Debía ser media tarde de un día de setiembre soleado y espléndido porque la sombra de los corrales cubría parte de la carretera. Llegó la vecina con cara de circunstancias y, con insinuaciones y frases entrecortadas, informó a mi madre de algo que era evidente no querían que yo me enterara.
Yo las seguí hasta la casa donde habían entrado.
Estaba abierta —era habitual en esa época—, atravesé el portal y en vez de ir a la sala donde hablaban ellas en susurros, subí la crujiente escalera peldaño a peldaño intentando no hacer ruido, sin apoyarme en el pasamano que me quedaba alto para mi pequeña estatura.
Parecía una casa sumida en el tiempo, como dormida; pero sin que una mota de polvo o telaraña se hubiera atrevido a hacer acto de presencia.
Arriba varias puertas cerradas, solo una permanecía abierta y aunque el interior estaba en penumbra, allí me colé. A través de la persiana entraban unas rendijas de luz que facilitaron mi visión del lugar. Percibí cierto olor extraño. Me quedé inmóvil, cerca de la puerta. Todo era sosiego y silencio, apenas interrumpido por unos sonidos guturales que salían de la garganta de una mujer.
Yacía en medio de una inmensa cama de hierro forjado, parecía diminuta por la pequeña zona abultada cubierta con la colcha. Solo dejaba ver su cara y sus manos artríticas, tenía los brazos a lo largo del cuerpo como rendida ya a su suerte. Los años habían dejado su huella en el pálido rostro, sus arrugas se marcaban fuertemente en aquella fragilidad humana, la boca abierta inundada por una enorme flema que borbotaba con sus jadeos era la única señal viva en aquella habitación. Desaparecí del lugar como ladrón que huye por el temor a que me vieran.
Cuando estábamos cenando, un ave graznaba furiosa y oíamos también su aleteo desesperado. No pude comprender bien lo que sucedía, pero sé que fue entonces cuando de verdad sentí miedo al oír que mi padre decía con una voz grave: “Esta noche muere alguien y es de por aquí cerca”.
Y se hizo el silencio
© María Pilar
Yo las seguí hasta la casa donde habían entrado.
Estaba abierta —era habitual en esa época—, atravesé el portal y en vez de ir a la sala donde hablaban ellas en susurros, subí la crujiente escalera peldaño a peldaño intentando no hacer ruido, sin apoyarme en el pasamano que me quedaba alto para mi pequeña estatura.
Parecía una casa sumida en el tiempo, como dormida; pero sin que una mota de polvo o telaraña se hubiera atrevido a hacer acto de presencia.
Arriba varias puertas cerradas, solo una permanecía abierta y aunque el interior estaba en penumbra, allí me colé. A través de la persiana entraban unas rendijas de luz que facilitaron mi visión del lugar. Percibí cierto olor extraño. Me quedé inmóvil, cerca de la puerta. Todo era sosiego y silencio, apenas interrumpido por unos sonidos guturales que salían de la garganta de una mujer.
Yacía en medio de una inmensa cama de hierro forjado, parecía diminuta por la pequeña zona abultada cubierta con la colcha. Solo dejaba ver su cara y sus manos artríticas, tenía los brazos a lo largo del cuerpo como rendida ya a su suerte. Los años habían dejado su huella en el pálido rostro, sus arrugas se marcaban fuertemente en aquella fragilidad humana, la boca abierta inundada por una enorme flema que borbotaba con sus jadeos era la única señal viva en aquella habitación. Desaparecí del lugar como ladrón que huye por el temor a que me vieran.
Cuando estábamos cenando, un ave graznaba furiosa y oíamos también su aleteo desesperado. No pude comprender bien lo que sucedía, pero sé que fue entonces cuando de verdad sentí miedo al oír que mi padre decía con una voz grave: “Esta noche muere alguien y es de por aquí cerca”.
Y se hizo el silencio
© María Pilar
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