Un mañana, con sol y nubes espumosas, vieron a un buen mozo, vestido a la manera de la capital, con una maleta en la mano. Dedujeron que habría llegado en el autobús que venía de la ciudad. Tenía que ser JL, el esperado novio de su hermana. Todos los hermanos salieron atropelladamente a la calle para recibirlo, más bien, para analizarlo con curiosidad. ¡La primera boda de la familia!
Al verlos, JL se dijo para calmarse. «Bueno, la familia va en el lote, la aceptas o no».
Así entró en la casa el cuñao, quien vivió una historia digna de un relato, cuya memoria perdura en todos ellos como un acontecimiento jocoso; aunque, en realidad, fue duro y lamentable debido al gallo del corral.
El gallo, de bello plumaje negro y rojo, hinchaba el pecho orgulloso, agitaba las alas y lanzaba su canto estentóreo. «¡Quiquiriquí!». Pendenciero y escandaloso, dejaba claro que él era el único que mantenía el linaje del gallinero. ¡Cómo venía hacia JL con el pico afilado y los ojillos desorbitados! La gente no tiene idea de su furia cuando atacan; pueden dejar el corral teñido de la sangre de su adversario para mostrar que es el rey.
JL no se sentía cómodo con aquel taimado animal que se le acercaba sigiloso para picarle. Llevaba cuatro días en el pueblo sin poder hacer sus necesidades. En cada intento, era un martirio tener que agacharse en el abono y, en esa incómoda postura, enfrentarse al sanguinario jefe del corral. Se le quitaban las ganas. Ese día ya no aguantaba más. Estuvo espiando. Las gallinas picoteaban con parsimonia el suelo de estiércol traído de las cuadras. Podía oír gruñidos y ver los morros del cerdo entre las rendijas de los tablones de la cochinera. Sin embargo, no había peligro a la vista, el gallo bravucón estaba bastante alejado y de espalda, mostraba solo su cola de plumas centelleantes. Convencido de que no lo vería, sigilosamente, se bajó los pantalones, aunque cogió un palo largo por si acaso.
Se le presentó el gallo, mirándolo con el ojo atravesado y moviendo la cabeza de arriba abajo, con su pico acerado y la cresta de color rojo. El instante previo al ataque.
—¡Me cagüen tus muertos! —le gritó.
Ciego de rabia le asestó un golpe.
El escándalo que se formó lo asustó aún más. Raudo abandonó el lugar, seguido de un cacareo insoportable mezclado con aleteos nerviosos que se extendían por todo el corral. Era evidente que todas las gallinas se habían levantado en armas contra él. El cabreo le dio alas para desaparecer de aquel pueblo. Apenas había llegado al cruce de caminos, reflexionó. Tenía que regresar y afrontar el asesinato del animal. Al entrar en casa, observó a su suegra que salía, ágil y risueña, llevaba en la mano una jaula con el flamante gallo.
—¿Y eso? —preguntó con desconcierto, señalándolo.
—Hoy se celebra el mercado agrícola, en la plaza. Ya ves lo hermoso que se ha puesto. Me darán un buen dinero por él.
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