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Los estragos del tabaco

Ya hacía años que el humo de su tabaco no le envolvía en su nube tóxica. Un día dijo que lo dejaba y lo dejó de manera fulminante sin someterse a programas de autoayuda ni recursos paliativos. Con carácter fuerte y voluntad férrea siempre había comentado: Cuando quiera dejarlo lo dejo. N o contaba con la otra parte. Habían sido muchos años de convivencia y el enemigo ya campaba a sus anchas por su organismo. En el último tiempo pasaba los días tranquilamente sentado en su sofá leyendo con el run-run de la tele haciéndole compañía. A medida que la primavera se había ido acercando a su ventana y el trino de los pájaros lo habían sacado de su letargo invernal, parecía que una sangre renovada le rocorría todo su ser y el espíritu de la vida prendió en su interior. Quería salir, andar, recorrer esos caminos abriendo los brazos para que le prendiese un nuevo renacer. Se puso en pie con dificultad para caminar el pequeño trecho hasta el comedor. Allí reposaba la bandeja con el desayuno