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JL y el gallo del corral

 Un mañana llena de sol y nubes espumosas, vieron aparecer por la calle que cruza el pueblo a un buen mozo, guapetón, trajeado a la manera de la capital, con una maleta en la mano. Dedujeron que habría llegado en el autobús que venía de la ciudad. Tenía que ser JL, el esperado novio de su hermana. Todos los hermanos salieron atropelladamente a la calle para recibirlo, más bien, para analizarlo con curiosidad. ¡La primera boda de la familia! Al verlos, JL se dijo para calmarse: «Bueno, la familia va en el lote, la puedes aceptar o no». Habían acordado casarse por esas fechas por algo tan emotivo como decisivo. Al cabo de seis meses iban a ser padres. 

 Así entró en la casa el cuñao a quien acaeció una historia digna de un relato, cuya memoria perdura aún en todos ellos como un hecho jocoso cuando, en realidad, fue duro y lamentable por culpa del gallo del corral. 

 El gallo hinchaba el pecho orgulloso, agitaba las alas y lanzaba su canto estentóreo: «kikirikiii». Pendenciero y escandaloso dejaba claro que él era el único que mantenía el linaje del gallinero. ¡Cómo venía hacia JL con el pico afilado y los ojos desorbitados! La gente no sabe lo furiosos que son cuando atacan, parecen perros salvajes. 

 JL no se sentía cómodo con aquel taimado animal que se le acercaba sigiloso para picarle en sus partes íntimas. Llevaba cuatro días en el pueblo sin poder hacer sus necesidades. Cada vez que lo intentaba, era un martirio tener que agacharse en el abono y, en esa incómoda postura, enfrentarse al sanguinario jefe del corral. Se le quitaban las ganas. Pero ese día ya no aguantaba más. Estuvo espiando. Las gallinas picoteaban con su parsimonia el suelo de estiércol traído de las cuadras. Podía oír los gruñidos y ver los morros del cerdo entre las rendijas de los tablones de la cochinera. No había peligro a la vista, el gallo bravucón estaba bastante alejado y de espalda mostraba solo su cola de plumas centelleantes. Convencido de que no lo vería, con sigilo se bajó los pantalones y cogió un palo en la mano, por si acaso, antes de agacharse. 

  Allí se le presentó el gallo mirándolo con el ojo atravesado y moviendo la cabeza de arriba abajo con su pico acerado y la cresta de color vivo. Era el momento previo al ataque. 
 —¡Me cagüen tus muertos! —le gritó. 
 Aquello no tenía remedio ni con palo ni sin él. Sin terminar de hacer su necesidad corporal, se subió el pantalón dejando una gran mancha en la entrepierna y salió corriendo, no porque fuera un gran atleta, la impotencia y la rabia le daban alas para desaparecer de aquel pueblo. 

 Se alejó de la casa a mediodía abrasado por el sol, sin visera. Era agosto. No había ni rastro de frescor en el ambiente. Tampoco personas yendo o viniendo por lo que no tuvo que andar evitando encontrarse con ellas. A esas horas el pueblo parecía desierto. A la salida del mismo, a uno y otro lado de la carretera, se extendían los rastrojos de los campos de trigo y cebada segados. Cuando por fin entró en la curva de Santiago que dejaba el pueblo atrás, aflojó el paso. Tenía delante unas lomas cultivadas de cereal con algunos almendros en las lindes. Se apoyó en el tronco de uno para cortar el resuello que llevaba. 

 De repente, oyó que sonaba el correr de agua. Abandonó la carretera comarcal y, dando tropezones, fue campo a través en pos de aquel sonido bajo el sol que le derretía la sesera. Llegó a la fuente de La Valduví. Un manantial donde el agua brotaba por un viejo tubo de metal. La sed lo devoraba. ¡No, no bebería! ¡Seguro que no era potable! Raudo metió las manos para refrescarse las muñecas. Miró con cautela a su alrededor. Ni un alma en aquel ancho campo de Castilla. Se quitó los finos zapatos italianos, ya echados a perder. El pantalón y los calzoncillos los remojó en la fuente para eliminar la peste que llevaba encima, y sin más, se vistió de nuevo. Sintió el frescor de la ropa mojada sobre su cuerpo. Le aliviaba. Otra cosa fueron los zapatos, no le entraban en los pies hinchados por el calor y descalzo no podía andar por aquella tierra de terrones y cardos. Desesperado, se sentó en una piedra y allí se agazapó a la sombra de una higuera. Él no había planificado ninguna aventura y se encontraba atrapado en una sin saber cómo salir. Temía que aquello le estropease todos sus planes, que le faltase valor para regresar. Cerró los ojos con fuerza y se tapó la cara con las manos para ocultar a los espíritus del lugar que estaba llorando.  

 La garganta había empezado a tensársele y la tirantez le agarrotaba el cuello causándole dolor. Emocionado, pensó en su chica. Ella volvió la cara, lo miró sonriéndole con los ojos y le borró sus pesares con besos caldeados por el sol. «Este calor te hace ver alucinaciones —se dijo—. Si no viene a buscarme, yo no seré capaz de volver». En aquel momento, oyó un motor que se acercaba. Levantó la vista y vio un tractor que daba la vuelta a la peligrosa curva de Santiago. Se le paró el corazón por el temor a ser descubierto en aquellas circunstancias. Se puso de pie y permaneció indeciso. El tractor paró en la carretera y bajó el conductor que era un labriego de la zona. Se le acercaba. ¡Era el padre de su novia! 
—¿Qué pasó? —le preguntó con voz seria. 
—Me perdí —le contestó JL intentando mostrar el aplomo suficiente. 
—¡Vamos! Llevo tres horas buscándote. 
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