Me gustaba mucho mi casa, era alegre y divertida, y yo la había ido perfilando a mi imagen y semejanza. En la puerta de entrada había colgado un letrero que decía: «Piensa en positivo», más que nada por los que venían a visitarla, para que supieran de su talante.
Con los años había adquirido vigor y energía renovada, justo lo contrario de esas casas modernas que sucumben al paso del tiempo. No era muy grande, pero sí acogedora, y podías desenvolverte en ella con confianza. Durante el día, tenía mucha actividad que atendía de manera entusiasta; después, siempre se lo premiaba cuando, por la noche, se hacía el silencio. Se cobijaba en su rincón preferido, tras la ventana, y contemplaba el cielo estrellado. Allí sentía cómo se revitalizaba al ver que formaba parte de aquella expansión cósmica.
No supe en qué momento un okupa se instaló en mi casa. Se filtró despacio, como un ladrón receloso. Tal vez entró por la trasera, con los zapatos en la mano para que no se oyera su pisar, y empezó a tejer su guarida en el pilar más importante, el que la sostiene, su columna vertebral. En ello mostró una destreza extraordinaria. Era poderoso y cruel como una termita invasora, muy destructiva.
Un día escuché un crujido y la expresión de dolor se mostró en su cara. Pareció quebrarse. En ese momento del atardecer, al verla alabeada, pensé que se derrumbaba. Pasado un tiempo breve, que a mí se me hizo más largo de lo normal, mi casa logró mantenerse erguida, volvió a ser la misma, con sus ruidos habituales y su risa contagiosa, demostrando que ella no se amilanaba fácilmente. Solo por la noche se tornaba en silenciosa. En ese sentido, todo siguió callado en mi casa, pero yo la observaba y veía que se palpaba más que nunca cuando suponía que no la miraba. Algo le acuitaba y a mí aquello me golpeaba en la cabeza como si una alarma sonase sin haberla conectado.
Pasado un tiempo, el okupa dio la cara y manifestó que estaba dispuesto a quedarse. A partir de ese momento, las cosas cambiaron de manera importante. Él tomó el poder e instauró un régimen autoritario con ninguna empatía hacia la casa que se sintió invadida con la horrible sensación del desgarramiento.
Así, empezó su decadencia, sin remisión.
Vi en sus ojos que parecía querer retenerme con una mezcla de súplica. Se le había aborrascado la mirada con una impaciencia que nunca había visto en ella. No sabía poner nombre a lo que le estaba ocurriendo, solo que le inspiraba temor.
Lo mío era un sinvivir por no encontrar remedio para sus males. Esta sensación de fracaso me dejaba la boca seca y se me abrían las carnes. La contemplaba con la emoción de saber que tenía que responder a sus requerimientos, pero no encontraba el camino.
Me hablaron de un chamán que hacía una limpieza de espíritus en las casas. Tenía el rostro envejecido con la piel cuarteada y una larga melena negra le caía sobre su túnica amarilla con bordados de diferentes símbolos. Parecía sereno y bondadoso. Habló unas palabras extrañas en tono firme, frente a la pilastra, luego cogió la flauta de su cinturón y empezó a tocar. Las dulces notas del instrumento irrumpieron en la calidez de la atmósfera de la casa y, al instante, se apaciguaron las tensiones y los crujidos.
La salvaje criatura, que se había mimetizado con la columna principal, fue desenroscándose y cayó al suelo donde quedó ovillada, como hipnotizada por la música. Después, empezó a deslizarse con suavidad, ondeando su cuerpo flexible, hasta acercarse al músico. Y allí se quedó quieta, con la pequeña cabeza levantada, mostrando su lengua bífida y retráctil. El chamán ni se inmutó. Siguió tocando la bella melodía con la seriedad y el misticismo que lo caracterizaba. A los pocos instantes, el ser tan dañino trepó dócil por la cesta, que estaba abierta ante el músico, y se metió en ella. Él esperó a terminar la pieza, colgó la flauta de su cinturón, cerró la cesta y se la llevó, perdiéndose en la noche con la paz y serenidad que había venido.
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