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Invisibles por la absenta

La absenta de Degas

    Hace tiempo que han dejado de quererse y esto es una verdad como un templo. Ella prefiere sentarse esquinada para evitar rozarse con él. No lo soporta. Apesta a alcohol y tabaco. Le culpa de tirar su futuro de actriz por la borda y no se lo va a pasar por alto. Lo mismo ocurre en la cama cuando muerta de frío se acurruca en el borde dándole la espalda, mientras él, un tipo del carajo, duerme a pata ancha. 
 
 Se conocieron en ese café donde, una noche sin fin, se comieron a besos de forma salvaje bajo los efluvios de la absenta. Allí regresan cada tarde, siempre sentados en la misma mesa. Ella se siente vacía como la botella que tiene al lado. Con los brazos caídos y las piernas abiertas, puesto que ya nadie la mira, deja volar su mente en un caos de pensamientos arrastrada por el Diablo Verde. Él, en cambio, un hombre tan anodino como la ropa que lleva puesta, en cuanto siente que la borrachera sube por su interior como una ola, la sujeta con fuerza apoyando el brazo sobre la mesa para no perder la compostura. Sus ojos controlan lo que ocurre al otro lado del café, como si entre el bullicio de la gente fuera a surgir alguien que se digne a mirarlos, él está dispuesto a levantarse para charlar un rato. 
 
 Pero ya nadie se acerca a saludarlos como en los viejos tiempos. La atmósfera de silencio que los envuelve los hace invisibles. El fracaso de sus vidas alcoholizadas les ha convertido en dos sombras proyectadas en el espejo.
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