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El veroño se convirtió en un gato rabioso

El pasado 31 de octubre el termómetro marcaba 29 grados. Con falda larga veraniega y camiseta de tirantes salí de casa para intentar captar con mi cámara los colores otoñales. La gama de verdes primaveral se había transformado en un abanico multicolor como corresponde a esta época del año. Los castaños de indias pintaban sus hojas de óxido y los abedules lucían de amarillo dorado, pero a mí lo que más me gustaba era el esplendoroso rojizo de los arces que con gran personalidad destacaba entre el verde tardío de los fresnos y el oscuro perdurable de los pinos. De repente, un enorme gato negro se me cruzó por el camino. Cuando lo enfoqué fijó sus pupilas verdes en el objetivo, se le erizó el pelo y maulló con furia. Justo cuando apreté el botón del disparo se abalanzó sobre mi, me arañó la cara, se me enganchó en el pelo y me mordió en un hombro. Yo corría, gritaba, pedía ayuda porque me era imposible desprenderme de él. La gente que pasaba huía despavorida. Seguramente pensaban que