Ir al contenido principal

La casa de mis recuerdos

Tal vez porque la mayor parte de mi vida ha transcurrido en un piso de ciudad o tal vez porque en la mente de los niños todo se engrandece, lo cierto es que la casa de mis recuerdos es enorme.  

Lo que más llama la atención son las cinco robustas columnas de piedra tallada en redondo que sostienen la galería de la parte superior. La fachada principal da a una calle importante y la casa se alarga haciendo esquina con otra más pequeña. Este lateral, revestido de mampostería tosca, está abierto por un balcón que mira curioso al centro de la plaza. Es boca que deja entrar historias que se viven en el pueblo a la vez que permite salir voces y figuras que se asoman.  

La ventana, al lado de la puerta principal, no es muy grande, resiste el paso del tiempo y sigue dando la bienvenida a los visitantes. En ella se reconoce el aire familiar de los que habitaban. Deja ver a la abuela sentada a coser en la sala, la estancia más cálida, mientras la luz del sol, que parece detenerse en ella, le ilumina la vista a la par que le calienta las manos. Levanta la cabeza agradecida y ve la ola de polvo que levanta el traqueteo de un carro. Las ventanas no son solo los ojos o la boca de la casa, sino también sus oídos y su nariz. Se abren para ventilar y se cierran para evitar que los olores de la limpieza de pocilgas y cuadras se adueñen de la casa. Recogen sonidos que no hacen daño, como el paso de un rebaño de ovejas o el canto de los pardales, el de los vendedores ambulantes o el chiflo del afilador y también los que asustan, como los gritos de enfado junto al estrépito de un cristal roto. Hoy todos han quedado atenuados por el paso del tiempo frente al ruido dominante en el que vivimos.   

La cocina tenía una chimenea acampanada enorme, en el fuego siempre los pucheros desprendían el inconfundible olor de las comidas de casa que nunca te abandona. En la parte baja de una pared, estaba la hornacha para calentar con troncos de encina la gloria de la sala. Esa vida se me ha ido desdibujando, pero me queda el olor del humo de las chimeneas, el sonido del chisporroteo de la leña al quemarse, los colores tan vivos del fuego que me hipnotizaban y la caricia del calor en la piel.  

Al lado de la cocina, la despensa, con el frescor de una bodega y los olores propios de una tienda de ultramarinos. No los quesos, que las mujeres hacían de forma artesanal con la leche de las ovejas, estos tenían su fresquera, una sala propia. Su sabor exquisito se mezclaba con una cultura y un arte que solo estando lejos he aprendido a valorar.  

Por la puerta trasera, al atardecer, entraban las mulas a las cuadras, con los hombres que venían de trabajar los campos. En el corral picoteaban las gallinas y, en primavera, se oía el canto de los pardales que, a veces, armaban un gran escándalo por una miga de pan. La cochiquera era el reino de los cerdos. En torno a San Martín, los vecinos venían a ayudar. Yo me escondía detrás de una puerta y me tapaba los oídos con las manos, así y todo, nunca olvidaré los chillidos cuando el matarife les clavaba el cuchillo.  

La escalera de madera, con el barandal brillante de usarlo como tobogán sin que me viera el abuelo, nos lleva a las habitaciones de arriba. Las que daban a la calle eran muy grandes: una con alcoba, otra con vestidor, la de más allá con una sala aneja; las de la zona de atrás, eran más pequeñas y modestas. En cada habitación había un palanganero, unos de madera y otros de hierro forjado. Y en los armarios, entre la ropa, bolitas de naftalina. Recuerdo su olor fuerte que algunas personas extendían en la iglesia con su ropa de domingo.  

Debajo del tejado, el gran desván abovedado, con uvas pasas sobre hojas de periódicos viejos, por aquí; sacos de almendras, por allá; estanterías abarrotadas de libros y fajos de papeles amarillentos, cajas, baúles; parecía el almacén de una tienda en el que me encantaría perderme si no fuera por los rincones oscuros y el misterio que lo envolvía, me amedrentaba. Crujidos que no sabías de dónde venían, la cortina del ventanuco temblaba, la puerta, que siempre dejabas abierta, se movía. Tal vez lo habitaban espíritus de antiguos habitantes de la casona que se habían quedado atrapados.  

Con la última luz del día, a veces, se oía el canto persistente de la lechuza. Cuando estaba cerca, los mayores se ponían muy serios. Decían que en el tejado que se posase, en unos días, alguien de esa casa iba a morir. Y tras su canto, el ulular del viento soplaba con tanta fuerza que llenaba la casa de misterios y los muebles se volvían más rígidos y mostraban su mirar pasmado. El abuelo se encogía en su mutismo, la abuela callaba y yo temblaba de miedo. Los tres callados al unísono, bajo la luz de las bombillas, subíamos a acostarnos por las escaleras de madera que rompían el silencio con sus crujidos.  

Cuántas veces mis emociones y fantasías brotan de ese mundo que ya pasó. Pero qué enigmática es la memoria. A veces te muestra los más bellos recuerdos y otras, te deja en el alma la inquietud del silencio y noches con funda de misterio. 

Comentarios

Más vistas

Hagamos un trato

Te propongo un pacto. No removamos más el pasado, no le demos más vueltas ni nos echemos más en cara lo que ocurrió, ya no lo podemos cambiar, dejémoslo correr por el camino del olvido, no me gusta esta guerra soterrada ni este mirar de soslayo con la desconfianza como carga. Llevamos un tiempo con el rictus de la tristeza pegado y el alma rota sin querer dar el brazo a torcer. «Demasiado vehemente», me dices; «excesivamente racional», te contesto. Esto es un «toma y daca» y esta guerra no va a parar. Ya sé que soy impulsiva, alocada y me lanzo sin escuchar tus voces de contención, pero reconoce que eres tan racional, tan pausado y mides tanto las palabras que a tu lado últimamente no hago más que bostezar. Me gusta volar como el viento, necesito sentirme en libertad, no me atosigues. Cuando yo he tomado decisiones no nos ha ido tan mal. Y sobre todo no cargues sobre mi conciencia, sabes que soy muy sensible y el sentimiento de culpa me hace pasarlo fatal. Te pasas la vida planific

Amanecer deslumbrante

Salimos de casa con aspecto somnoliento. Al subir al remolque, ayudados por los dos hermanos mayores, percibimos el viento gélido de la madrugada. No era normal que nos llevaran con ellos; pero ese día, así padre lo había decidido. La calle en la que vivíamos aparecía oculta en la penumbra, se nos hacía extraña. Dejamos el pueblo solitario y silencioso envuelto en la neblina matinal. En el remolque nos encogimos como pudimos para evitar el frío que nos hacía castañetear los dientes y nos provocaba pequeñas chimeneas de vaho que se fundían con la niebla; esfuerzo inútil, pues el traqueteo descomponía nuestras figuras y nos lanzaba a la una contra la otra. No así los hermanos mayores que, apoyados en las cartolas, se dejaban acunar por el movimiento y se hacían los dormidos. El tractor reptaba ruidoso por la subida del Carramonte. Al llegar al alto del páramo por la zona de Valdesalce, amanecía. Nos apeamos de un salto. Impresionaba el mundo que se abría ante nosotros. Miré a mi a

Cuando uno dice blanco, el otro... blaugrana

Va a ser un día complicado, se dijo Aurora al despertar pensando en que se jugaba el Clásico. Su preocupación eran sus hijos Raúl y David. Cuando nacieron todo fue caos en su entorno y nadie, excepto ella, se fijó en los ojos tan abiertos con los que se observaban sin pestañear. Aunque le decían que los recién nacidos no ven, esa mirada gélida de un gris opaco fue el presagio que acabó con sus sueños de madre.  La crueldad sistemática entre los hermanos confirmó sus sospechas. Parecían dos gatos en continua pelea. Si uno necesitaba luz, el otro oscuridad; si uno quería dormir, el otro berreaba y si uno decía blanco el otro… blaugrana. Era un sinvivir que a ella le tenía agotaba. —Os vamos a machacar —decía Raúl con la camiseta blanca. —¡Qué dices, idiota! Hoy comeréis el barro bajo nuestras botas. —De idiota nada, mamón.  — ¡Pum! Arrojó un derechazo al ojo de su hermano. —Te arrancaré la nariz, imbécil. —Y el zurdazo lo dejó sangrando. —¡Ay!, me ha mordido. —¡Basta! —gritó Aur

El vaivén de la vida

En la vida de Clara había aparentemente de todo menos paz y sosiego. Era de esas personas que cuando te pasan, su estela tira de ti y te hace girar la cabeza deseando alargar tu mano entre la brisa que ondea los rizos de su melena. Esa noche Clara se separó de la fiesta, se quitó los zapatos de tacón de vértigo, la máscara de top-model y se abandonó en el columpio de sus pensamientos. Cualquier observador habría olido la tristeza que embargaba tanta belleza. Sabía que Rubén no se creía que ella se dormía en cuanto se acostaba, pero callaba. Rubén sabía que esa tarde ella había llorado, pero dijo: ̶ Cariño, ¿estás ya preparada? La rutina había llegado a sus vidas como un intruso para definitivamente quedarse. Su ambición profesional, el estatus social y ese ajetreo diario de fiestas y relaciones sociales para alzar una muralla sobre la que asentar su seguridad, había resultado una telaraña en la que se habían perdido y ahora… ahora todo ello solo servía para acallar el incómodo

La musa de la escritura

Hoy hace un año que te fuiste… Digo a gritos que no te necesito, que ojalá no vuelvas. Miente mi orgullo para cubrir el dolor de mi impotencia. Ya sabes que mi cabeza es un cóctel de ideas encontradas, letras sueltas y sensaciones indefinidas. Qué diferencia con las composiciones escritas a golpe de vértigo, las notas de recuerdos con ilusión vividos, la actividad nerviosa, el febril pensamiento desbocado, todo un mundo que se diluía en la página en blanco. Mi imaginación no se resigna a esta inactividad actual y sigue alimentándome: me trae el choque de olas acunando a otros muchos en sus aguas, el espectáculo de un gnomo sibilino junto a una princesa destronada, un bello alfiler ensangrentado en el escenario de una explosión en Yakarta, hasta me tienta con el aroma de la riquísima sopa de la abuela. Miro tu hermética bola de cristal donde encierras la energía en un tiempo y un espacio diferente al que reclama el reloj para sí mismo. Te miro y tu fulgor me deslumbra y pienso