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¿Dónde está Amina?



Hammed y su hijo de doce años, Abdel, viajaron a Marruecos para celebrar el Ramadán en su pueblo con parientes y amigos. Al regresar volvieron con el abuelo. Ocuparía la cama de la hija mayor, Amina. Esta, encantada, dormiría en la alfombra del salón. La presencia del abuelo los había alegrado a todos. Y Amina notaba que su padre parecía más feliz.
—Papá, las notas para la firma. Mira, tres notables y los demás sobresalientes. La tutora me dice que podré empezar Bachiller el próximo curso y que por las buenas notas me darán una beca para materiales y comedor. Así no tendrás que preocuparte.
—Ya podía estudiar tu hermano la mitad que tú, hija. Con dar patadas al balón ya tiene bastante. En cuanto tenga unos años más lo llevo conmigo a la carnicería halal.
— Me esfuerzo para ser profesora y poder volver a nuestro país a enseñar a los niños.
—¿Te gustaría volver al país?
— ¿Por qué no?
—El tío Mounir quiere una foto tuya. Como hace tanto tiempo que no te ve.
—Pues me hago un selfie y se lo mando.
—No, así no. Con un hiyab estarías mejor.
—Papá, siempre me has dicho que era libre de tomar la decisión del hiyab.
—Eso vale para España, hija. En el pueblo es diferente. Tu madre te enseñará a ponerte tanto el hiyab como el Kaftán. Te verás guapísima.
—Pero papá, tanto trabajo para una foto.
—Tu tío quiere casarse contigo. La boda será este verano. Lo he dejado todo arreglado. Has sido una buena hija, trabajadora y responsable. Ahora serás una buena esposa. Eres fuerte, Amina. Yo sé que tú puedes con el peso de la responsabilidad. Ya no eres una niña. El abuelo ha venido para quedarse, es parte del trato, y para nosotros una boca más. La ayuda recibida por tu boda la invertiré en la carnicería. No nos va a venir nada mal ahora que tú no podrás llevarme las cuentas.
Amina no podía dar crédito a las palabras de su padre. Agachó la cabeza, se dio media vuelta y se  ocultó en el baño. Lágrimas silenciosas surcaban su cara de niña morena.
Llegó la noche. Todos dormían. Todos menos ella.
A la mañana siguiente, la alfombra enrollada del salón proclamaba su ausencia.

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