Hubo un tiempo, en el que creí que Dios era un ojo atrapado
en un triángulo equilátero. En ese tiempo pasado, pensaba que el ratoncito
Pérez vendría con nocturnidad, a llevarse mi recién caído diente de leche, como el mío no se lo llevó dejé de creer en él.
Llegaron después los años de catecismo, para hacer la primera comunión, durante los que supuse que había
un cielo diáfano y feliz para los buenos y un infierno ardiendo en un fuego perpetuo para los malos.
Durante mi infancia estuve convencida de que los Reyes Magos de Oriente dejaban regalos a los niños buenos por Navidad, a mí no me traían nada, ni siquiera carbón. ¡Qué descarados! También me contaban que las cigüeñas traían a los bebés, pero en mi casa, mamá se acostaba y después nacía un hermano sin que cigüeña alguna intermediase. Los mayores mentían mucho, lo que era un pecado venial, tal vez por eso se acercaban al confesonario donde el cura los escuchaba a través de una rejilla y los perdonaba si cumplían una penitencia. En el soto, por las eras o en la plaza, de repente, las chicas mayores desaparecían con los chicos, en parejas; y todos sabíamos que hacían cosas que también eran pecado, pero, como los temíamos, no se lo decíamos a nadie.
Más tarde, cuando, por fin, se murió Franco y este país salió de la
dictadura, hubo un tiempo en el que consideré que la democracia era la mejor forma de gobiernos y que nos traería progreso y libertades. Entonces opinaba que a la OTAN había que decirle «de entrada
no» y que, ya para siempre, aunque sufriéramos sed o hambre, nos quedaría la palabra, como decía Blas de Otero.
Ese fue también el tiempo en el que, ilusa, opinaba que la
justicia era ciega, que hacienda éramos todos e incluso que todos remábamos a una en una misma dirección, para construir un país maltrecho. La realidad siempre me sorprendía con dolorosos puñetazos en plena cara que laceraban el corazón y me iban haciendo más suspicaz. «El hombre era un lobo para el hombre», que ya dijo Thomas Hobbes en el siglo XVII.
El tiempo ha pasado raudo y veloz y, en una ventolera, me tiró del caballo como a San Pablo; en mi caso, del burro más bien. Me abrió los ojos a la cruda realidad de la existencia humana. Dios no estaba allá arriba, siempre justiciero, con un triángulo por corona. Acaso esté en ese paseo por los bosques otoñales cuando el viento acaricia las hayas que juguetonas exhiben con orgullo sus colores espectaculares. Quizá en tantas obras buenas de seres humanos anónimos que nos sorprenden, como una amapola que luce en un pedregal. Tal vez…
La justicia que nos trajo la democracia no es la de los ojos vendados, los tiene bien abiertos, la prueba es su debilidad por el poder y el dinero. Tampoco la hacienda somos todos, más bien los que menos tienen, porque los ricos y poderosos conocen el atajo de las cuentas offshore.
Y de entrada dijimos sí a la OTAN con todas sus consecuencias. No llevo el registro de en cuántas guerras hemos participado.
Después de todo, en conclusión, puedo decir que lo que más me duele es que en esta jungla donde abunda la hipocresía es difícil que crezca la inocencia de un niño.
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