Hoy hace un año me dejaron tetrapléjico en esta cama del hospital de Toledo.
Había llamado a la mejor amiga de mi mujer:
—Hola, Isabel, ¿puede ponerse Blanca?
—¿Blanca? ¿Pasa algo?
—No, nada. Quería ponerme la americana gris marengo y tal vez la ha llevado a la tintorería. Como me dijo que iba a pasar la noche contigo… por lo de tu madre. A propósito, ¿qué tal está?
—Mi madre…, ya sabes…, achaques de la edad. Bueno…, Blanca se ha quedado dormida. Estaba muy cansada. En cuanto se despierte le digo que has llamado.
Era noche de sábado. Salí a tomarme una copa.
Caminaba entre el tumulto por las estrechas calles del Casco Viejo de mi ciudad cuando creí reconocer a mi mujer en una de las parejas que se hacían arrumacos. Me apresuré, pero le perdí la pista entre la aglomeración de gente que inunda esas calles los fines de semana. «Cosas de la imaginación», me dije.
De regreso a casa, en la solitaria zona del ensanche donde había dejado mi automóvil aparcado, aceleré el paso porque había notado que alguien me seguía. Cambié de acera, mi sombra hizo lo mismo. En el momento que intentaba abrir la puerta del coche, un fuerte golpe en la cabeza con un objeto contundente me hizo caer desplomado en la calzada. Allí tirado sentí que la cabeza me estallaba, todo me daba vueltas y la sangre se abría paso por mi cara. Percibí una bocanada de olor a pescado podrido de los contenedores cercanos. Unos pasos rompieron el silencio antes de detenerse sobre mí. Alguien hurgaba en el bolsillo interior de mi americana y se llevaba la cartera con mi dinero y la documentación. En vez de seguir en el suelo como me pedía el cuerpo, hice un esfuerzo sobrehumano por levantarme para enfrentarme al tipo que me estaba atracando. Aturdido intenté que mi vista se adaptara a la penumbra en la que estaba sumergida aquella parte de la ciudad a consecuencia de la la poca iluminación por la crisis económica y, atónito, me encontré con los ojos de mi amigo y compañero de trabajo. De pie frente a mí, me miraba con la expresión de un odio feroz cuando siempre me había halagado por el éxito que había alcanzado en la vida. Fue la voz de mi mujer la que, a sus espaldas, protegida por la oscuridad, dijo: «Ramiro, te ha conocido».
—Espera, será la última cara que vea en su vida.
Había llamado a la mejor amiga de mi mujer:
—Hola, Isabel, ¿puede ponerse Blanca?
—¿Blanca? ¿Pasa algo?
—No, nada. Quería ponerme la americana gris marengo y tal vez la ha llevado a la tintorería. Como me dijo que iba a pasar la noche contigo… por lo de tu madre. A propósito, ¿qué tal está?
—Mi madre…, ya sabes…, achaques de la edad. Bueno…, Blanca se ha quedado dormida. Estaba muy cansada. En cuanto se despierte le digo que has llamado.
Era noche de sábado. Salí a tomarme una copa.
Caminaba entre el tumulto por las estrechas calles del Casco Viejo de mi ciudad cuando creí reconocer a mi mujer en una de las parejas que se hacían arrumacos. Me apresuré, pero le perdí la pista entre la aglomeración de gente que inunda esas calles los fines de semana. «Cosas de la imaginación», me dije.
De regreso a casa, en la solitaria zona del ensanche donde había dejado mi automóvil aparcado, aceleré el paso porque había notado que alguien me seguía. Cambié de acera, mi sombra hizo lo mismo. En el momento que intentaba abrir la puerta del coche, un fuerte golpe en la cabeza con un objeto contundente me hizo caer desplomado en la calzada. Allí tirado sentí que la cabeza me estallaba, todo me daba vueltas y la sangre se abría paso por mi cara. Percibí una bocanada de olor a pescado podrido de los contenedores cercanos. Unos pasos rompieron el silencio antes de detenerse sobre mí. Alguien hurgaba en el bolsillo interior de mi americana y se llevaba la cartera con mi dinero y la documentación. En vez de seguir en el suelo como me pedía el cuerpo, hice un esfuerzo sobrehumano por levantarme para enfrentarme al tipo que me estaba atracando. Aturdido intenté que mi vista se adaptara a la penumbra en la que estaba sumergida aquella parte de la ciudad a consecuencia de la la poca iluminación por la crisis económica y, atónito, me encontré con los ojos de mi amigo y compañero de trabajo. De pie frente a mí, me miraba con la expresión de un odio feroz cuando siempre me había halagado por el éxito que había alcanzado en la vida. Fue la voz de mi mujer la que, a sus espaldas, protegida por la oscuridad, dijo: «Ramiro, te ha conocido».
—Espera, será la última cara que vea en su vida.
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