Caras Ionut |
Llegaban envueltos en una nube de polvo que levantaban sus pesadas carretas y al son de un tintineo que producían todos los objetos metálicos que colgaban en los laterales.
—¡Ya están aquí los quinquilleros!—decían en el pueblo.
Una columna de humo nos indicaba dónde se asentaban. Los chicos los mirábamos semiescondidos desde la distancia. Desprendían olor a humo, y los niños iban descalzos. Eran diferentes. Entre ellos y nosotros se establecía una barrera de incomunicación.
Las mujeres vestían faldas largas de colores y llevaban puesto un pañuelo en la cabeza dejando ver por detrás sus largas melenas. Eran jóvenes y muy guapas, con grandes ojos negros y unos pendientes muy largos.
Con la carga de algún bebé a sus espaldas iban por las casas para que les dieran utensilios de metal, porcelana o loza para arreglar. Lo más curioso es que ponían unas grapas enormes en los platos rotos de cerámica o loza y no se les resquebrajaban.
Un año se desgajó una pareja del gran grupo. El crudo invierno se echaba encima y ella no podía seguir al resto porque estaba embarazada. Los termómetros cayeron en picado bajo cero y el viento helado traía las voces de la tragedia que se cernía sobre ellos.
Mi abuelo, serio y adusto, en apariencia nada propenso a la compasión, se acordó de la casa que tenía abandonada camino del cementerio. Allí nació el pequeño y allí vivió hasta que su joven madre estuvo en condiciones de vagar por los caminos.
Ese bebé hoy será un adulto de unos pocos años menos que yo. ¡Cómo me gustaría conocerlo!
—¡Ya están aquí los quinquilleros!—decían en el pueblo.
Una columna de humo nos indicaba dónde se asentaban. Los chicos los mirábamos semiescondidos desde la distancia. Desprendían olor a humo, y los niños iban descalzos. Eran diferentes. Entre ellos y nosotros se establecía una barrera de incomunicación.
Las mujeres vestían faldas largas de colores y llevaban puesto un pañuelo en la cabeza dejando ver por detrás sus largas melenas. Eran jóvenes y muy guapas, con grandes ojos negros y unos pendientes muy largos.
Con la carga de algún bebé a sus espaldas iban por las casas para que les dieran utensilios de metal, porcelana o loza para arreglar. Lo más curioso es que ponían unas grapas enormes en los platos rotos de cerámica o loza y no se les resquebrajaban.
Un año se desgajó una pareja del gran grupo. El crudo invierno se echaba encima y ella no podía seguir al resto porque estaba embarazada. Los termómetros cayeron en picado bajo cero y el viento helado traía las voces de la tragedia que se cernía sobre ellos.
Mi abuelo, serio y adusto, en apariencia nada propenso a la compasión, se acordó de la casa que tenía abandonada camino del cementerio. Allí nació el pequeño y allí vivió hasta que su joven madre estuvo en condiciones de vagar por los caminos.
Ese bebé hoy será un adulto de unos pocos años menos que yo. ¡Cómo me gustaría conocerlo!
© María Pilar
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