Tal vez la humedad sea el único visitante entrando por las goteras, tal vez los vetustos interruptores no enciendan más las bombillas de luz amarilla, pero la casa permanecerá intacta en el álbum de la vida con mis recuerdos.
Teníamos once años cuando las cinco amigas nos vimos reflejadas en los cristales de las ventanas del baile del pueblo. Ataviadas con amplios vestidos largos que íbamos arrastrando, nos sentíamos el centro del mundo. Habíamos revuelto en los baúles de la abuela, sin contar con su permiso, y estábamos encantadas con nuestro disfraz. Como no podíamos entrar en el baile por ser menores de edad, nos contorsionábamos siguiendo el ritmo de la música de los setenta que se oía fuera, para llamar la atención de los que se encontraban en el interior. Divertidas, provocadoras, felices de sacar a la exhibicionista que llevábamos dentro mientras, con los pisotones de los zapatos de tacón, desgarrábamos las telas de raso y tules que nos cubrían. Mi vestido era de muselina negra con encajes en los hombros y elegantes jaretas en la pechera, tal vez de la boda de la abuela, pues recuerdo una foto de recién casados donde ella está con un vestido similar.
De vuelta, fui consciente del estropicio y el miedo recorrió mi cuerpo. No, ya no me parecía divertido. Habíamos salido con unos vestidos de fiesta y volvíamos con una colección de harapos. Ingenua supuse que podríamos dejarlo todo en los baúles sin que la abuela se diera cuenta. Alguien se nos había adelantado. Al llegar a casa, la abuela, silenciosa siempre hasta en su manera de andar, se transformó en voz. Nos esperaba tras la puerta, enojada, muy enojada. El susto que me dio me cambió la cara. Su presencia y más, el tono de voz grave y extraño con el que nos hablaba paralizó nuestras risas, hasta nuestra respiración. Nos vimos con las ropas ajadas y las pamelas torcidas que nos otorgaban la imagen desgreñada en vez de la dignidad de jóvenes para las que aquellos vestidos se hicieron. Al confirmar la realidad que le habían contado, cuando sus ojos pequeños y oscuros se fijaron en los míos, solo vi el chispazo de infinita tristeza de sus pupilas. Enseguida, dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies entre una retahíla de palabras sobre la confianza que había depositado en mí y lo decepcionada que estaba. Quise hablar, pero las palabras se bloquearon en mi garganta y aunque abrí la boca, no quisieron salir. Las amigas se vistieron sus ropas y se fueron. Me quedé sola con la inmensa vergüenza que, como un escalofrío, me recorría la espalda.
La abuela dejó de hablar, de llorar, de lamentarse. Me había dado pie y le había cogido la mano y el brazo. Esas fueron sus palabras. ¿Y yo? ¡Qué difícil es hacer frente al miedo y los sentimientos de culpa! Todo me paralizaba. El silencio se impuso entre las dos, porque en tan corto espacio de tiempo se alzó un muro de desconfianza. Era tiempo de emprender la retirada. Me iría a la casa de mis padres, sin más explicaciones. Pero corrí a la sala, me asomé por la rendija de la puerta que había dejado entornada. La vi sentada en su sillita baja, con las manos caídas sobre el regazo y miraba, tal vez sin ver, la pared de enfrente, a la luz de la lámpara del techo con tulipa de cristal. Se había vuelto a refugiar en su silencio. Me acerqué despacio. «Abuela, ¿quieres que nos vayamos a la cama?» Se levantó y empezó a subir las escaleras conmigo al lado. ¿Lo olvidé? No, yo no lo olvidé y creo que ella tampoco.
Mis once años fueron quedando atrás y la vida fue adquiriendo dimensiones de una gran aventura a medida que me abría a lo desconocido. Al volver en tren al pueblo, apoyada la cabeza en la ventanilla, iba tejiendo recuerdos como una necesidad imperiosa. Fui a verla, estaba casi ciega y muy torpe al andar. Me llegó su olor a limpio. Sentí una mano regordeta, acogedora, posada en mi hombro y oí su voz que me hablaba muy quedo al entregarme unos billetes de las antiguas pesetas. «Toma, para que te compres unos zapatos nuevos». Los sollozos no me dejaban hablar. Entonces me fundí en un abrazo con ella. Se lo debía.
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