La tienda de pianos estaba enfrente de nuestra casa y, por extraño que parezca, era uno de los lugares más silenciosos del barrio. La campanilla de la puerta sonó cuando mi madre y yo entramos. El señor Carrión, con su sempiterno guardapolvo negro sin abotonar a causa de la obesidad, se apresuró a dejar unas partituras en el mostrador y levantó su mirada acuosa por encima de las gafas. Se aclaró la garganta con un carraspeo para preguntarnos con voz atiplada: «¿En qué puedo ayudarlas?»
De toda la vida vecinos, nunca habíamos entrado en contacto hasta ese día que mi madre le alquiló un piano para que yo pudiera dar clases particulares. Y salí convertida en empleada por horas. Él necesitaba una persona en la tienda y yo dinero para mis gastos. Con el caminar torpe de alguien que no está acostumbrado a moverse mucho nos acompañó hasta la puerta. Aunque hombre de pocas palabras, el aparente descuido en el vestir y su hablar pausado reforzaban su aspecto bonachón. Nos despidió con una leve sonrisa de tendero. La mía, en cambio, iba de oreja a oreja. Me sentía tan feliz con mi primer trabajo que lo hubiera abrazado.
El negocio podía ir mucho mejor, pero no hacía nada para modernizarlo. Una cortina corrida separaba el espacio en dos. En un lado, el pequeño local con atiborradas estanterías, la caja registradora del tiempo cuando lo abrió y el escaparate que exhibía un par de pianos con el cartel de «se alquilan». En el otro, la desordenada trastienda que olía a papel viejo con la escalera de caracol para subir a la vivienda. ¡Qué necesario era que un viento fresco se colara por algún resquicio e hiciera de las suyas con sus mofletes de travieso!
Pronto entendí por qué me había contratado: los temblores que padecía en las manos le impedían hacer con precisión los ajustes en las cuerdas por lo que, poco a poco, fue delegando en mí su trabajo de afinador de pianos.
A veces, hablaba algo más de lo normal con gente de su generación. En un corro de murmullos, sus palabras, dichas en tono de confidencias, despertaban la admiración de los otros que se deshacían en elogios. Yo, sin dejar de hacer mi tarea, era toda oídos, sorprendida; asombrada, más bien. Había vacilaciones, silencios, le temblaba la voz, se emocionaba. Le ponía más ímpetu al relato que contaba que a la vida que vivía. De esas conversaciones supe que su hijo era un importante director de orquesta en Alemania. Y por primera vez le vi el brillo de la ilusión en los ojos.
«¡Cómo había cambiado Raúl!», me dije. Con el pánico que tenía de niño a actuar en público. Él, tan callado, dado al ensimismamiento. ¡Si era tan vergonzoso que no se relacionaba con nadie de la clase! Coincidimos en el conservatorio los primeros cursos, después se fue a estudiar fuera. Al principio venía de vez en cuando; más tarde, dejó de hacerlo.
Cuando los conocidos se iban, el señor Carrión volvía a ser el hombre introvertido de mirada temerosa que hacía de la tienda el lugar triste que era. Como si la suerte de su hijo no fuera con él, continuaba la tarea de ordenar carpetas de facturas con aparente laboriosidad y poco provecho.
Una tarde de lluvia, regresé al establecimiento para coger el paraguas que me había dejado olvidado. Cuál fue mi sorpresa al ver un joven desaliñado sentado ante el piano con los cortinones del escaparate corridos. Parecía un desvalido que hubiera encontrado allí un refugio donde guarecerse. Con los ojos cerrados y el leve movimiento de su cuerpo, seguía el ritmo de la melodía que sus manos interpretaban sin llegar a tocar el teclado. Por suerte, no traspasé el marco de la puerta y la campana no sonó.
¡Era Raúl, el hijo del señor Carrión! Completamente calvo, demacrado, con zapatillas de casa. No me cabía la menor duda, era él, con sus hombros encorvados como un pájaro herido y las marcas indelebles que el acné de la adolescencia le había dejado en la cara. Tal vez había estado esperando a que me fuera para bajar. Me evitaba. Evitaba encontrarse con la gente y vivía encerrado arriba.
Su padre no era tan inocente como yo pensaba. ¿Recurría a artimañas, como esa historia de Alemania, para protegerlo o era el fracaso de las expectativas que había puesto en su hijo lo que se negaba a aceptar?
La imagen del corro de amigos en torno a mi jefe pasó por mi cabeza. Ese hablar suyo dejando caer como al descuido palabras acompañadas de gestos, no le pegaba nada. ¿Por qué no me sonó a falso? ¿Por qué no sospeché nunca que aquello era teatro? Tal vez porque, como tenor que había sido, él sí sabía interpretar muy bien una puesta en escena.
Cerré la puerta con cuidado para no hacer el menor ruido. Pensé que la vida era eso, un pálpito de verdad que nos deja perplejos. Me recogí en mi chaqueta y, como una silueta apresurada bajo la lluvia, crucé la calle.
De toda la vida vecinos, nunca habíamos entrado en contacto hasta ese día que mi madre le alquiló un piano para que yo pudiera dar clases particulares. Y salí convertida en empleada por horas. Él necesitaba una persona en la tienda y yo dinero para mis gastos. Con el caminar torpe de alguien que no está acostumbrado a moverse mucho nos acompañó hasta la puerta. Aunque hombre de pocas palabras, el aparente descuido en el vestir y su hablar pausado reforzaban su aspecto bonachón. Nos despidió con una leve sonrisa de tendero. La mía, en cambio, iba de oreja a oreja. Me sentía tan feliz con mi primer trabajo que lo hubiera abrazado.
El negocio podía ir mucho mejor, pero no hacía nada para modernizarlo. Una cortina corrida separaba el espacio en dos. En un lado, el pequeño local con atiborradas estanterías, la caja registradora del tiempo cuando lo abrió y el escaparate que exhibía un par de pianos con el cartel de «se alquilan». En el otro, la desordenada trastienda que olía a papel viejo con la escalera de caracol para subir a la vivienda. ¡Qué necesario era que un viento fresco se colara por algún resquicio e hiciera de las suyas con sus mofletes de travieso!
Pronto entendí por qué me había contratado: los temblores que padecía en las manos le impedían hacer con precisión los ajustes en las cuerdas por lo que, poco a poco, fue delegando en mí su trabajo de afinador de pianos.
A veces, hablaba algo más de lo normal con gente de su generación. En un corro de murmullos, sus palabras, dichas en tono de confidencias, despertaban la admiración de los otros que se deshacían en elogios. Yo, sin dejar de hacer mi tarea, era toda oídos, sorprendida; asombrada, más bien. Había vacilaciones, silencios, le temblaba la voz, se emocionaba. Le ponía más ímpetu al relato que contaba que a la vida que vivía. De esas conversaciones supe que su hijo era un importante director de orquesta en Alemania. Y por primera vez le vi el brillo de la ilusión en los ojos.
«¡Cómo había cambiado Raúl!», me dije. Con el pánico que tenía de niño a actuar en público. Él, tan callado, dado al ensimismamiento. ¡Si era tan vergonzoso que no se relacionaba con nadie de la clase! Coincidimos en el conservatorio los primeros cursos, después se fue a estudiar fuera. Al principio venía de vez en cuando; más tarde, dejó de hacerlo.
Cuando los conocidos se iban, el señor Carrión volvía a ser el hombre introvertido de mirada temerosa que hacía de la tienda el lugar triste que era. Como si la suerte de su hijo no fuera con él, continuaba la tarea de ordenar carpetas de facturas con aparente laboriosidad y poco provecho.
Una tarde de lluvia, regresé al establecimiento para coger el paraguas que me había dejado olvidado. Cuál fue mi sorpresa al ver un joven desaliñado sentado ante el piano con los cortinones del escaparate corridos. Parecía un desvalido que hubiera encontrado allí un refugio donde guarecerse. Con los ojos cerrados y el leve movimiento de su cuerpo, seguía el ritmo de la melodía que sus manos interpretaban sin llegar a tocar el teclado. Por suerte, no traspasé el marco de la puerta y la campana no sonó.
¡Era Raúl, el hijo del señor Carrión! Completamente calvo, demacrado, con zapatillas de casa. No me cabía la menor duda, era él, con sus hombros encorvados como un pájaro herido y las marcas indelebles que el acné de la adolescencia le había dejado en la cara. Tal vez había estado esperando a que me fuera para bajar. Me evitaba. Evitaba encontrarse con la gente y vivía encerrado arriba.
Su padre no era tan inocente como yo pensaba. ¿Recurría a artimañas, como esa historia de Alemania, para protegerlo o era el fracaso de las expectativas que había puesto en su hijo lo que se negaba a aceptar?
La imagen del corro de amigos en torno a mi jefe pasó por mi cabeza. Ese hablar suyo dejando caer como al descuido palabras acompañadas de gestos, no le pegaba nada. ¿Por qué no me sonó a falso? ¿Por qué no sospeché nunca que aquello era teatro? Tal vez porque, como tenor que había sido, él sí sabía interpretar muy bien una puesta en escena.
Cerré la puerta con cuidado para no hacer el menor ruido. Pensé que la vida era eso, un pálpito de verdad que nos deja perplejos. Me recogí en mi chaqueta y, como una silueta apresurada bajo la lluvia, crucé la calle.
A mis amigos blogueros, a los de ahora y a los de siempre, a los que siempre están y a los que están a ratos, mil gracias y ¡feliz verano!
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EliminarFantástico relato, María Pilar.
ResponderEliminarManuel Cado
Me alegra que te haya gustado, Manuel. Tu opinión es muy importante para mí. Tú sí que sabes de relatos.
EliminarCómo no estar, con los escritos que nos regalas.
ResponderEliminarBuen verano, María Pilar.
Un abrazo.
Gracias, Chema.
EliminarTodo mi cariño en este abrazo.
Sorpresas escondidas de que la vida no es tan perfecta como todos quisieramos.
ResponderEliminarBesos.
Gracias, Alfred, por tu atenta lectura y dejarme tan buenas síntesis.
EliminarBesos y feliz verano.
Triste, pero excelente relato, Pilar!! Siempre un placer leerte,querida amiga!!!
ResponderEliminarQue pases un hermoso verano y lo disfrutes mucho!!! Yo, por este otro lado del charco, empezando a padecer el invierno... (no me gusta nada el frío)
Besos y cariños!!!
Lau.
No, a mí tampoco me gusta el frío, pero si supieras qué ola de calor estamos sufriendo en España. Han comenzado terribles incendios y hasta nosotros que somos del norte nos ha llegado. Lo que nunca.
EliminarTe mandaría un poco de calor si pudiera, al menos te llegará mi cálido abrazo.
Cuídate mucho. Besos. María Pilar.
Sí, me he enterado de la ola de calor. Y del incendio en Catalunia... Espero que pronto pase!!
EliminarGracias por tu abrazo!! Orro para vos!!!
⭐⛱⛱⭐☀☀☀ ¡Qué calor!♥
Eliminar❄❄❄☔☔☔ ¡Qué frío!♥
Es la vida. Pura vida cuando se mezclan.💕 🤗🤗🤗
Tremenda historia, María Pilar. Hay vidas que solo tienen sentido en la apariencia, y tras una mentira generalmente existe una enorme frustración. Imaginar al señor Carrión hablando del éxito de su hijo, aun sabiendo la realidad, es una imagen muy dolorosa y llena de carga emocional. Un abrazo y te deseo un maravilloso verano, María Pilar!!
ResponderEliminarTienes razón en que hay vidas que solo tienen sentido en la apariencia y cuando arañas un poco o las circunstancias te ponen en situación de ver algo más, el estado de perpejidad es tremendo.
EliminarGracias por pasarte por aquí y dejarme tu comentario.
Yo también te deseo un estupendo verano, David.
Triste vivir escondiendo la realidad. Tu le has sacado todos los detalles a la historia que has ido desenvolviendo hasta mostrar el final. Un abrazo
ResponderEliminarQué buen resumen del tema del texto. Gracias, Ester.
EliminarUn cálido abrazo.
Creí que no podría comentarte,muy bueno,un poco triste cariños buen verano
ResponderEliminarBastante triste, Fiaris. Gracias por pasarte siempre y dejarme tu comentario
EliminarUn abrazo veraniego.
Buen relato aunque te da un poco de pena.
ResponderEliminarSí, Citu, a mí también me apenan hechos así.
EliminarUn cálido abrazo.
Un hermosísimo relato sobre la doble vida que algunos pueden llegar a vivir y a ocultar, aunque en este caso es más bien una ocultación de una verdad que, lejos de ser envidiable, es más bien de derrota y de vergüenza.
ResponderEliminarGracias por compartir con nosotros tus inspiraciones.
Un abrazo y felices vacaciones de verano.
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EliminarMe ha encantado ¡qué preciosidad!
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