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El médico rural

El pueblo dormía la siesta ese día de verano.   La madre, con el delantal de la cocina y las zapatillas de estar en casa, cogió rápidamente a la niña en sus brazos y corrió hacia la casa del médico. De vez en cuando, tenía que espantar algún moscardón que se acercaba al olor de la sangre a la vez que sujetaba a la niña.    Al llegar, sudada y con la respiración agitada, lo que parecía apurarle era presentar al doctor así a su hija, envuelta en un revoltijo de trapos ensangrentados, con sudor y lágrimas. La niña, pálida por la sangre que había perdido, miró al médico con ojos desorbitados, manifestándole el rechazo que le producía y se agarró fuertemente al cuello de su madre para impedir que la dejara en aquel cuarto que le dejó grabado, en un lugar recóndito de su cerebelo, un olor tan penetrante que no ha olvidado jamás.  El padre había dejado la segadora agrícola a la entrada de casa, mientras comía. La niña retó a su amiga, Chelo, a subirse a lo alto de la máquina. Esta se acob