La adolescencia de María es un tren con el traqueteo de los del pasado. Un tren que con sus silbidos envueltos en hollín deja atrás los ondulados campos de cereal mecidos por el viento y serpentea montañas inabarcables que le descubren las grandes dimensiones del mundo ante las que ella, como una papanatas, abre la boca admirada.
De mañana, su padre la lleva a la estación, le coloca la maleta de remaches en el portaequipajes y, mirando el billete, le indica el sitio donde tiene que acomodarse; junto a la ventana y frente a un señor mayor con la cabeza caída sobre el pecho, parece dormido. Con lo que le gusta a ella ver pasar trenes, ahora que, por fin, está dentro de uno siente una punzada en el estómago. La gente se arremolina en el andén para despedir a los que se van; raudos cargan bultos y maletas, los últimos abrazos y besos, otros dicen adiós con la mano. El tren en marcha va empequeñeciendo la figura del padre hasta reducirlo a un punto inexistente y a ella le invade una sensación extraña a la que aún no sabe ponerle nombre. Con el tiempo aprende que se llama vértigo.
Sentada en el borde del asiento, con sus zapatos de colegiala y calcetines cortos, balancea los pies que no le llegan al suelo. Está preocupada de que se le pase la estación; por eso mira detenidamente el nombre de cada parada por si coincide con el que lleva grabado en la memoria de tanto repetirlo. El revisor viene a mirar el billete y le susurra: «¿Todo bien, señorita?» Ella sonríe porque le gusta que no le trate como a una niña. Los túneles, donde la negrura amenazante se siente y se huele, le provocan tal desasosiego que la obliga a apretar los puños de puro nervio y al salir de nuevo a la luz, son los pequeños pueblos de los valles en torno a la iglesia los que le arañan el alma porque le recuerdan al suyo. Les dice adiós sin despegar los labios, la congoja no le deja. Por el ventanal pasan árboles y postes de la luz a velocidad apresurada, giran en redondo para volver a empezar de nuevo como una danza de fuerzas en las que todos quieren ser el primero. Cuando se le caen los párpados cansados, las imágenes siguen girando en su cabeza y rompen la calma tensa que entumece sus miembros. Se agarra al asiento y se muerde el labio inferior para aguantar las lágrimas que ya están saliendo. Y, con los ojos empañados, la angustia porque no logra leer el nombre de la estación que ya huye.
¡Pensar que le pareció una aventura cuando se lo propusieron!
El mundo que deja está hecho a la medida de los que lo viven y lo disfrutan, aquí las dimensiones se agrandan como el silbido del tren al propagarse. Allí sus pies, fieles a su manía de no pisar rayas, saltaban de losa en losa cuajadas de sueños y el reflejo de un charco le devolvía una niña pizpireta que la entusiasmaba. Ahora se siente una hoja zarandeada por el viento hacia un destino incierto. Atrás se queda su infancia que guarda los trinos de los gorriones columpiándose en los cables de la luz y las nubes algodonosas que le contaban cuentos, el miedo a las noches en las que ululaba el viento y dos largas trenzas de sedoso cabello negro caídas en el suelo. «Para que puedas peinarte sola», le dice el rumor del arroyo entre juncos en el que se encuentra con la sonrisa de su madre que ella guarda muy dentro.
Por fin, el convoy entra en la estación con un ruido galopante de choque de hierros y se para tras un chirrido estremecedor. Algunos se agolpan en las puertas impacientes por bajar. Los esperan. Pronto, el tren, de nuevo en movimiento, se aleja y con él se lleva las vivencias que la atan a su vida anterior. El reloj de la estación marca las cuatro de aquel día gris de septiembre. El frío de despedida que recorre el andén la va calando por dentro con un olor húmedo a naturaleza que siempre la transporta a ese momento. Ojiplática, patea calles extrañas como se anda en los sueños y cada poco muestra la dirección escrita por su padre. Un señor con blusón y abarcas la acompaña. Camina a su lado en silencio. Su destino acaba frente a unas puertas de hierro forjado que en ese momento están abiertas. Una vereda flanqueada por árboles muy altos lleva a la escalinata de un palacete que, como por arte de magia, asoma al fondo. Fascinante si fuera un cuento, pero... Con esa sensación paralizante que te impide moverte se queda mirando alrededor. Un poco alejado ya, el hombre que la ha acompañado le hace un gesto y la anima a entrar: «Etorri, neska!» Se hace la valiente y, con el corazón al galope, pone un pie dentro.
Mädchen Internat, dicen las letras negras sobre la chapa dorada al lado de la entrada principal.
Una puerta le hace guiños y allí se cuela. Descubre libros, muchos libros y empieza a leerlos. Devora página a página sus historias robándole tiempo al sueño Conoce a los personajes, se siente atrapada por el relato, lo vive... Al final, le da pena terminarlo. Pero esa emoción sentida la arrastra a descubrir nuevas lecturas, otras historias que la hagan vibrar, sonreír, llorar.
La cortina de lluvia tras la ventana, idéntica al día que llegó por primera vez, hace pensar que nada ha cambiado; pero, salvada por la lectura, es consciente de que ella sí ha cambiado. Mucho.
Llueve, pero María vuela.
© María Pilar
De mañana, su padre la lleva a la estación, le coloca la maleta de remaches en el portaequipajes y, mirando el billete, le indica el sitio donde tiene que acomodarse; junto a la ventana y frente a un señor mayor con la cabeza caída sobre el pecho, parece dormido. Con lo que le gusta a ella ver pasar trenes, ahora que, por fin, está dentro de uno siente una punzada en el estómago. La gente se arremolina en el andén para despedir a los que se van; raudos cargan bultos y maletas, los últimos abrazos y besos, otros dicen adiós con la mano. El tren en marcha va empequeñeciendo la figura del padre hasta reducirlo a un punto inexistente y a ella le invade una sensación extraña a la que aún no sabe ponerle nombre. Con el tiempo aprende que se llama vértigo.
Sentada en el borde del asiento, con sus zapatos de colegiala y calcetines cortos, balancea los pies que no le llegan al suelo. Está preocupada de que se le pase la estación; por eso mira detenidamente el nombre de cada parada por si coincide con el que lleva grabado en la memoria de tanto repetirlo. El revisor viene a mirar el billete y le susurra: «¿Todo bien, señorita?» Ella sonríe porque le gusta que no le trate como a una niña. Los túneles, donde la negrura amenazante se siente y se huele, le provocan tal desasosiego que la obliga a apretar los puños de puro nervio y al salir de nuevo a la luz, son los pequeños pueblos de los valles en torno a la iglesia los que le arañan el alma porque le recuerdan al suyo. Les dice adiós sin despegar los labios, la congoja no le deja. Por el ventanal pasan árboles y postes de la luz a velocidad apresurada, giran en redondo para volver a empezar de nuevo como una danza de fuerzas en las que todos quieren ser el primero. Cuando se le caen los párpados cansados, las imágenes siguen girando en su cabeza y rompen la calma tensa que entumece sus miembros. Se agarra al asiento y se muerde el labio inferior para aguantar las lágrimas que ya están saliendo. Y, con los ojos empañados, la angustia porque no logra leer el nombre de la estación que ya huye.
¡Pensar que le pareció una aventura cuando se lo propusieron!
El mundo que deja está hecho a la medida de los que lo viven y lo disfrutan, aquí las dimensiones se agrandan como el silbido del tren al propagarse. Allí sus pies, fieles a su manía de no pisar rayas, saltaban de losa en losa cuajadas de sueños y el reflejo de un charco le devolvía una niña pizpireta que la entusiasmaba. Ahora se siente una hoja zarandeada por el viento hacia un destino incierto. Atrás se queda su infancia que guarda los trinos de los gorriones columpiándose en los cables de la luz y las nubes algodonosas que le contaban cuentos, el miedo a las noches en las que ululaba el viento y dos largas trenzas de sedoso cabello negro caídas en el suelo. «Para que puedas peinarte sola», le dice el rumor del arroyo entre juncos en el que se encuentra con la sonrisa de su madre que ella guarda muy dentro.
Por fin, el convoy entra en la estación con un ruido galopante de choque de hierros y se para tras un chirrido estremecedor. Algunos se agolpan en las puertas impacientes por bajar. Los esperan. Pronto, el tren, de nuevo en movimiento, se aleja y con él se lleva las vivencias que la atan a su vida anterior. El reloj de la estación marca las cuatro de aquel día gris de septiembre. El frío de despedida que recorre el andén la va calando por dentro con un olor húmedo a naturaleza que siempre la transporta a ese momento. Ojiplática, patea calles extrañas como se anda en los sueños y cada poco muestra la dirección escrita por su padre. Un señor con blusón y abarcas la acompaña. Camina a su lado en silencio. Su destino acaba frente a unas puertas de hierro forjado que en ese momento están abiertas. Una vereda flanqueada por árboles muy altos lleva a la escalinata de un palacete que, como por arte de magia, asoma al fondo. Fascinante si fuera un cuento, pero... Con esa sensación paralizante que te impide moverte se queda mirando alrededor. Un poco alejado ya, el hombre que la ha acompañado le hace un gesto y la anima a entrar: «Etorri, neska!» Se hace la valiente y, con el corazón al galope, pone un pie dentro.
Mädchen Internat, dicen las letras negras sobre la chapa dorada al lado de la entrada principal.
Una puerta le hace guiños y allí se cuela. Descubre libros, muchos libros y empieza a leerlos. Devora página a página sus historias robándole tiempo al sueño Conoce a los personajes, se siente atrapada por el relato, lo vive... Al final, le da pena terminarlo. Pero esa emoción sentida la arrastra a descubrir nuevas lecturas, otras historias que la hagan vibrar, sonreír, llorar.
La cortina de lluvia tras la ventana, idéntica al día que llegó por primera vez, hace pensar que nada ha cambiado; pero, salvada por la lectura, es consciente de que ella sí ha cambiado. Mucho.
Llueve, pero María vuela.
© María Pilar