Eran las doce de la mañana del 23 de diciembre de 2024; María estaba en la cocina preparando el menú de las fiestas navideñas que iba a celebrar con la familia. El día era soleado y la luz brillante entraba por la ventana. De pronto, apareció una llamada en el móvil. La voz suave y dulce de una doctora del hospital trepó por su espalda como un escalofrío. Se presentó con su nombre, que se quedó flotando un momento hasta desaparecer por el extractor. Nunca lo ha recordado. La escuchaba con la respiración contraída. Estaba tan aturdida. Como he dicho, no era una voz de trueno, no; aunque tras ella se abrieron los cielos y se resquebrajaron los suelos sin que María tuviera alas para alzarse. Unas briznas que traía el aire fresco se posaban en los cristales de la ventana y mirándolas, se perdió entre hilachas de niebla en las que flotaban aquellas palabras. Había tanto dolor en ellas. Se encontró sentada en una de las sillas de la cocina, con las manos en la cara, ahogada en llanto por lo incomprensible de la vida, los sueños rotos y la negritud que acorralaba el futuro inmediato de su hija.
El mar de fondo se hacía más insondable cuanto más tardaba en llegar al hospital de Txagorritxu por el atasco del tráfico a esa hora punta. La calle estaba mojada por la llovizna y muy triste; los transeúntes, en cambio, iban con las prisas de celebrar una fiesta familiar que María y su familia ya no tendrían. Con la angustia agarrada al pecho y la impresión de ir andando por arenas movedizas, subió a la planta 7.ª, habitación 713. A hurtadillas abrió la puerta. La habitación era aséptica, tanto como el volumen de su tristeza. El dolor estaba ahí, tras una cortina corrida, en una cama blanca, junto al gran ventanal cerrado a cal y canto para impedir volar.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de María al entrar. La doctora, con bata blanca, sin abotonar, la estaba esperando junto a la cama. Ella se lanzó hacia su hija con una mezcla de ansiedad y alarma. La miró a punto de quebrarse en llanto, tragó saliva y todo su amor se verbalizó en el abrazo que le dio. Se hizo un silencio breve y doloroso, en el que no cruzó ningún ángel. Tampoco son los tiempos de antes donde el silencio atrapaba las paredes de algunas casas con historias jamás contadas. Lo rompió la voz cálida de la doctora, sin recovecos ni fisuras que quitasen un ápice a la gravedad de lo que pronosticaba. La misma voz que le había hablado por teléfono, aunque mucho más joven de lo que había imaginado. Era más bien baja, menuda, miraba de frente tras las gafas de cristales al aire, lo que le daba un toque de seriedad. Se lo dibujó en un folio para hacerles más comprensible tanto el lugar en el que se había incrustado como las dimensiones del tumor. Parecía muy segura de lo que decía y a María cada vez le daba más vértigo. A duras penas, pudo sostenerle la mirada con los ojos silenciosos y el corazón desbocado que intentaba salirse del pecho. Sintió que no hacía pie, pero se resistió a agarrarse a la pared para fingir una calma que no tenía. «No es posible, no puede ser verdad», se decía, se negaba a creerlo tragándose las lágrimas.
¿Y ella?, con su cara de niña, piel fina y mirada impresionable; tan llena de proyectos, sincera, aventurera, valiente y rodeada de amigos… De manera estoica, su frágil respiración luchaba en aquel mar de negrura. Sus ojos, con un brillo de estrellas asustadas, no dejaban de cuestionar, pedían a gritos una respuesta que no llegaba. Sorprendidos en el silencio de las palabras no dichas, palabras lloradas que se iban trocando en algo tan terrible como doloroso, apareció el pánico. Y no pudo llorar. Un llanto liberador de los pensamientos que la estaban rompiendo por dentro. Sin reproche ante aquel bumerán que la estallaba en la cara, surgió la joven valiente. La que se había limitado a emplear monosílabos básicos, más bien gestos afirmativos con la cabeza, habló con una serenidad que desconcertaba.
Y sus palabras quedaron grabadas para siempre en la memoria de la madre.
—¿Me podréis curar?
—No —respondió la doctora sin titubeos—. Te vamos a tratar.
Se hizo un silencio largo y pesado que incendió los temores.
La respuesta contundente le tuvo que quebrar por dentro a la joven como le pasó a la madre. No lo manifestó. Guardó silencio.
María miró desolada tras la ventana. Las angustiosas montañas se encogían bajo la lluvia tormentosa.
Cuando volvieron a casa parecía que nada había cambiado y, sin embargo, había cambiado.

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