El turismo de cementerios está cada vez más en boga. Cuando viajamos, visitamos los más grandiosos para encontrarnos con auténticos parques, museos donde reposan celebridades de siglos pasados y, sobre todo, para descubrir la cultura del lugar respecto a la muerte.
Un ejemplo de ello son los cementerios parisinos. Mausoleos suntuosos ante los que te sientes observada por el mutismo de sus estatuas. Parecen competir con el afán de perpetuar en el recuerdo lo que su dueño o dueña fue en vida. Lo apacible del paraje te invita a recorrerlo. Las tumbas históricas, el encontrarnos con nombres muy conocidos y las anécdotas junto con los epitafios más sonados hacen que los recorramos con un espíritu muy lejano al de la muerte, el dolor o las lágrimas.
Como contraposición, yo pondría al viejo cementerio de Praga donde nos encontramos cientos de sencillas lápidas amontonadas sin orden ni concierto en un estado de asfixia total.
En todo caso, los cementerios siempre marcan una realidad diferente. Aunque estén en medio de la ciudad, te hacen sentir en un lugar cerrado dominado por el silencio. En ese silencio repetimos los versos del poeta que está allí enterrado, oímos la música del propio compositor, descubrimos un inventor cuyo invento nos es tan conocido y nos convencemos de que la inmortalidad existe.
Sopla el viento y las nubes grises amenazan lluvia en este atardecer otoñal. Me encuentro en el corazón de Vitoria paseando por un parque espacioso y lleno de historia, protege el antiguo cementerio judío.
Sentada en un banco, mi mente hace una radiografía al césped del jardín y se encuentra con las tumbas envejecidas que desprenden un frío húmedo y tembloroso. Me acompaña en mi soliloquio particular. No me atrevo a asegurar que no será escuchado por algunas almas que vagan por este espacio. Aquí descansan tantos y tantos que ayudaron a forjar el devenir de la ciudad en los albores de la Edad Moderna. La última morada de ricos comerciantes, médicos de renombre, jóvenes doncellas y siervos sin más ganancia que un cobijo y el parco alimento diario. Todos ellos se han ido igualando sumidos bajo la tierra en un grisáceo uniforme a tono con el color exterior que hoy lo domina todo. Las lápidas, con sus letras y símbolos identificativos, habrán sido removidas de su lugar y estarán mezcladas entre sí por el trabajo de las raíces de los árboles que hoy pueblan el parque. La naturaleza ha ayudado así, con su saber hacer tan silencioso, a confirmar que la muerte nos iguala.
Todos los vitorianos sabemos que el parque de Judimendi se creó en lo que otrora fuera el cementerio judío de la ciudad para que no se construyese nada. Así se lo prometió el consistorio de la ciudad a la comunidad judía cuando fueron obligados a marcharse por imperativo real. Y así se sigue cumpliendo lo acordado hasta el día de hoy, aunque en el 1952 la ciudad de Vitoria fue liberada de dicha obligación por los descendientes de aquellos judíos.
Para que los vitorianos no lo olvidemos, el acuerdo escrito en un monumento de piedra nos lo recuerda.
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