso lo supe después cuando la luz me hirió los ojos. Me había adaptado a vivir en aquel mar. Hacía piruetas para sumergirme y volvía a salir. ¡Yupi! ¡Qué divertido! Si chocaba contra alguna limitación, era tan blandita que lo repetía. ¡Pum, pum, pum! Claro que llegó un día en el que mi mar se fue y el espacio se empequeñeció. Ya no podía jugar. De repente, algo empezó a moverse con un ruido estrepitoso que tiraba de mí. Yo no quería salir, pero, ¡hala!, me deslicé sin control. Primero la cabeza, luego, ¡zas!, todo mi cuerpo se escurrió. No fui bien recibida por los terrores que habitan en este lado. Los ruidos me atemorizaron, el frío me abofeteó y lloré. Oír mi llanto me asustó y lloré más y más. Entonces sentí el roce de sus labios, los primeros besos, el susurro de sus palabras. “Te quiero, hija”. Y me aferré a ella, el árbol de la vida.