«El chino lleva coleta» fue la primera frase que leí de seguido en mi cartilla. ¿Un chino con coleta?, me pregunté. No podía ser. Las chicas llevábamos coletas y no los chicos que todos iban con el pelo corto.
Tenía cuatro años y era mi primera escuela. Sentada en un banco corrido intentaba escribir la Ch entre las dos líneas marcadas en el cuaderno, pero por más que apretaba el lápiz la Ch rebasaba los límites. Se parecía a Alfonso, el compañero gordinflón que tenía al lado. Siempre ocupaba su sitio y parte del mío y yo tenía que hacer equilibrios para no caer al suelo por los codazos que me propinaba.
Era por la mañana. Lo recuerdo muy bien. El sol entraba a raudales por los ventanales que daban al patio y la luz peleaba con la atmósfera cargada que te invadía al entrar en el aula. Olía a polvo de tiza y hollín, a madera encerada y libros viejos. El rosal blanco ya había abierto sus capullos y lucía espléndido. Soplaba algo de viento porque las rosas se movían. ¡Los bellos y espinosos rosales del patio! Una vara de uno de ellos tenía la profesora, Doña Alejandra, encima de la mesa. Levanté la vista para fijarme en la hucha de cerámica con la cabeza de un chino que también estaba en la mesa de la profesora. Mi distracción no le pasó desapercibida. Acababa de descubrir la coleta de pelo negro que aparecía bajo el gorro oriental cuando me nombró. Sentí frío al encontrarme con su severa mirada. Sus ojos pequeños y vivos me asaeteaban desde la tarima en la que se alzaba.
—¡Sal al encerado! El grito me hizo dar un respingo.
Acoquinada empecé a andar en dirección al estrado con la vista fija en la punta de mis zapatos. La madera vieja del suelo parecía temblar y se quejaba con leves crujidos. El sol se nubló y percibí lo triste que era mi escuela con su inmensa pizarra negra bajo la foto de Franco y la cruz. Sabía que veinte pares de ojos me estaban observando. Y escuché el silencio. El silencio del miedo que te avisa que algo muy gordo va a ocurrir. Mi desasosiego crecía al compás de las pulsaciones que atronaban en mi cabeza: pum-pum, pum-pum. Estaba segura que los otros niños también las escuchaban y me avergonzaba no poder evitarlo. Mis pies se hicieron torpes al subir los tres escalones que marcaban la división de los dos mundos del aula. Me dolía la tripa. Doña Alejandra cruzó los brazos en actitud de tener todo el tiempo del mundo y dijo impaciente:
—Vamos, que es para hoy —. Al menos no tenía la vara en sus manos huesudas.
La mano me temblaba. Toda yo temblaba. Apreté los labios y escribí sin poder evitar el chirrido de la tiza. Supe lo mal que lo había hecho cuando al terminar sonó la bofetada que me estampó en la cara. No sé cómo regresé a mi sitio. Creo que bajé los tres escalones dando trompicones sorbiendo mocos y lágrimas. Algunos niños se tocaban la mejilla con gesto de dolor y hasta Alfonso se encogió para hacerme sitio. Sentada entre ellos pude ver lo que había escrito.
Las diminutas palabras, sudorosas por el arduo trabajo, formaban una cáfila que se empeñaba en escapar de una escuela que daba miedo. El chino se contoneaba, la coleta era zarandeada por el viento y las otras letras seguían dando tropezones. Todas ascendían tercas como mulas por lo empinado del cerro por el que intentaban huir. Su murmullo entrecortado me permitió escuchar: «El chino lleva coleta»
Tenía cuatro años y era mi primera escuela. Sentada en un banco corrido intentaba escribir la Ch entre las dos líneas marcadas en el cuaderno, pero por más que apretaba el lápiz la Ch rebasaba los límites. Se parecía a Alfonso, el compañero gordinflón que tenía al lado. Siempre ocupaba su sitio y parte del mío y yo tenía que hacer equilibrios para no caer al suelo por los codazos que me propinaba.
Era por la mañana. Lo recuerdo muy bien. El sol entraba a raudales por los ventanales que daban al patio y la luz peleaba con la atmósfera cargada que te invadía al entrar en el aula. Olía a polvo de tiza y hollín, a madera encerada y libros viejos. El rosal blanco ya había abierto sus capullos y lucía espléndido. Soplaba algo de viento porque las rosas se movían. ¡Los bellos y espinosos rosales del patio! Una vara de uno de ellos tenía la profesora, Doña Alejandra, encima de la mesa. Levanté la vista para fijarme en la hucha de cerámica con la cabeza de un chino que también estaba en la mesa de la profesora. Mi distracción no le pasó desapercibida. Acababa de descubrir la coleta de pelo negro que aparecía bajo el gorro oriental cuando me nombró. Sentí frío al encontrarme con su severa mirada. Sus ojos pequeños y vivos me asaeteaban desde la tarima en la que se alzaba.
—¡Sal al encerado! El grito me hizo dar un respingo.
Acoquinada empecé a andar en dirección al estrado con la vista fija en la punta de mis zapatos. La madera vieja del suelo parecía temblar y se quejaba con leves crujidos. El sol se nubló y percibí lo triste que era mi escuela con su inmensa pizarra negra bajo la foto de Franco y la cruz. Sabía que veinte pares de ojos me estaban observando. Y escuché el silencio. El silencio del miedo que te avisa que algo muy gordo va a ocurrir. Mi desasosiego crecía al compás de las pulsaciones que atronaban en mi cabeza: pum-pum, pum-pum. Estaba segura que los otros niños también las escuchaban y me avergonzaba no poder evitarlo. Mis pies se hicieron torpes al subir los tres escalones que marcaban la división de los dos mundos del aula. Me dolía la tripa. Doña Alejandra cruzó los brazos en actitud de tener todo el tiempo del mundo y dijo impaciente:
—Vamos, que es para hoy —. Al menos no tenía la vara en sus manos huesudas.
La mano me temblaba. Toda yo temblaba. Apreté los labios y escribí sin poder evitar el chirrido de la tiza. Supe lo mal que lo había hecho cuando al terminar sonó la bofetada que me estampó en la cara. No sé cómo regresé a mi sitio. Creo que bajé los tres escalones dando trompicones sorbiendo mocos y lágrimas. Algunos niños se tocaban la mejilla con gesto de dolor y hasta Alfonso se encogió para hacerme sitio. Sentada entre ellos pude ver lo que había escrito.
Las diminutas palabras, sudorosas por el arduo trabajo, formaban una cáfila que se empeñaba en escapar de una escuela que daba miedo. El chino se contoneaba, la coleta era zarandeada por el viento y las otras letras seguían dando tropezones. Todas ascendían tercas como mulas por lo empinado del cerro por el que intentaban huir. Su murmullo entrecortado me permitió escuchar: «El chino lleva coleta»
Las palabras cuentan historias, sobre todo cuando caen en buenas manos como las tuyas.
ResponderEliminarUn abrazo, María Pilar.
Hoy como que no se,no entendí mucho,abrazo.
ResponderEliminar¡Qué bonita historia, María Pilar!
ResponderEliminarUn hermosa historia te mando un beso
ResponderEliminarUna hermosa manera de contar el aprendizaje de la escritura. Los miedos de la niña, su torpeza, el mundo amenazante… Todo relatado desde la perspectiva de la criatura. Muy conseguido, María Pilar. Estoy segura de que a la niña le quedó claro que el chino lleva coleta, jajaja.
ResponderEliminarUn abrazo muy grande.
Hola, amigos blogueros y a todos los que paséis por aquí. Estamos en septiembre. Empezamos curso. Os dejo este relato de cómo los niños de párvulos aprendían la lecto-escritura en una época como la franquista en España donde el principio básico, aceptado socialmente, era: "La letra con sangre entra". Entiendo que no todas las profesoras eran la impaciente Doña Alejandra.
ResponderEliminarDesde el punto de vista de un adulto de la época, esta niña no era disciplinada, cuestionaba lo que leía, se distraía, estaba pensando en las musarañas. Hoy sería una niña imaginativa, creativa, con gran capacidad para aprender. Los parámetros han cambiado.
Espero que esta breve explicación os ayude a entender el relato dentro de ese contexto.
Un saludo y mi agradecimiento por ese tiempo que dedicáis a leerme y por los comentarios que me dejáis.
Inmenso abrazo. María Pilar
Los blogueros mas jóvenes, no pueden entenderlo sin haberlo vivido, fueron años duros de la España profunda, cuando ir al colegio era una tortura.
ResponderEliminarUn abrazo.
Y pasa el tiempo y llega el momento en que recibir el castigo y no derramar ni lagrima ni mostrar miedo y dolor se transforma en una competencia entre el alumnado. De alli nacieron los valientes y los coobardes que con ese mote viven hasta hoy.
ResponderEliminarBesos
Una manera distinta de enseñar, a través de la exigencia y del miedo.
ResponderEliminarLo retrataste muy bien en tu relato, que me gustó mucho.
Un gran abrazo, María Pilar.
Incluso a mí me ha dolido esa terrible bofetada, María Pilar. Mi hermana menor, hoy con 46 años, también tenía una profesora de preescolar que infundía miedo con sus malos modos, su falta de paciencia y su poca vocación. No tenía vara, ni falta que le hacía para aterrorizar a mi pobre hermana, que con ella y siendo una cría aprendió a comerse las uñas de puro terror. Ya ves, años después de la época de Franco seguían pasado, desgraciadamente, esas cosas.
ResponderEliminarEstupendo relato, me ha gustado mucho :)
¡Un abrazo!
Los de nuestra generación sobrevivimos a una escuela que mataba la creatividad y daba miedo. Las piernas flojeaban al subir a la tarima. La tiza chirriaba entre nuestros dedos. La mirada de la maestra era como el ojo en el triángulo.
ResponderEliminarVivimos tu relato.
Un abrazo
Lástima que Doña Alejandra seguramente esté muerta, sería para darle un par de bofetadas a ella, a ver que tal le sientan.
ResponderEliminarYo recuerdo a varios curas pegones... qué hijos de puta.
Te soy sincera: me costó leer este relato porque me lleva a lugares de mi niñez que por dolorosos no quiero recordar, con mayor razón cuando lo has contado desde la perspectiva de la niña.
ResponderEliminarUn beso
Hola María Pilar. Sí, antes, "la letra con sangre entra". Se aprendía a base de bofetadas y reglazos en las manos. Muy bueno el relato. Antes no se podía pensar, había que seguir lo que el maestr@ decía.
ResponderEliminarYo recuerdo que me hundía en la silla para ser como fantasma. Era escuchar tu nombre y sabías que alguna bofetada, tirón de pelo, o el ridículo te iba a caer encima y sepultarte. Antes, en el internado sólo se era feliz el fin de semana, entre semana vivíamos con miedo cuando se cerraba la puerta y comenzaba la clase, los corazones trotaban sin control ninguno.
Abrazosssssssss
Me ha hecho gracia lo del niño gordinflón; que el muy cabrito necesitaba dos asientos para él. Pues fíjate que no es muy normal, ver un chino con coleta, y digo que no es normal, porque para tantos como hay, se ven pocos. En cuanto a lo del colegio, es cierto, era como para tenerle terror.
ResponderEliminarBesos Pilar.
Pilar, a todos nos has hecho recordar nuestros años infantiles...Te felicito por tu amena forma de narrar, entre la inocencia, el miedo y el sentido del humor. Ese chino con coleta fue inolvidable para ti y para todos nosotros que te leemos...El miedo a la pizarra era inevitable y más si la maestra era rígida.
ResponderEliminarMi felicitación y mi abrazo por tu buen hacer y tu cercanía, amiga.
Muy bien, María Pilar, me has transportado a aquella realidad que solo años después nos dimos cuenta de su maldad. Aquellas huchas del Domund, cabezas cortadas que pedían limosnas a la pobreza. Lo has contado muy bien.
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