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El madrileño en el pueblo

Allí estaba, como un pasmarote larguirucho y estirado con su ropa nueva de verano y sus sandalias relucientes. Todo él parecía salido de la plancha. Ni un solo pelo se le movía de lo engominado que iba. Desde la acera de enfrente nos vigilaba y escuchaba lo que hablábamos.
Al principio no le dimos importancia. La carretera era la línea divisoria y así seguimos con nuestros juegos y nuestra vida en la calle. No teníamos nada que ver con él. Vestidos con la ropa heredada de algún hermano mayor, con los rasponazos en las piernas, las zapatillas de color indefinido y sobre todo alegres y curtidos por el sol, lo nuestro era la vida de la calle.
A pesar del acuerdo tácito de la carretera, la relación hostil se fue fraguando entre las dos aceras hasta que un día le oímos hablar por primera vez: ¡Paletos! ¡Paletos! 

Su desfachatez nos enconó. Edu no tardó en escupir lo que nos pareció el peor insulto: ¡Madrileño! Y toda la panda, que éramos Edu, Luisito y yo, al grito de ¡Madrileño! nos fuimos por él.
Echó a correr como el cobarde que huye, pero lo seguimos hasta alcanzarlo. Pude ver una chispa de terror en sus grandes ojos negros cuando comenzó la trifulca. Él sólo intentaba protegerse la cara con los brazos, era un blando y en ese plan no hay pelea que valga. Tras ser zarandeado logró escabullirse y lo dejamos marchar mientras nos reíamos porque iba dando trompicones.
No salió escarmentado. Al día siguiente ya estaba otra vez lanzándonos su grito de guerra; pero eso sí, a una prudente distancia para asegurarse la retirada.
© María Pilar

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